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Giimoodad - Es un secreto


Era ya noche cerrada cuando abandoné la habitación de Vittoria tras haberla acostado sobre la cama. Estaba exhausta tras horas de pláticas y dulces, por lo que la tapé con un par de mantas y le besé la frente antes de despedirme hasta el día siguiente. "Antoine estará buscándome como un loco", pensé mientras recorría los pasillos tenuemente iluminados. Dado que la esposa de Derrick era considerada una extranjera, nadie se molestaba en que saliera y el servicio le proporcionaba todo lo que necesitaba sin tener que obligarla a relacionarse con el resto de palacio. A causa de aquello, yo también había estado desaparecida durante demasiado tiempo. Aceleré el paso e intenté recordar cuál era el sendero de vuelta a mis aposentos. A lo lejos, ecos del banquete llegaron a mis oídos, únicamente interrumpidos por el traqueteo de mis tacones.

— Buenas noches, señorita Olivier. ¿Precisa que le indique el camino?

Di un respingo cuando un hombre ataviado a la inglesa se dirigió a mí al cruzarnos. Desconocía de quién se trataba, aunque él aparentemente supiera mi nombre. Era rubio y de complexión corpulenta.

— Buenas noches — apresuré una reverencia pésima —. No, dispense. Gracias de todas formas.

Me ofreció una sonrisa enigmática y descubrí la lascivia de sus pupilas recorrerme la figura. Antoine me había advertido que tuviera cautela en materia de faldas, ya que las seducciones eran parte indispensable de la vida nobiliaria. De pronto, aquel hombre me suscitó una tremenda repulsión. "Desea enseñarte el camino a su lecho, Catherine", entendí.

— Que descanse, señorita Olivier.

Endurecí mi mirada, ya no tan ingenua, y continué caminando sin despedirme, dejándolo atrás. Si eran tan osados como para realizar aquellas insinuaciones, ¿qué harían para conseguir sus conquistas? Perdida en tales pensamientos, anduve hasta la planta correcta. Una vez allí, escuché unas fuertes risas aproximarse. En el momento en que distinguí a la condesa de Devon, cambié de dirección, enredándome entre puertas y corredores. Cuando quise darme cuenta, me había perdido.

— Maldita sea — maldije.

No tuve tiempo de poder ubicarme en la oscuridad: unos ruidos me pusieron alerta y me situé contra la pared. Carecía de permiso para vagar por allí, por lo que aguanté la respiración, educada por los ojibwa para volverme invisible siendo visible.

— Los cargamentos de tabaco son cosa de Derrick, él sabrá qué está haciendo con los esclavos que pretende llevar a las plantaciones.

Dos hombres en uniforme militar caminaban hacia donde yo me encontraba sin saber que los estaba oyendo.

— Es invierno — replicó el otro.

— No admite objeciones. Si no consigue que esos esclavos crucen el mar, Christopher traerá más beneficios. Derrick es el primogénito, pero el conde está harto de él. Y qué decir de la esposa..., todavía no le ha garantizado la descendencia. No puede permitirse que Christopher, por mucho que no sea el heredero, lo supere en negocios e hijos sanos. Está obsesionado con la idea de embarcar aunque sea de mal augurio. Dice que ha conseguido unos indios.

— Sí, claro. ¿Indios? ¿Aquí? — se echó a reír —. Ese malnacido ha perdido la cabeza.

Todo mi cuerpo se tensó al escuchar la palabra "indios". El conde nos había afirmado que sus negocios se reducían a las pieles, no a los esclavos ni a las plantaciones.

— Nadie dijo que fuera inteligente.

Estaban a punto de verme: rauda entré una habitación cualquiera y cerré la puerta con la respiración calmada. Las secuelas de la guerra impedían que me alterara en aquellas situaciones, puesto que no tenían comparación con las atrocidades que había presenciado. Sus pasos fueron alejándose, al igual que su plática, y supe que no podría enterarme de los entramados del primogénito a no ser que les espiara o me arriesgara a preguntar, hecho que ni por asomo decidiría llevar a término. Sin embargo, aquel hombre tenía razón: ¿cuántos indios habrían en la costa sudeste de Inglaterra?, ¿cuántos dispuestos a cruzar el mar a cualquier coste?

