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Maajii - Comienzo


Plymouth, Inglaterra

Octubre de 1759

No permitáis que la unión de unas almas fieles

admita impedimentos. No es amor el amor

que cambia cuando un cambio encuentra

o que se adapta a la distancia al distanciarse.

¡Oh, no!, es un faro imperturbable

que contempla la tormenta sin llegar a estremecerse,

es la estrella para un barco sin rumbo,

de valor desconocido, aun contando su altura.

No es un capricho del tiempo, aunque los rosados labios

y mejillas caigan bajo un golpe de guadaña.

El amor no varía durante breves horas o semanas,

sino que se confirma incluso ante la muerte.

Si es esto erróneo y puede ser probado,

nunca escribí nada, ni ningún hombre amó

(William Shakespeare)

Cerré el libro con agresividad contenida y apreté la mandíbula hasta que sentí los dientes colisionar. La azulada y triste luz otoñal bailaba alrededor de las cortinas mecidas por la brisa marítima y fijé la vista en su movimiento. Ondulaban con suavidad, como una caricia a destiempo, y la amplia cama de pronto se tornó diminuta. Rocé el lomo cerrado, cubierto en piel verdosa, antes de levantarme con lentitud. Las palabras de aquel poema todavía revoloteaban por mi conciencia, pero las ignoré.

Habían transcurrido cinco años y un mes desde la pérdida de Jeanne. A pesar del paso del tiempo, aún no era capaz de pronunciar su nombre en voz alta. A decir verdad, evitaba a toda costa tener que pensar en ella. Si lo hacía, el vacío estaría cada vez más cerca. Mi corazón, hundido en la pérdida, roto en miles de pedazos, había perdido el camino de vuelta, pero no había sido lo suficientemente valiente para dejar de latir. Cinco años atrás, junto aquel cuerpo que se desplomó sobre las flores marchitas, me hubiera arrebatado la vida. Me habría suicidado para reposar eternamente junto a mi adorada hermana mayor. Pero no fui lo suficientemente valiente.

Me miré las manos, los dedos arqueados que jamás volverían a estar rectos, y recordé fugazmente aquellos dolorosos momentos. La sien de Jeanne explotando, sus ojos aterrorizados. No había dejado de tener pesadillas desde entonces: sus gritos volvían una y otra vez a mí. "No llegaste a tiempo, Catherine. No llegaste", eran los lamentos que ni en cuarenta años podría olvidar. "Si no te hubieras marchado... Si no te hubieras marchado...".

— Señorita Catherine, ¿puedo pasar?

Una voz femenina se dirigió a mí tras la puerta entreabierta.

— Adelante, Florentine.

Cojeando a causa del defecto incurable provocado por nuestro secuestro a manos de los mohawk, mi leal criada entró en los aposentos.

— La comida está lista.

Florentine era uno de los pocos resquicios de mi pasado en Nueva Francia que había logrado cruzar el mar. Ella también había sufrido enormemente por el fallecimiento de su señora, mas evitaba dejarse llevar por los sentimentalismos en mi presencia. No hablábamos de Jeanne, como si nunca hubiera existido, y fue la única figura materna que me quedó. Por el contrario, Annie, mi querida Annie, no soportó las funestas noticias. Enterrada en el jardín trasero de la casa, su lápida me recordaba continuamente que ni siquiera había podido darle sepultura decente a mi hermana, ni tampoco a mi sobrina.

— ¿Puedes ayudarme con el tocado? — le pedí.

Ella asintió y me hizo sentarme frente al tocador. Alargué la mano para cederle el cepillo de púas y los dedos me temblaron, como era costumbre. Florentine sonrió un poco, en un afán de hacerme sentir mejor, y comenzó a peinarme la larga melena pelirroja. En aquel espejo, no importaba cómo ni cuándo, siempre hallaba el reflejo de una desconocida. ¿Dónde estaba yo? ¿Quién había sido yo? Una joven de veintiún años, pálida, llena de pecas. Ya no quedaba nada. Solo muerte.

— Le ha crecido mucho el cabello. Está precioso.

Después de que Jeanne se fuera, cogí el cuchillo con el que maté a su asesino y me rajé el pelo hasta quedarme prácticamente calva. Los mechones de fuego caían al ritmo de las lágrimas, extinguiendo mi alma, en lo que había llegado a convertirme, matándome al mismo tiempo. Era el castigo que merecía aquella guerrera, el inicio de un duelo que continuaba hasta la actualidad.

— Recógelo todo — comandé, puesto que había jurado que nunca más volvería a llevarlo suelto.

— Señorita, está muy bonito así y...

— Recógelo todo.

Me daba asco vérmelo. Era como viajar cinco años atrás, siete años atrás, viajando en aquel barco hacia Quebec. Me recordaba que yo había poseído otro nombre, otra identidad, y que era capaz de amar.

