
Giikiibingwashi - Ella está soñolienta
Como un zorro, Namid se incorporó sobre mi cuerpo y se puso en guardia. Con el intenso rastro de sus besos aún latiendo sobre los labios, nos quedamos encorvados y él comandó silencio llevándose los dedos a la boca. Su pecho se convulsionaba con excitación, pero frunció el ceño, concentrándose al instante en el posible peligro. "No te muevas", me dijo con los ojos. Tragué saliva, devuelta a la realidad de un plumazo, y otro tiro golpeó nuestra ficticia paz. Esta vez vino acompañado de unos cascos de caballos y dos prominentes voces masculinas que gritaron: "¿Quién anda ahí?". Rápido, silencioso como el hálito inesperado de la muerte, cogió su pistola y extrajo un afilado cuchillo del tobillo. Los pasos se aproximaban y no me miró. Las arrugas de su frente denotaban que estaba reprendiéndose por no haber efectuado la guardia nocturna como era debido, enfrascado en asuntos sentimentales que habían puesto en evidente peligro a nuestra seguridad. Namid hubiera escuchado aquel rastro hasta en sueños, pero nuestras carantoñas habían sido capaces de desconcentrarle.
— ¿Qué haces? — me susurró con agresividad al verme gatear hasta mi macuto.
Por nada del mundo iba a esconderme como una niña indefensa. Yo sabía luchar y debíamos actuar rápido. No estábamos en Nueva Francia, donde la presencia de indios era habitual, sino en Inglaterra. Namid no podía abalanzarse sobre nuestros supuestos atacantes así como así, mi deber era ocultarlo el mayor tiempo posible y conseguir que aquellos desconocidos, en el caso de que no fueran secuaces de Derrick, creyeran mis mentiras y prosiguieran su camino sin intentar robarme o violarme.
— Ni se te ocurra...
Le mandé callar con un gesto seco mientras rebuscaba y me subía las medias como podía.
— Este corcel no vale ni un centavo — oí cómo valoraban nuestro único medio de transporte con despreocupación —. Pero parece que siguen despiertos...
Se rieron y supe que iban a entrar en el tipi en son de guerra. La hoguera seguía brillando en la noche y ya era inútil sofocarla: habíamos sido delatados sin remedio.
— ¿Qué diantres es esa tienda? Nunca había visto un diseño así.
Aproveché que Namid no podía levantarse para tirar de mí, atarme a un árbol e impedir que saliera y saqué la hoja que le había arrebatado a Étienne semanas atrás. Su expresión se encendió al descubrir mis intenciones, mas soporté la dureza de sus amenazas veladas.
— Catherine, ni se te ocurra...
— Quédate aquí y cierra el pico. No pueden verte — dictaminé con seriedad.
Entreabrió la mandíbula para impedírmelo, pero yo ya me había precipitado al exterior con el arma guardada en la parte trasera del corpiño. Los dos hombres se sobresaltaron —cerca, peligrosamente cerca de nuestro refugio de piel de búfalo— y me miraron de arriba abajo como si fuera una aparición fantasmal. Me eché el pelo hacia atrás con seguridad y forcé una sonrisa simplona.
— ¿Puedo saber a qué viene tanto alboroto? Estaba durmiendo.
Era una dama de ropajes decentes, sola en mitad de la noche. Ambos me escudriñaron con confusión, tanto por el tono tranquilo de mi voz como por mi sexo y apariencia: los pliegues de la falda estaban alborotados por las caricias y mis mejillas encendidas.
— ¿Quién demonios es usted? — inquirió uno de ellos con antipatía.
Los oteé con atención: eran hombres de unos treinta años, vestidos con pantalones raídos y sin abrigos. Conté dos fusiles y, con toda probabilidad, varias navajas escondidas. Sus profusas barbas, una pelirroja, otra castaña, me recordaron a Thomas Turner. Apestaban a whisky sin necesidad de análisis próximos.