De repente, el rumor de las cortinas y unas risitas entrecortadas rompieron el silencio. "Hay alguien aquí", me alarmé. Temerosa de que quien quiera que fuera me descubriera, no me moví del pomo, recta como un tronco, y esperé al momento oportuno para salir. La penumbra casi total me ocultaba, pero me extrañé al distinguir dos voces distintas, una masculina y otra femenina. Agudicé el oído: estaban murmurando, riendo despreocupadamente. Durante el lapso de varios segundos, los sonidos cesaban y solo se percibía el tacto de las telas rozándose contra sí mismas. A pesar de que habían pasado cinco años, todavía era capaz de analizar lo que me rodeaba sin necesidad de una luz excesiva. La cama estaba vacía, los candelabros apagados. "Están de pie, cerca de alguna ventana", deduje. Di un respingo al darme cuenta de que estaban besándose, tan apasionadamente que imaginé sus cuerpos frotándose mutuamente, contra la ropa, contra el cortinaje. Abrí los ojos en la noche y la desconocida comenzó a gemir. Conocía la naturaleza de aquellos quejidos, los había escuchado una sola vez, provenientes de la alcoba que Antoine y Jeanne compartían. Los había emitido una sola vez, aunque con menor intensidad, a causa de los peligrosos besos de Namid. Sin embargo, aquella mujer sofocaba sus gritos como un animal en celo. Impresionada, me fascinó en cierto modo no poder distinguir si implicaban placer o sufrimiento. Sin tardanza, él empezó a jadear con sofoco, como si estuviera haciendo un elevado esfuerzo y su cabeza se entregara sin remedio. El ritmo aumentó y ella suplicó que no se detuviera. Nerviosa, me eché hacia atrás y la parte trasera de mis tacones golpearon la madera.

— ¿Quién anda ahí? — gritó el hombre, asfixiado.

A la desesperada, abrí la puerta a trompicones y eché a correr. Pude ocultarme en una esquina, justo en la intersección entre dos paredes, en el momento en que él se asomó al exterior como un perro de caza. Tenía el pelo revuelto y la larga camisa blanca por fuera, ocultando sus pantalones desabrochados. Tragué saliva al distinguir el semblante de Derrick.

— ¿Qué ocurre, cariño? — lo abrazó por detrás su compañía —. Entra, podrían verte. No hay nadie.

Elevó la mano, ordenándole que se callara. El heredero del condado de Devon era astuto, sabía que el inoportuno mirón estaba cerca. Me puse nerviosa sin saber por qué. Ceñudo, vi cómo miraba a ambos lados del pasillo.

— Vamos, entra. Aún no hemos terminado.

La mujer inclinó el cuello para besarle y pude verla: era Madame Ricoeur.


‡‡‡


Antes de la hora del desayuno, acudí a los aposentos de Antoine para contarle lo ocurrido. Él atendió a mi narración sin interrumpirme mientras se lustraba los zapatos para otro día de trabajo continuado.

— No es tu deber informar a la condesa Vittoria sobre esto — intervino una vez hube acabado —. Es conocedora de los escarceos de su marido.

Las aventuras sentimentales eran el pan de cada día de los matrimonios nobiliarios, pero lamenté profundamente que aquella encantadora joven tuviera que soportar las humillaciones de Derrick.

— Pocas parejas se casan por amor o, en el mejor de los casos, consiguen sentirlo tras unos años de convivencia. La condesa está unida a alguien a quien no quiere, del mismo modo que el malaventurado de Derrick. Es un contrato, nada más. Ambas partes buscan los afectos, o la pasión, quien sabe, en puertos de su preferencia. Además, estoy seguro de que no es su única amante, tiene fama de conquistador.