Los tirones eran molestos, mas no me importaba. Aquel espejo me devolvía la imagen de una homicida. Las pupilas estupefactas de los soldados al encontrar el cuerpo de Quentin sin corazón y físicamente irreconocible. El mismo cuchillo que había rebanado mis alas, había apuñalado incesantemente al clérigo. Con Jeanne muerta, perdí la cabeza, enloquecí como un animal salvaje. La hoja entraba y salía de su abdomen. Él gemía de dolor, pero yo solo quería que sufriera. Las costillas, las piernas, el cuello, la cara..., le apuñalé de arriba abajo. Por último, me encargué de su corazón. Todavía palpitaba, caliente, cuando abandoné el cadáver.

— Creo que lloverá. Tendrá frío sin el mantón — comentó Florentine tras acabar.

El luto riguroso había sido mi atuendo durante aquellos años. Parecía una viuda mal avenida. Una asesina escondida entre las costumbres de la sociedad civilizada.

Le sonreí melancólicamente y dije:

— No tengo frío.


‡‡‡


— El clavicordio ha llegado esta misma mañana.

El anuncio de Antoine produjo que descendiera a la realidad. Frente a mí, un plato de guisantes y carne de pato que se negaba a caer en mi estómago encogido.

— ¿Sí? — construí rápidamente una media sonrisa.

— Así es. Lo han traído desde Brujas.

La agradecida sonrisa se hizo más extensa.

— Muchas gracias.

Mis cansados párpados se posaron en los azules ojos del arquitecto. En el momento en que nos mirábamos, el lenguaje se tornaba corto e inexpresable. Habíamos pasado todo aquello juntos y nuestro vínculo era irrompible. Quizá por gracia de los hados, Antoine consiguió sobrevivir. A diferencia de las promesas que habíamos pronunciado, él y yo éramos los únicos supervivientes de la familia. Él fue quien me localizó en una aldea destruida semanas después de la muerte de Jeanne. Yo había perdido completamente la razón: permanecía tirada sobre las tablas de madera como una lisiada, sufragada por mis propias penas, sin moverme, sin reaccionar. Cuando dio con mi paradero, noté cómo alguien abrazaba mi espalda sucia. Entre lágrimas, susurró: "Doy gracias a Dios porque tú estés aquí". Porque tú estés aquí..., viva, conmigo. Vio toda la sangre que me cubría entera, probablemente era sabedor de los rumores que corrían sobre aquella guerrera pelirroja que había torturado al padre Quentin y acabado con la vida de cinco ojibwa, pero no hizo preguntas. Su abrazo me salvó de la locura. Su mano se entrelazó a la mía mientras tomábamos un barco clandestino rumbo a nuestro país de origen. Sus dedos secaron mis lágrimas al tiempo que Nueva Francia, el sitio donde había alcanzado la felicidad, se volvía diminuta sin un solo adiós. Su brazo me protegió de unos tíos que me dieron la espalda. Su corazón me siguió acogiendo como a su hermana, en su hogar, a pesar de las cargas que una mujer soltera como yo suponía. Su comprensión me acunó cuando tuvimos que abandonar Francia y buscar ayuda en Inglaterra. Antoine había perdido a su esposa, al gran amor de su vida, pero jamás me abandonó.

— Deberías tocar para mí algún día — bajó la vista al presentir que estaba a punto de echarme a llorar.

Aunque me aterraba hacerlo, supe que era mi deber intentar que nuestra convivencia fuera lo más agradable posible. Él estaba siendo fuerte por mí; yo debía retribuirle de la misma forma. Aquel era el más grandioso acto de amor entre dos personas.

— Prometido — reprimí las lágrimas y volví a sonreírle.

Concentrado en los alimentos, añadió tras un par de segundos en silencio:

— Catherine, ¿cuándo dejarás el luto?

Nuestros ojos volvieron a aunarse y me di cuenta de lo difícil que había sido para él cuestionarme sobre aquel asunto. Antoine había vestido de negro durante los primeros dos años. Su abierta y jovial personalidad se transformó en una de carácter pausado y taciturno. Sin embargo, seguía trabajando y bromeaba de cuando en cuando, como lo hubiera hecho el arquitecto que había conocido en el puerto de Quebec. Por el contrario, yo era una sombra fantasmagórica, incapaz de avanzar, sin aspiraciones, sin relaciones sociales, anclada en aquel día de 1754. Me dolió ser demasiado inmadura como para haber dejado de preocuparle. Tenía bastante con sus propios problemas. Debía cuidar de sí misma y de él, no al revés.

— No sé si estoy preparada — murmuré con sinceridad.

Él me observó, pensativo.

— Ven aquí.

Me puse de pie y anduve hasta él. Sentado, me abrazó por la cintura, apoyando su cabeza en mi vientre como un niño. Mis manos acudieron a su cabello castaño y se lo masajearon con cariño. Escuché cómo suspiraba pesadamente.

— Tienes que seguir adelante, Catherine.

Apreté los labios, aunque las lágrimas ya descendían por las mejillas.

— Jeanne no querría esto para ti — susurró, con los ojos cerrados.

— Jeanne está muerta —sentencié duramente.

— Pero tú no.

"Está muerta y no va a volver", reiteré en mi mente, ya presa del llanto.

— Solo quedamos tú y yo — Antoine alzó la barbilla y me miró directamente. Su candor fraternal me conmovió —. La familia siempre debe estar unida, ¿recuerdas? 

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