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Giiwenamaw - Él regala

Jack contuvo la mueca de desagrado cuando abrió la puerta y descubrió que Namid me acompañaba. Le dediqué la más amplia de mis sonrisas, mostrándole que no admitiría queja ni cedería un ápice, y él nos permitió pasar con hipócrita semblante. En el interior, caldeado como un horno por la chimenea, todos se pusieron de pie: la dama de buena familia había llegado. Sin embargo, su expresión fue sin duda más atónita a causa del esclavo indio que me acompañaba. Lo habían visto antes, pero supuse que lo que recordaban con viveza era el leve encontronazo que había mantenido con el Leñador días atrás, antes de que hubiéramos hecho el amor por primera vez. Richard me hizo una reverencia, abriendo un arco con su brazo tras mi espalda para invitarme a pasar, y Namid me siguió a cierta distancia.

— No te acerques a los niños — le ordené, hablándole por encima del hombro. Éstos abrieron los ojos, entre maravillados y asustados ante tal espécimen exótico, y se escondieron tras las faldas de María. Todos menos una, una pequeña niña de profundos ojos azules — Es intimidante, ¿no es cierto? — bromeé al tiempo que Namid se situaba junto a la pared más cercana a la entrada, recto y serio. Aquella prole me miró con desconfianza, pero volví a notar que, de entre los cinco hijos pequeños que poseían en total ambos matrimonios, la chiquilla lo observaba con atención —. No os hará nada mientras os portéis bien, ¿a qué sí?

Jack se sobresaltó al recibir mi mirada jocosa. Sabía que no quería ser partícipe de aquella broma de mal gusto, pero forzó una sonrisa y me reiteró que tomara asiento.

— ¿Por qué se quedan ahí parados? — me reí sobre la silla al percatarme del recogimiento que les había poseído —. ¿Dónde está Lucas?

Richard comenzó a extenderse sobre los detalles: Lucas estaba en la planta superior, ayudando a Isabella a deshacer el equipaje junto con Lucerna, su tía.

— Espero que haya tenido un buen viaje.

Jack ordenó a los críos que se mantuvieran cerca del fuego, jugando con unas figuras de madera que imitaban unos caballos y unos soldados. Obedientes, se limitaban a lanzarnos miradas precavidas, como solo los infantes podían realizarlas. En la otra parte de la vivienda, en la cocina, María depositaba los alimentos en varias fuentes. Olían estupendamente.

— ¿Desea que le ayude a poner la mesa? — me ofrecí.

Los tres adultos parecieron recibir un pellizco ante mi propuesta. María, por ser mujer, no tuvo que intervenir, mas Jack y Richard tuvieron que ponerse de acuerdo entre titubeos para decirme que por nada del mundo yo debía ensuciarme. Ansié insistir, pero fui consciente de que era inútil y me limité a platicar con los dos varones con un interés que ni de lejos albergaba. Me preguntaron por mi salud y me informaron de que, a causa de la irrisoria nieve de la pasada noche, mi marido llegaría en menos de lo que cantaba un gallo. Tal y como me la había dirigido el Leñador, forcé una sonrisa. No podía esperar a reencontrarme con Antoine, sin embargo, desconocía cuál serían las consecuencias de lo que había permitido en su ausencia. Me aterró que pudiera decepcionarse.

— Mateo, avisa a la tía de que necesito que me ayude — susurró María a uno de sus hijos, el que lucía como el mayor tras el primogénito.

"Mateo, Lucas..., son nombres bíblicos. Son católicos", descifré al vuelo. Hacía tiempo que no me relacionaba con católicos, ya que la mayoría de ciudadanos ingleses eran protestantes o anglicanos, y ello me recordó a mi infancia en París. Las visitas a la iglesia, las misas nocturnas, las mantillas.

Mateo subió sin una palabra y María se puso nerviosa cuando se dio cuenta de que la estaba observando. Hundió la vista en la lumbre donde estaba calentando unas patatas y tragó saliva. "Creo que no soy la única mortificada alrededor de extraños", pensé.

— Mi esposa cocina tan bien como Emily. ¿Tuvo el placer de probar sus platos? — dijo Jack.

— Tuve el placer de probar su sopa de pollo — contesté. Platos y platos de sopa de pollo habían sido consumidos por mi boca durante mi convalecencia en la posada —. Estoy segura de que su esposa será una excelente cocinera.

Había olvidado vagamente aquella costumbre de conversar sobre una mujer como si no estuviera presente en la sala, aunque lo estuviera. Yo había estado en aquel bando y me resultaba extraño librarme de aquel trato.