— ¿Y a usted qué le importa? — crucé los brazos en torno al pecho con voz estridente —. ¿Es que está prohibido acampar en el bosque? Me aseguraron que Loughton carece de dueño.
Volvieron a intercambiar miradas, sorprendidos.
— Ahora, si me disculpan, deseo continuar durmiendo. Pueden quedarse aquí, si así gustan, pero no tengo comida ni refugio que ofrecerles. No enturbien mi paz y serán bienvenidos.
No iba a resultar tan fácil, mas me di la vuelta con la intención de ocultarme de nuevo en el interior de la tienda.
— Espera un momento, pajarito. No tan rápido.
El diminutivo me detuvo en seco. Apreté los puños y volví a girarme hacia ellos. Fingiendo cansancio, inspiré con exasperación.
— No quiero problemas, déjenme en paz.
El que había calificado como líder del dúo me sonrió, mostrando una hilera de dientes desaparecidos o sucios, y me pidió que me acercara.
— Déjenme en paz — repetí.
En su mente, yo era una joven desvalida, un blanco perfecto, y mantuve la impasibilidad cuando se aproximaron, rodeándome. "Como pretendas hacerte el héroe y salgas del tipi, te estrangularé con mis propias manos, Namid", le advertí en mis pensamientos.
— ¿De dónde eres, preciosa? Posees un acento extranjero.
Le miré por el costado antes de que pretendiera acariciarme la mejilla.
— No es de su incumbencia.
— ¿Te has perdido? — se rió su compañero, el más peligroso. Sus pupilas verdes, dilatadas, denotaban que no iba a contentarse con poco —. ¿No te han dicho que es peligroso viajar sola por estas tierras?
Certera, le aparté la mano con repulsión.
— No me toque — le observé con fijeza —. Mis viajes son materia personal. Como les he dicho, no son de su incumbencia. Estas tierras son libres, cualquiera puede acampar en ellas, y yo pretendo pasar mi única noche aquí en la mayor tranquilidad posible. ¿Me harían el favor de no montar una escena innecesaria?
— ¿De dónde has sacado esta cosa?
Zoquete como un seguidor ciego, el de melena rojiza dio varios toques infantiles sobre la tensada superficie de la tienda. La respiración se me cortó en el acto, aunque disimulé a duras penas. No podía ver la sombra de Namid por ningún sitio, a pesar de que estaría acurrucado para no ser visto.
— Márchense, por favor.
— ¿Tan pronto? — se rió el moreno —. Tengo curiosidad por tu historia, no pareces estar asustada.
— ¿Por qué debería de estarlo?
— Porque nadie va a poder escuchar tus gritos de auxilio.
Le mantuve la mirada con gravedad, lamentando que no tuvieran planes mejores que aprovecharse de una mujer desamparada. Sin embargo, no me extrañó en absoluto: mi única ventaja era que yo podía defenderme, al contrario del resto, y confiar en mis posibilidades de salir ilesa. El mundo continuaba siendo un paraje hostil para las que no portábamos pantalones.
— Tengo dinero, puedo darles unas cuantas monedas.
Estallaron en una carcajada, seguros de su poder. Anhelé disfrutar un poco más, hacerles creer durante varios minutos que ellos poseían el control de la situación, mas la prioridad era disuadirlos y alejarlos de Namid.
— ¿Las tienes debajo de la ropa?
Le propiné un puñetazo con todo el ímpetu de mis nudillos para impedir que me pusiera un dedo encima. Conocía los movimientos y me sentí satisfecha al romperle la nariz de un solo revés. Él se cayó al suelo, maullando de dolor, y se palpó los orificios sangrantes con estupor.
— ¡Hija de puta! — gritó.
— Vaya, vaya — me tasó el cabecilla al tiempo que buscaba la navaja que yo había aventurado que llevaría —. Parece que la gatita tiene uñas afiladas.
Waaseyaa no era una gata, era un águila dorada, era un monstruo.
