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Helaku - Día soleado

Thomas Turner no cupo en su asombro cuando le narré cuán larga y agotadora había sido nuestra travesía desde el puerto de Liverpool. Habíamos cruzado un mundo a través del agua, terminando Nuevo Brunswick de arriba abajo por el río Saint John hasta alcanzar Quebec. Lo que había contemplado durante los meses de camino había sido desolador: a diferencia de Nueva Escocia, la mayoría de tierras rurales estaban deshabitadas, todavía sangrando por las consecuencias de la guerra, y el hambre portaba varios años siendo epidemia. Alrededor de toda aquella desgracia, la capital estaba repleta de ciudadanos franceses que, tras capitular, habían decidido aceptar a la corona inglesa como soberana mientras les permitiera mantener sus propiedades y oficios. Quebec estaba a punto de convertirse en un protectorado bajo la tutela británica, pero un protectorado, al fin y al cabo.

— Tendrán cierta independencia, por eso muchos no han decidido marcharse a los territorios que aún pertenecen al reino de Francia — me explicó —. Parece que después de arrasar medio país se han vuelto pacíficos. Están cumpliendo sus promesas.

Aquellas promesas no se habían cumplido en el bando indígena. Todos los poblados cercanos habían desaparecido, ya fuera porque habían sido atacados, porque se habían rebelado o porque se habían traslado a parajes más al norte. Numerosos niños indios había visto vagar por los bosques, solos, como ardillas desmembradas. Los que no habían conseguido esconderse o sobrevivir, se dedicaban a mendigar, a ser captados para comportamientos de dudosa moralidad, a convertirse para formar filas como sirvientes de familias blancas a quienes el conflicto parecía haberles enriquecido.

— Es deleznable. Habrán menos de un centenar y más de la mitad trabajan en el burdel.

La Bahía de Hudson era el único escuadrón en el que poseían cierta legitimidad, ya que eran necesarios para los negocios: no había nadie que pudiera cazar en el hielo como ellos, ni tampoco nadie que pudiera navegar con tanta temeridad por rincones desconocidos. Sin embargo, conforme la población aumentaba, los intercambios dejaron de sucederse tan a menudo, como si los indios tuvieran que dar las gracias por ofrecer sus habilidades, como si fuera su deber trabajar a cambio de nada.

— Y la revuelta de Ishkode no hizo más que provocar que el ejército se cebara con los pocos que quedaban.

Las informaciones de Dibikad y Ziibiin habían sido ciertas: Ishkode estaba encerrado en un cuartel a las afueras de la ciudad. Solo salía al exterior para cavar hasta la extenuación en las canteras o en los campos de maíz.

— No le he visto en largo tiempo. Tiene prohibido recibir visitas. Mitena fue asesinada por empeñarse en quedarse en la entrada del cuartel hasta que la sacaban a patadas. Al principio se agolpaba cierta multitud, jóvenes que lo apoyaban, pero supongo que, a causa de las amenazas, dejaron de venir.

Me atendió conforme le compartía cómo habíamos obtenido el perdón real. No me referí a Namid directamente, pero supe que Thomas estaba pensando en él. Su ceño se fruncía, clavándose como una estaca, al nombrarle a los condes de Devon y a Derrick.

— Aunque hubieran querido, Ishkode no podía ser indultado. La población se hubiera alzado en contra del gobernador. Mató a muchas personas, sabe. Sus ataques se contaban de aldea en aldea. Despertó tal terror que, ni aun no hostigando a los civiles inocentes, éstos lo hubieran vendido por treinta monedas de plata.

— Bueno, lo vendieron por treinta monedas de plata — aludí al hombre que lo había traicionado.

Él dio varias caladas a su cigarro, pensativo.

— Los ottawa..., tan pacíficos. No puede ni imaginar las atrocidades a las que fueron sometidos. Estaban en una zona estratégica y no hubo piedad — el humo seco ascendió hasta el techo —. A aquel joven no le sirvió de mucho vender a su líder. Los demás rebeldes terminaron encontrándolo y lo mataron a pedradas. Creo que no tuvo tiempo de usar sus treinta monedas de plata para comprar pan duro. Una lástima.

La fría distancia con la que hablaba me estremeció. Thomas Turner había presenciado demasiadas catástrofes para dejar que le siguieran afectando, de lo contrario, hubiera perdido el juicio.

— ¿Quién le contó todo esto? — quiso saber.

— Los chicos.

Él me miró, serio.

— ¿Dónde recogió a esos chicos?

