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Gaawiin mashi - Todavía no


¿Y si Namid y Étienne me habían traicionado? Se habían reunido a mis espaldas y, aunque había terminado por deducir que el abogado tuvo conocimiento del paradero de Namid desde el principio, me desconcertaba que el hombre con el que había accedido a casarme me hubiera ocultado las tramas pactadas con alguien como Derrick. Intentaba recordar algún detalle, alguna insinuación que lo excusara, pero, cuando se presentó la oportunidad de hacerme saber todos los detalles, en nuestra repentina huida de la posada de Emily, no confesó ninguno de ellos. Había decidido no montar en aquel barco, pero ni Antoine ni yo conocíamos las condiciones de su contrato..., de lo contrario, yo misma le habría arrastrado hasta la cubierta. Durante nuestro viaje, durante nuestra estancia en la cabaña cedida de Jack, guardó aquel secreto. ¿No pensó en la posibilidad de que Étienne y yo no nos encontráramos en Devon? ¿Juraron no decirme nada a cualquier coste? ¿Cuántas malditas promesas había roto Namid al perder aquel pasaje a Nueva Escocia? Su prometida, su indulto, la salvación de Ishkode. ¿Por qué había recurrido a alguien como los condes? ¿Cómo supo que Étienne trabajaba para ellos y de qué forma lo encontró?

— Baja al comedor y entretén a Brown. Me reuniré con vosotros enseguida.

Jones había nacido para mandar. Con aquel molesto aleteo de la mano provocó que Whytt nos dejara a solas sin replicar. La cajita de madera, aún abierta, reposaba sobre mis rodillas.

— No parece asustada.

Con cierta estela de satisfacción, anduvo hasta la puerta y colocó el cerrojo.

— Los tratos conllevan la honestidad o la vida — apunté.

Cerré la tapita, viendo por última vez una oreja oscurecida de sangre seca, y el estruendo hueco del cuerpo de aquella mujer que había ayudado al primo de Ishkode a suicidarse durante la guerra completó mis oscuros recuerdos. La ley era la ley.

— Por eso es mejor no contraerlos — apuntó, sentándose de un salto a mi lado.

Olía a tabaco húmedo, mas no percibir ni una sola gota de alcohol en su ropa o aliento me dio a entender que seguramente era abstemio. Sujetos como él, implacables e inmorales, solo podían obtener su cruel temeridad de las borracheras o de la ausencia total de ellas. Los mejores guerreros que conocí, tanto blancos como indios, no se acercaban una botella de whisky a los labios, como si se tratara del mismísimo diablo, lo que les convertía en enemigos más peligrosos si cabe.

— ¿Qué es lo que quiere de mí? — rompí el silencio con cansancio.

— Debe apreciar bastante a ese salvaje para haber arriesgado su bienestar por él. Querrá que siga vivo, ¿no es cierto? Díganos dónde está.

— Aunque lo supiera, lo habéis perdido de vista viniendo hasta aquí. Cuando llegarais, ya habría huido.

— No huirá. Va a esperarla. Desaparecerá semanas enteras, pero la esperará.

Se me puso el vello de punta: era cierto.

— ¿Por eso me estáis reteniendo en contra de mi voluntad? ¿Soy el cebo acaso?

— Pidió ver a Antoine Clément — se encogió de hombros —. Ya se lo he dicho: preferimos encontrarlo por las buenas, no por las malas. Podríamos hacerle salir de su madriguera de un chasquido, pero no tienen por qué haber heridos inocentes.

¿Por qué hablaba como si la posibilidad de que Namid se entregara fuera la única plausible?

— El secretario de su majestad Jorge II firmó de su puño y letra el perdón real para su hermano y para él. Se convertiría en un hombre libre, sin recompensas por su cabeza, y podría viajar sin ser perseguido.

"Sería perseguido por cualquier otro motivo", apreté la mandíbula.

— ¿Y tengo que creer en su palabra?

— No, tiene que creer en la de Derrick, él consiguió los indultos. Es bastante cercano a los validos de...

— Creer en la palabra de Derrick es todavía más complicado que creer en la suya. ¿Sabe cuántas veces nos han traicionado con intenciones de buena voluntad?

— Estas carecen de buena voluntad. Los negocios carecen de ética. Es adorable que hable en plural, como si fuera una piel roja. Si su amorcito se quedó en tierra fue por usted. Las condiciones de Derrick eran un regalo.

— Porque Derrick estaba en desventaja. A decir verdad, debe de estar desesperado.

Su expresión se alteró un tanto.

— Si le digo dónde está, ¿qué harán?

— Mantenerlo en custodia hasta que pueda reunirse con Derrick y ratificar un segundo acuerdo.

— ¿Y si me niego?

Se puso de pie, comenzando a dar vueltas por la habitación con parsimonia.

— Fue una lástima no coincidir durante la guerra, señorita Catherine. Hubiera sido usted una contrincante a batir. Estaba demasiado ocupado cazando lakotas, no fui llamado a primeras filas hasta el final. Son curiosas las guerras, ¿no cree? Matarse por una línea en la tierra. Sus compatriotas me dejaron algunos regalos — se alzó la camisa y pude ver dos protuberancias del tamaño de un dátil en la parte superior del vientre —. Son balas. Las llevo dentro desde entonces. Nadan como truchas por debajo de la piel. Me recuerdan lo valioso que es poder respirar día a día. Si se mueven más de la cuenta, moriré por una hemorragia en el estómago. Sin embargo, parece ser que no tienen prisa por asesinarme — lentamente volvió a sentarse cerca de mí y su voz se liberó con dulzura —. A nadie le interesa que ese indio muera, ¿entiende? No permita que la bala que porta en el corazón decida moverse más de la cuenta.