— Le da exactamente igual dejar en ridículo a su esposa. Ni siquiera se esfuerza en esconderse. Vittoria nunca haría algo así.

— Las mujeres no pueden aspirar al perdón social por sus escarceos románticos, Catherine — me recordó lo que ya sabía —. Él es el hijo del conde, puede hacer lo que le plazca sin consecuencias graves. Su mujer es un recipiente en el que verter hijos, nada más. No te inmiscuyas en estos asuntos, podrían traerte problemas. Es irónico, ¿no crees? Jeanne guardaba un gran rencor hacia vuestros padres. A pesar de sus errores, hicieron algo bien: os mantuvieron alejadas de este mundo.


‡‡‡


Como posteriormente se convirtió en costumbre, acudí a desayunar a las dependencias de Vittoria. Hallé la puerta entreabierta y al pasar descubrí que había estado esperándome. Su amistoso gestó me enterneció. Sentada sobre el diván, me sonrió de oreja a oreja y se apresuró en abrazarme. Destilaba una fragancia de rosas y almizcle. Poco acostumbrada a tales contactos físicos, le respondí con torpeza.

— Sabría que vendrías, Cat — cariñosa como una niña, restregó sus mejillas sobre mi hombro, mirándome con sus ojos brillantes. Parecía no importarle mi tendencia a la frialdad, incluso hubiera sugerido que la entendía —. ¿Has dormido bien? Ven, no seas tímida. Sentémonos.

Cogida de mi mano, me guio hasta el diván y tomamos asiento. Le mostré una media sonrisa, sin intención de desvelarle lo que había presenciado.

— Sí, ¿y tú?

Empezó a hablarme animadamente sobre un peculiar sueño que había tenido y después se excitó ante los posibles planes que podríamos hacer juntas durante el día. Se encontraba en un estado avanzado de gestación, pero no le importaba. Me resultó triste observar lo sola que se sentía. Con contrato o sin él, no merecía la deliberada falta de respeto que su marido había cometido —y cometía constantemente— contra ella.

— Está abierto — informó cuando alguien llamó a la puerta. Mastiqué unos bollos de nueces y prosiguió—: Como te iba diciendo, el lago es un lugar idóneo para...

Miró hacia delante y su expresión palideció. La garganta se me contrajo al ver que el matutino visitante era Derrick. Serio, anduvo hasta nosotras.

— Vittoria, ¿qué demonios haces aquí?

Una percepción aguda me indicó que Derrick no se había levantado de buen humor y ello había sido causado por lo sucedido durante su tórrido encuentro secreto. No obstante, nadie hubiera tildado su noche de ajetreada: iba vestido con pulcritud, peinado y peligrosamente despierto. En su interior todavía estaba rastreando al entrometido, necesitaba castigarle. Me resultó divertido que no supiera que era yo.

— Yo...

— ¿Las náuseas te han impedido recordar la visita del embajador de Pisa? — la cortó con sequedad. No me prestó atención, mas en la superficie de sus pestañas supe que me estaba analizando sin perderse ni un solo detalle —. ¿Pretendes que sea yo el que le hable en italiano? Parlotea un inglés peor que el de una mula, parece tu madre.

Apreté la mandíbula con aquel último ataque. Vittoria bajó la vista, asustada, y tuve un mal presentimiento.

— Mis disculpas, ha sido culpa mía. Desconocía que debían reunirse y le pedí a la condesa desayunar con ella.

Derrick me miró como si fuera una fulana ignorante. Con las piernas una al lado de la otra, tomé la mano de Vittoria, ocultándolas tras los pliegues de nuestros vestidos. Noté cómo ella se sorprendía. Estaba temblando.

— ¿Ahora desconoces cómo decir que no a los invitados? — se rió, aunque fuera obvio que no le resultaba gracioso —. ¿Por qué le coge de la mano, señorita Olivier?