— Lucerna, cariño, saluda a la señora Clément.

Richard se apresuró en volver a presentármela cuando ésta hubo bajado las escaleras en compañía de Mateo.

— Por favor, señorita, no señora. Soy demasiado joven para tales florituras — me reí, puesto que era obvio que no sabía decidirse entre uno de los dos términos, a pesar de que sus edades eran más avanzadas que la mía —. Un placer volver a verla, Lucerna — le devolví la reverencia, poniéndome de pie y retomando el asiento.

Era una mujer agraciada, llamativa por la desproporción original de sus rasgos faciales: puente anguloso, labios desiguales, ojos grandes y claros.

— M-, me alegra que esté aquí — añadió, sonrojada.

Rápidamente sus pupilas se desviaron sin quererlo hacia Namid, como en el primer encuentro que habíamos mantenido. Noté que se ruborizaba en mayor grado.

— Su amiga María no me ha permitido ayudarla en la cocina, ¿me dejará usted?

Mi voz provocó que me mirara y hallé cierta culpabilidad fisgona en su efigie. Saltaba a la vista que ella y Jack no eran hermanos: "tía" era un apodo cariñoso.

— Por dios, no. Dispense — se negó.

Omitiendo el claro interés que le despertaba Namid —quien ni siquiera se habría percatado de su presencia—, bufé y alegué:

— Soy persuasiva.

Más relajados, todos se rieron. Antes de que Lucerna arribara a la cocina, Lucas apareció. Su carita lozana brillaba como la de un futuro esposo, henchida de fe y propósitos.

— ¡Lucas! — exclamé, contenta. Llegó hasta a mí y efectuó una pulida reverencia —. Luces pletórico — le sonreí con aire maternal. Sus mofletes se colorearon —. ¿Dónde está la novia? Estoy impaciente por conocerla.

Noté cómo Namid se fijaba en nosotros.

— Enseguida baja, señorita.

Me percaté de que portaba ropa limpia, nueva, y me imaginé el esfuerzo monetario que había supuesto aquella renovación. De pronto, sentí unas apremiantes ganas de mirar a Namid, mas me contuve con una pizca de melancolía.

La habitación se detuvo por completo cuando Isabella hizo acto de presencia. Sus delicados pies envueltos en unas botas remendadas taconearon los peldaños hasta reposar en tierra firme y entró con la cabeza gacha. Una inmensa melena pelirroja, lisa y recogida a ambos lados de la frente, conjugaba a la perfección con su vestido azul grisáceo. Era alta, una de las doncellas más altas que había conocido hasta entonces, y su cuerpo espigado relucía con elegancia, ocultando las muchas carencias que le habían hecho pasar hambre.

— Señorita Clément, le presento a Isabella Turner — intervino Jack, acercándomela como si fuera una cinta de pelo tentadora.

"Turner", se alteró mi corazón de inmediato. El grupo en su totalidad estaba pendiente de ella y disimulé mi turbación. Fue en aquel momento en que me besó el dorso de la mano y nuestros ojos se encontraron. Le temblaban como a los de un cervatillo herido. Eran verdes, de un verde tan penetrante como la hierba de Plymouth.

— Es un enorme placer conocerla — murmuró.

Pocas personas eran capaces de mantenerme el contacto visual si me decidía a escudriñarlas: Isabella Turner no fue una de ellas. Un envidiable mantón de pestañas claras, casi transparentes, dio por finalizada nuestra mirada. Lucas la rodeó con cuidado por la cintura, situándole una mantita de lana sobre los hombros.

— Buena elección, querido Lucas. Posee una buena complexión física, será fuerte, soportará los partos — imité los modales con los que había crecido, reproduciendo los halagos que mi madre hubiera pronunciado. Nadie pareció molesto, más bien se alegraron porque una noble como yo se tomara las molestias de lisonjear a una pobretona desconocida. Isabella parpadeó, creyéndose indigna —. Además, hacía décadas que no tenía la suerte de compartir mesa con una tocaya pelirroja. Somos muy pocas en el mundo, ¿a qué sí?

Conseguí que me sonriera. No obstante, no podía dejar de pensar en Thomas Turner.

— Sentémonos, por favor — indiqué. Solo María y Lucerna permanecieron de pie, ultimando los detalles de su humilde banquete, al igual que los niños, que prosiguieron en sus entretenimientos, todavía jóvenes para comprender la importancia que un matrimonio significaba para cualquier familia, fuera del estamento que fuera —. ¿Qué tal ha sido tu viaje, Isabella? ¿Puedo llamarte por tu nombre de pila, verdad?