***

— ¡Dios santo! ¡¿Qué demonios ha hecho?!

La impresionada indignación de Brown me llegó a los oídos como el zumbido molesto de un pájaro en la ventana.

— ¡Necesita un médico! — vociferó.

Pero la oscuridad de la noche eliminaba las aberturas en la pared y no había cantos que anunciaran la mañana.

— ¿Por qué demonios le has dejado entrar?

Quería que dejaran de gritar. La cabeza me daba vueltas y solo necesitaba dormir. Solo dormir, un poco. Me costaba abrir la boca, emitir una palabra, y gemí como un moribundo desesperado por alcanzar la paz divina.

— Menuda paliza le has dado, Jones.

— ¡Necesita un médico!

La espalda de Brown resonó en una superficie dura: Jones lo había empujado hacia atrás. La música de la planta inferior retumbaba en un jolgorio ajeno.

— Es mejor que mire, soldadito. Así aprenderá a endurecerse.

Estaba aturdida, fuera de mi propio cuerpo, pero noté cuando Whytt me agarró del pelo enmarañado, levantándome la cara de la almohada. Un hilo de sangre pastosa marcó la trayectoria desde la tela hasta mis dientes.

— ¿Dónde está la guerrera? Ya no parece tan dura como antes.

"Dormir. Dormir un poco", me repetía. Dormir, no despertar. Que dejara de doler.

— Puta — me escupió.

Sus dedos traquetearon por debajo de mi falda sucia y mis piernas no respondieron en defensa. No podían.

— Déjala. Ya ha tenido suficiente — lo apartó Jones —. Recuerda las órdenes de Derrick.

Le escuché bufar. Los ojos amoratados se me cerraban sin remedio.

— ¿Has pedido que traigan unos paños limpios? Hazlo, maldita sea. Y llévate al pesado de Brown.

— ¡¡Necesita un médico!!

Tumbada bocabajo, desparramada sobre el colchón como un animal sin huesos, oí el estallido seco de un tiro, el peso de un varón cayendo sin vida al suelo.

— Así se mantendrá calladito — dijo Jones. La fragancia de la pólvora me inundó las fosas nasales —. Pide los paños. Quiero asearme y cenar.

Quería que dejara de doler.

— Te advertí que no te resistieras — murmuró — He matado a cientos de pieles rojas, sé cómo luchan. Peleas bien, pero no lo suficiente. No eres lo suficientemente fuerte todavía. Te pedí algo muy sencillo y te negaste a dármelo. Ahora será Derrick quien decidirá.

Gemí, balbuceando, y él me desoyó, inclemente.

— Bajemos a comer — le musitó a alguien —. Señora, encárguese de ella. Nada de preguntas. Nosotros nos desharemos del cadáver del joven por la mañana.

Hubo un silencio, incómodo y aterrado, y la puerta se cerró. Pasos se aproximaron.

— Dios santo... — susurró una mujer —. ¿Qué te han hecho, pobre criatura?

Continué balbuceando vocablos sin sentido, fruto del extremo dolor y adormecimiento que albergaba. En el momento en que me situó bocarriba con esfuerzo, chillé con desgarro. Sentí que me desmayaba, era incapaz de ver el techo con nitidez.

— Animales... — le tembló la voz —. ¿Qué te han hecho?

Sus lágrimas me mojaron las mejillas hinchadas a medida que hacía lo posible para limpiarme el rostro.

— Mi niña, mi dulce niña.

Me defendí con uñas y dientes hasta casi perder la consciencia. Una y otra vez Jones me exigió que colaborara para apresar a Namid. Una y otra vez me negué, primero con palabras, después con puños.

Jamás le traicionaría.

— Mi dulce niña.

Todavía no era lo suficientemente fuerte. Todavía no lo era. Desarmada, consiguió inmovilizarme tras un complejo forcejeo. Una y otra vez puñetazos. Hasta que la nariz se fracturó y la copiosa sangre me llenaba la lengua hasta ahogarme. Tantos y tantos derechazos que creí que me mataría allí mismo. El labio partido, las párpados cárdenos, inflamados hasta la ceguera. Una y otra vez patadas. Hecha un ovillo, puntapiés y puntapiés. Hasta que una costilla, quizá dos, clamó basta. Seguía pidiendo "Dime dónde está, dime dónde está". Yo quieta, rendida por fuera, inquebrantable por dentro. Nada provocaría que le delatara, ni siquiera una cruenta tortura.

— ¿Qué te han hecho?

La mujer me abrazó, meciéndome, y volví a chillar al sentir que mi pecho se constreñía por las roturas. Sin más, rompí a llorar. Las lágrimas me dolían como cuchillos atravesando una herida infectada. Las extremidades me temblaban, los deformes dedos que había retorcido para dominarme. Estaba paralizada.

Escaleras abajo, dos novios bailaban despreocupadamente, taconeando con sus zapatitos nuevos al ritmo de un vigoroso violín. La bebida derramada, la comida pasada de plato en plato. Risas indulgentes, ignorantes, besos permitidos en la blancura de su combinación.

Por encima de sus frentes, una recién casada se enfrentaba, de nuevo, al mundo. Y estaba sola. 

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