— ¿Vas a arañarme a mí también? Solo queremos pasárnoslo bien.
Había logrado entretenerles hasta el punto de olvidar si verdaderamente dormitaba sola o compartía mi travesía con alguien más. "Típico error de principiante", pensé. Estaban demasiado absortos en forzarme para razonar con la cabeza fría.
— Puedo rompértela a ti también — respondí.
Si me enfrentaba a ellos, no se marcharían. Matarlos no era siquiera una opción realista, no solo porque me negaba a llevarlo a cabo, sino porque dejaría unas huellas excesivamente vistosas. Nos encontrábamos cerca de la aldea y habíamos llegado demasiado lejos en aquella empresa de ocultación para mandarla al traste así como así.
— ¡Golpéala, maldita sea! — se quejó el herido.
Con una media sonrisa, la navaja alumbró la oscuridad. Desde lo ocurrido en la guerra, mi cuerpo reaccionaba con traumático rechazo a cualquier muestra de violencia. Ésta traía imágenes de sangre y cadáveres desmembrados mecidos por los gritos de Jeanne. A causa de esta debilidad de carácter, él pudo tirarme del pelo y abofetearme, haciéndome perder el equilibrio. Caí al barro y se lanzó a por su botín de carne y curvas. Gemí, resistiéndome, asqueada por la forma en la que empezó a restregarse por mi cuerpo. Por mucho que yo pudiera luchar con medios propios, la humillación persistía siendo la misma, la dolorosa muestra de que se nos consideraba débiles y sin valor.
— ¡No me toques! — chillé.
Le mordí con agresividad en el momento en que intentó besarme e iracundo, me golpeó con fiereza en el pómulo. Sus manos se cerraron alrededor de mi cuello, pero tuve tiempo suficiente para ubicar mi cuchillo. Su cómplice ya me había bajado las enaguas hasta los tobillos mientras él me quitaba la respiración. Oí su risa, las gotas de sudor cayéndole por la frente.
— ¡Esta malnacida es una noble, tiene el coño más inmaculado que la virgen María! — comentó el de la nariz rota, rasgándome la falda.
Ahogada sin llegar a ser puesta en peligro de muerte, miré a mi agresor. No estaba en sus planes matarme: ansiaba que estuviera consciente durante el abuso. La repulsión que anidé, la ausencia de lágrimas indefensas, provocó que titubeara durante unas milésimas de segundo. En ese instante alcé la daga por encima de mi cabeza y la situé en una trayectoria limpia hacia la garganta. El pulso me tembló, no porque fuera incapaz de asesinarle, sino porque si lo hacía, el joven que bailaba con las estrellas estaría en un riesgo todavía más ineludible. Al distinguir el arma, mi agresor abrió los ojos con estupefacción, consciente de que no llegaría a tiempo para impedir que le degollara. El filo ya estaba a punto de atravesarle cuando Namid apareció de la nada, desde atrás, y le golpeó la nuca con la culata de su hacha. Como hechizado por una nana instantánea, cayó sobre mí con peso muerto, inconsciente. Advertí cómo el pelirrojo exclamaba un grito ahogado, tomado por sorpresa, y recibía un estruendo similar.
— Maji-manidoo — les escupió aunque se hubieran desmayado. El tono que empleó destiló un profundo odio, tan arraigado y mortífero que me hizo estremecer.
"Espíritus malignos", traduje con alteración. Así era como los ojibwa llamaban a las malas personas.
De un puntapié, apartó al nada ligero hombre que me impedía moverme. ¿Cómo había salido del tipi sin ser visto? No complacido, le pegó una patada en la cara, haciéndole sangrar los dientes. Después vino otra, luego otra.
— ¡Namid! — me levanté como pude —. ¡¡Namid, para!!
Le eché hacia atrás con desesperación y distinguí el colérico gesto de sus facciones. Aquel también era el indio que recordaba: una consecuencia viva de la guerra, como yo. Un alma educada en el dolor y el ensañamiento como única vía de supervivencia.