Jack y Richard estaban embelesados con mi simpatía hacia ella. Me di cuenta de que Lucas se sentaba a su lado, como protegiéndola sin pretenderlo.

— Oh, ¿nunca has visto a un piel roja? — le sonreí. Ella se alarmó y me pidió disculpas a correprisa, dejando de otear a Namid con las cuencas desorbitadas —. Puedes mirarle, entiendo que anides curiosidad.

— Lo lamento, señorita. No era mi intención...

— ¿Ofender? — le dediqué una media sonrisa —. Es un esclavo, es indio, está acostumbrado a llamar la atención. A pesar de las reservas de Jack, es inofensivo — musité —. ¡Ven aquí! — le llamé de súbito, asustándoles.

Namid anduvo hasta la mesa y los hombres se pusieron en guardia. "Jack lleva un pistola de chispa; Richard una o dos navajas bajo la camisa", reparé sin dificultad.

— No les recomendaría desenvainar, lucha como una bestia — les aconsejé, divertida. Él se puso tras mi silla, impasible —. Estoy bromeando, ya he dicho que es inofensivo — torcí el gesto exageradamente. Lucas lo miró sin prejuicios e Isabella palideció al tenerlo cerca —. Entrégale tu regalo a la señorita Turner. Vamos, rápido. Después regresa a tu puesto.

Adusto, Namid extrajo un envoltorio rudo de uno de los bolsillos de su pantalón marrón y me lo dio. Yo le asentí, conforme, y moví la barbilla para que volviera a su sitio inicial.

— Espero que te guste. Ha sido una tarea difícil por las nevadas, pero destacará el color de tus ojos.

Sorprendida, como el resto, Isabella tartamudeó un "gracias" y se dispuso a abrir el regalo. En el momento en que una refinada corona de flores, construida a base de ramas estrechas, muérdago y brotes silvestres, fue descubierta, ahogaron su asombro en una suerte de jadeo corto.

— ¿Te gusta? — le sonreí. Supe que Namid, a salvo del espionaje por la emoción que habíamos instalado en sus almas, también estaría sonriendo; quizá no con alegría genuina, quizá más bien con una venganza dulce, pero lo estaría —. Dime algo, Isabella. ¿Te gusta o no?

— ¡Señorita Clément, muchas gracias! — casi se arrodilló Jack.

Lucas clavó sus ojos en los míos, sin esperarse aquel gesto, y María se permitió expresar sus emociones por primera vez desde que habíamos llegado.

— ¡Es una corona preciosa! — dijo Lucerna, admirándola.

Mi sonrisa se hizo más amplia y pensé en Vittoria. Ella, sin los conocimientos de Namid, me había conseguido una muy parecida. ¿Cómo se encontraría? ¿Cuándo podría volver a verla?

— ¿Se te ha comido la lengua el gato? — pregunté.

— Gra..., gracias... — susurró por fin, sujetándola como si fuera de oro.

— Déselas a mi criado. Él ha sido el que la ha diseñado, está hecha a mano. Ahí tienen nuestro regalo de bodas. Es de buen augurio que una esposa porte una corona de flores.

Isabella se levantó y se dirigió hacia Namid. Sin tapujos, Lucas la siguió.

— ¿Dó-dónde vais? — inquirió, lívido, Jack.

No cualquiera portaba el apellido Turner.

— Muchas gracias, estimado... — Lucas se dirigió a Namid, ya frente a frente.

Solo yo, que lo conocía como las arrugas de la parte anterior de mi mano, supe que Namid estaba enterrando su sentimiento de pasmo. No todos los días era tratado justamente por unos pieles pálidas. Hacía años que no recibía dicha amabilidad.

— No tiene nombre — dije, del mismo modo ocultando lo conmovida que estaba por un proceder que en realidad yo consideraba simple.

Lucas frunció el ceño, confundido porque un ser humano no poseyera nombre, y aunque Isabella se situó unos pasos más lejos, incomodada, añadió:

— Muchas gracias. Es una corona muy bonita. Gracias.

Le habló con lentitud, como yo solía intentar para hacerme entender, y Namid los miró durante unas milésimas de segundo.

— Está satisfecho, sabe que te ha gustado — corrí a salvarle. Ellos captaron mi intención y se apartaron, volviéndose a sentar. Los adultos no sabían cómo reaccionar —. Jack, han educado a sus hijos en perfectos valores. Sin duda, Isabella será una buena compañera.

Les incliné el rostro, complacida, y no tardamos en empezar a comer para disimular la mezcla de tensión y júbilo por aquella reunión, pero sobre todo por el regalo de cierto indígena. 

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