— No los recogí — le corregí, consciente de que no confiaba en ellos —. Accedieron a venir conmigo por su propio pie.

Si guardó reservas, no las dijo en voz alta.

— Conozco al converso.

Adrien se había puesto extremadamente pálido al ver al mercader, pero no había entendido el porqué.

— Es el hijo pequeño de Nahuel.

— Lo sé.

— Solía acompañarle a las subastas de pieles, era su ojito derecho.

— Odia a su padre.

— Lo odia porque le rechazó — aseveró —. Su nombre es Helaku, día soleado. Nació un caluroso día de verano, fue un parto muy doloroso pero que trajo alegría a la familia, de ahí la elección del nombre. Nahuel siempre repetía esa historieta. Estaba orgulloso de él. Era el primero de su clase en la escuela itinerante de los jesuitas. Decía: "Helaku sabe conversar, sabe todas las cordilleras más allá del mar, algún día será el portavoz de su pueblo y podrá sentarse en el consejo del Padre Blanco" — suspiró —. Pero Helaku no cumplió con las expectativas de su padre. Se convirtió al cristianismo, se unió a la orden religiosa y empezó a proclamar la palabra divina en los demás poblados hurón. Se cortó el pelo, se vistió como un piel pálida y dejó de emplear su lengua. Lo que Nahuel no sabía es que su hijo debía volverse blanco para poder luchar por los suyos. Es el precio a pagar.

— Pero Helaku no quería luchar por los suyos — adiviné.

— No. Poco a poco se distanció de ellos, ni tan siquiera se unió a las filas durante la guerra ni intercedió para que su admirado gobierno no les atacara. Se escondió en sus biblias y finalmente escapó de casa — se encogió de hombros —. ¿Quién puede culparle? No podía vislumbrarse con éxito siendo indio, así que prefirió ser lo opuesto. Obviamente, Nahuel no se lo perdonó: le arrebató su nombre, lo desheredó, para que pueda comprenderme, y pasó a estar muerto para todos. No lo superó, a decir verdad..., Nahuel nunca superó que su hijo hubiera decidido aquello.

— Ahora se hace llamar Adrien.

— Adrien no debe de estar muy contento con sus decisiones si ha venido hasta aquí — apuntó con cierta ironía.

Me quedé callada, nerviosa.

— ¿Nahuel está vivo? — me atreví.

Él apuró otra calada.

— Sí —asintió—. Fue uno de los mejores guerreros del ejército francés, pero el ejército francés perdió, así que los ingleses tomaron la resolución de exiliarlo con todos sus bártulos. Le prohibieron tener armas de por vida, así que se las quitaron y lo escupieron a un trozo de barro seco para que se pudriera intentando plantar patatas. Es lo último que sé — lanzó el cigarrillo exiguo a las cenizas de la chimenea —. Gran parte de los hombres de su tribu se unieron a las revueltas de Ishkode. Puede imaginarse su final.

"Al menos Adrien podrá reencontrase con él", intenté consolarme en vano.

— Curioso, pero Helaku sería el heredero del clan. Sus cinco hermanos están muertos.


***


— La dejaré sola.

La puerta de la que había sido mi habitación estaba abierta de par en par. Thomas Turner me había llevado hasta allí mientras Florentine intentaba que todos se comportaran en la planta inferior.

— Ven conmigo — pedí débilmente.

Las piernas dudaron en extenderse hacia el interior. Perdida en mis pensamientos, él me tomó de la mano para insuflarme el ánimo requerido. Los dos entramos a la vez, con la oscuridad de la estancia acosándonos.

— Siento que...

Como en el salón, los cortinajes estaban rasgados, también el dosel. El colchón, carente de cobertores, estaba manchado. Mi armario, en el que había guardado tantos vestidos que me mortificaban, había sido saqueado a consciencia. No quedaba alfombra, ni mesitas de noche.

— Compraremos nuevos muebles.

Los recuerdos vividos en aquellas cuatro paredes me hicieron tragar saliva. Bailaban como sombras alrededor de una hoguera, pero no podía tocarlos.

— Perdóname — susurré mirando al techo abovedado que Antoine había diseñado. Las estrellitas parecían haber cesado de brillar.

"Perdóname por no haber podido salvarte".