Mis sentidos se encendieron con cautela cuando él destapó mi sutil gesto de apoyo.

— Les dejo a solas. Perdone la molestias, no volverá a ocurrir.

Sin contestarle, me puse de pie. Albergué la corazonada de que debía actuar con cuidado para no perjudicar a Vittoria.

— Le he hecho una pregunta.

La autoridad de su voz me hizo parar en seco. Ya cerca de la salida, no me di la vuelta. Aquel hombre era peligroso, lo sabía.

— Déjala en paz, Derrick — siseó ella —. Bajaré.

— Le he hecho una pregunta, señorita Olivier. ¿Por qué le ha cogido de la mano? ¿Quién le ha dado permiso para tocarla? ¡Gírese!

Yo no era como el resto de mujeres con las que se codeaba. En el momento en que agarró mi muñeca y tiró, mi brazo se zafó con el ímpetu de la tierra ardiente. En un movimiento casi imperceptible, impedí que me sujetara. Vittoria se levantó, asustada, y él hundió sus iracundos pupilas en las mías. Severa, fuerte, le mantuve la mirada.

— Cat, vete — pidió con verdadero miedo.

Derrick, ni ningún otro, era mi dueño. Sus posesiones, su dinero, su apellido..., nada podía atarme.

— Cállate, maldita italiana — escupió las palabras. Fijo en mi persona, me estudió con furtivo interés —. ¿Dónde ha aprendido a hacer eso?

Dudé, pero no debía caer en su juego.

— Les dejo a solas.

Hice una reverencia, ocultando mi preocupación por Vittoria, y volví a darle la espalda para reanudar mi marcha. Soberano, señor de todo lo que estaba a su alcance, Derrick volvió a inmovilizarme por la muñeca para que le mirase. La violencia que imprimió su gesto me recordó las penurias del campo de batalla, la celda, la humareda, el cuerpo inerte de mi hermana, la sangre cubriendo por completo mis manos. Con el fuego llameando en las yemas de los dedos, ansioso por despertar, me liberé con brusquedad. Hubiera podido inmovilizarlo y hundirle un cuchillo en cada una de las partes blandas de su repulsivo cuerpo, pero me contuve..., prefería que todavía no supiera que podía matarle en un abrir y cerrar de ojos.

— No me toque — sentencié.

Derrick estaba colérico. Sin embargo, poseía una enfermiza capacidad para pasar por emociones contradictorias en segundos. En ello residía su peligrosidad, en lo impredecible que era. No obstante, partía con ventaja: mi rechazo le había tomado por sorpresa. Pocas damas le habrían exigido que no las tocara, obligadas por las normas sociales. Con todas las consecuencias, la persona que yo era hubiera vomitado en cada una de aquellas reglas.

— Derrick, por favor... Bajaré...

Quise decirle que no suplicara, que huyera de aquel demonio, pero Vittoria estaba condenada. Era una mujer.

— Les dejo a solas — repetí, luchando para no abalanzarme contra él. Con mi reacción, había mostrado que no podría tratarme como trataba al resto. Por el momento, era suficiente.

Le incliné la barbilla con educación, a pesar de que mis ojos centelleaban con odio, y eché a andar. Debía pensar en la mejor manera de ayudar a la que ya consideraba mi aliada.

— ¿No le enseñaron que es de mala educación espiar?

Rozando el pomo de la puerta, sus palabras volvieron a parar mis pasos. Lo sabía, sabía que había sido yo.

— La próxima vez, señorita Olivier, llame. Estaré encantado de recibirla. El esparcimiento aumenta con el número de participantes.

"Desgraciado", mascullé.

— Posee un olor muy particular. ¿Usa perfume?

Debía esperar, debía contenerme. La sed de venganza, el poder de proporcionarme justicia personal, me aterró. No podía regresar a los errores del pasado: había prometido no emplear la violencia nunca más. Acosada por mis propios demonios, le miré con una media sonrisa y dije antes de salir:

— No, no uso. Tenga un buen día. 

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