— ¡¡Para de una vez!! — grité, pegándole en el pecho con los puños y los ojos humedecidos —. Para, por favor...
Claramente molesto por la amonestación que había supuesto la interrupción de su tortura particular, terminó por obedecer y me agarró de las muñecas.
— Debiste haberme hecho caso. Ellos..., ellos...
Namid había vislumbrado toda la escena desde el amparo de los árboles: cómo me habían hablado, cómo me habían tocado, cómo me habían pegado.
— Ahórrate los sermones, ¿quieres?
Temblando de nerviosismo, me zafé, apresurándome en subirme las enaguas y arreglar la irreconocible falda hecha jirones. Lo que momentos atrás había sido una intimidad, un jugueteo romántico, se había corrompido por el vomitivo comportamiento de aquellos dos hombres que yacían sin sentido en la hierba.
— Puedo defenderme sola — aseveré, al borde del llanto rabioso. "¡La falda es inservible!", maldije, ultrajada y dolorida.
Él me cogió de las muñecas por segunda vez, con mayor suavidad.
— ¡Puedo sola! — le rechacé, sin saber adónde mirar —. ¡Podrían haberte visto, maldita sea!
Pero no lo habían hecho: Namid era demasiado inteligente como para incurrir en un fallo tan evidente. Además, y a pesar de mis vacuas acusaciones, él sabía que yo podía defenderme sola y había esperado: solo acudió cuando consideró que necesitaba ayuda, como lo hubiera hecho con cualquiera de sus amigos de reyertas. Considerando que les había visto toquetearme, había mantenido la calma de una forma misericordiosa.
— ¡Maldición! — despotriqué, asimilando poco a poco lo que acababa de ocurrir.
Atemperado como un ángel paciente, Namid relajó mis manos bajo las suyas y me estrechó contra su pecho sin resistencia. A salvo, suspiró largamente, apoyando su barbilla en la entrada de mi cabello. Yo continuaba blasfemando entre lágrimas amargas y él me comprendió sin intervenir. A nuestros pies, la faz de aquel despojo humano, tras la cólera del guerrero indígena, estaba hinchada y teñida de sangre en su totalidad.
— Salgamos de aquí... — murmuré, helada de pronto.
En unas horas despertarían: debíamos huir.
— Salgamos de aquí, por favor.
Namid asintió y me pidió que me quedase donde estaba. En unos minutos recogió nuestras pertenencias y descolgó la tienda. Me costó posar la vista en mis asaltantes, ya que todavía estaba enajenada por el terror. Preparé al caballo preguntándome cuándo podría estar a salvo.
— Catherine — me llamó con suavidad. Viré la figura hacia él y noté que estaba abstraído en oscuros pensamientos. Al recibir mi mirada, escondió las penumbras en una mueca que pretendió ser cálida —. Esto servirá por el momento.
Con candor, se puso frente a frente y me anudó la manta que había confeccionado Wenonah en la cintura. La densa tela cayó como una falda improvisada, cubriéndome. Nuestros ojos se encontraron: él deseaba asesinarlos por lo que me habían hecho, por lo que hubieran llegado a hacerme, y me impresionó que, sin importar que él hubiera presenciado profusas crueldades, aquel acto fuera capaz de hacerle perder los estribos.
— Gra-gracias.
Una parte de él nunca sería capaz de entender lo que significaba ser mujer, lo que implicaba en una sociedad esclava de la supremacía masculina. Jamás pretendió denostar aquella realidad, puesto que consideraba que su único deber era estar a mi lado sin las pretensiones propias de su naturaleza. Reparé en que reflexionaba, quizá sobre lo que acababa de presenciar, quizá sobre las numerosas jóvenes que habrían sufrido aquel penoso destino, quizá sobre nada en absoluto.
Calló: posó un beso en mi frente y la admiración que pobló su semblante lamentado llenó el vacío de sus palabras.
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