Solté la mano del mercader, merodeando con resignación, y él respetó que hubiera otras personas —unos muertos— con las que estuviera hablando en aquel momento: permaneció en el marco, callado y con la vista clavada en el suelo. Anduve hasta el tocador, entero, aunque despojado del espejo ovalado, y lo rocé. "Lo único que te preocupaba entonces era no salir de tu habitación y estudiar tu reflejo para encontrar una imagen que fuera agradable para los demás", pensé. Rodetes altos, cintas del pelo, polvos rosados.

— Hay una llave..., dentro de la caja de música...

Dio un respingo y repetí mis palabras. Eran densas, al igual que un licor harto apurado.

— Dentro de...

Thomas Turner la recogió a los pies de la cama. Sin mis indicaciones, levantó un poco la plataforma que sostenía a la grácil bailarina de porcelana y encontró lo que le había indicado.

— Tome.

No estaba oxidada, a diferencia de todo lo demás. Ocupaba lo que cubría una lágrima en la palma. La introduje en la cerradura del segundo cajón del tocador y ésta regañó al permitirme el acceso después de tantos años. Allí estaban: las escasas joyas de mi madre y las tres piedras. Tras mi espalda, él ahogó la sorpresa. Había estado presente mientras las pintaba en el porche.

— Nos dijo que las había tirado — musitó.

Allí estaban. Las tres piedras que había pitando con catorce años. Las tres piedras que habían caído por la ventana. Namid estuvo lanzándolas lunas y lunas para llamarme y asegurarse de que estaba bien. La primera tenía unas toscas flores rojas sobre un fondo verde... La segunda, una hoja de té que ondeaba un cielo añil. Me resistí a tocar la tercera. Estaba repleta de rayas rojizas y formas geométricas de tonos oscuros: las líneas que adornaban el rostro y las manos de Namid cuando me auxilió en el bosque. Jamás había caído en la cuenta de lo alegres que eran en comparación con los anchos trazos negros que había portado en Inglaterra.

— Esta era mi favorita.

Thomas Turner se adelantó y sacó la piedra de la que estaba renegando con el llanto en los dientes. La lanzó al aire varias veces, como si estuviera pesándola. Sentí que Namid era vapuleado por un oleaje, estampado contra el lodo.

— Debió de pintarme una. La hubiera portado de amuleto.

Entre las cuentas de perlas del colgante que madre había lucido el día de su compromiso, una sortija surgió del olvido. De súbito, me la enfundé en el dedo angular. Era un anillo de oro con un pequeño rubí en el centro que llameaba como el fuego. La dulce carita de un Étienne de dieciséis revivió en gotas de perfume sobre un lienzo en blanco.

"Quédatelo, por favor; como recuerdo de mi promesa. Si nos volvemos a ver y me lo devuelves, comprenderé que has rehecho tu vida con otra persona y no volveré a reincidir en mis sentimientos".

No se lo había devuelto, ni tampoco lucido.

— ¿Por cuánto crees que podré vender estas alhajas? — rompí el silencio.

Él me estudió, inseguro. Había dejado de balancear aquella piedra.

— Por un buen precio, sin duda. El anillo es la más valiosa.

Los progenitores de Thibault y Étienne habían dilapidado su dinero antes de fallecer. Ambos hermanos habían trabajado duro para recuperar las comodidades y posición social antaño adquiridas por linaje de sangre, sin embargo, el menor me había obsequiado con una sortija que había pertenecido a su bisabuela y que valía una fortuna. "Qué hazañas cometemos por amor", solía decir la sonriente Jeanne.

— El anillo no está en venta.

Seria, me lo quité, guardándolo en su sitio. Thomas Turner hizo lo propio con la piedra y advertí que estaba avergonzado ante la posibilidad de haberme ofendido.

— ¿Te encargarás de vender el resto?

Abrí la ventana y lancé la pequeña llave a la inmensidad. Aquel cajón nunca volvería a estar sometido. No podía seguir respirando a escondidas.

— Por supuesto — carraspeó.

— Hay varios asuntos que espero tratar antes de marcharme y necesito tu ayuda.

La fresca brisa me agasajó los labios.

— Conseguiré los compradores que haga falta.

— No solo necesito monedas — aseveré. Las riquezas iban a ser enteramente de Florentine y Esther —. Necesito un caballo y armas antes de otoño.

"¿Tan pronto? ¿Tan pronto va a desaparecer?", parecieron protestar sus pupilas verdeazuladas.

— Ya tiene un caballo. Bueno, una yegua para ser más exactos.

Un estremecimiento serpenteó por el estómago.

— Solo tiene que reclamarla.

"Algoma". Mi valle de flores. Wenonah había estado cuidándola durante casi siete años.

— La están esperando.

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