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Debwetaw - Creer


Alcanzado el mediodía, Namid y yo continuábamos en la cama, intercambiando besos y ardientes juramentos que solo existían en aquel amor encerrado bajo una manta más allá del mundo. Él no había repetido la confesión, las palabras que reiteraban que ambos albergábamos sentimientos el uno por el otro, pero allí tumbados, frente a frente, con las manos entrelazadas y su absorta mirada fija en mí, supe que sus ojos dorados no engañaban. Yo, al igual que él, necesitaba contemplarlo en silencio, sin más; alimentarme de las imperfecciones de su rostro, de la rugosidad de sus labios, del silencio de sus pensamientos.

— Te prepararé el desayuno.

Me besó la frente y se incorporó. Sin nada que le cubriese, se puso de pie y pude ver la desnudez de la parte anterior de su anatomía. Exclamé un grito ahogado, tapándome los ojos.

— Tápate, Namid — contuve la risa, ruborizada.

Había arañado aquella espalda repleta de cicatrices y recordarlo me alteró.

— Estoy buscando mi ropa, pero la lancé con demasiado ímpetu — se excusó, caminando al descubierto por la estancia. Podía escuchar sus pasos sobre el suelo, el avance de aquel cuerpo de perdición que se sentía cómodo sin ataduras textiles. Con la garganta encogida, entreabrí un tanto el manto de mis dedos agrupados, dándole un vistazo pecaminoso a escondidas. Su piel, morena como la madera de un cedro, era tersa y musculada, capaz de cubrir toda aquella extensión corpulenta con elegancia salvaje —. Sé que estás espiándome, Catherine.

Di un brinco y corrí a taparme los ojos de nuevo. Namid se rió, poniéndose los pantalones.

— No estaba espiándote — negué de forma pésima.

A pesar de no poder verle, supe que estaba sonriendo.

— Anoche no parecías mortificada con la exposición. Vale, vale, no me lances la almohada. Ya estoy visible.

Con lentitud, me deshice de la ceguera impuesta. Lo encontré con los brazos abiertos, como fingiendo inocencia, y sin camisa.

— ¿Qué le gustaría desayunar, mademoiselle? — tomó asiento a los pies de la alcoba, radiante como el adolescente que había sido en el pasado.

— Cualquier cosa servirá — dije, tímida, sentándome con sumo cuidado para que la sábana no bajara de mis senos —. Bajaré a ayudarte.

— Ni hablar — me detuvo —. Quiero que descanses, deja que yo me encargue de todo.

Noté que le costaba no lanzarse a mí por enésima vez. Sus pupilas estaban encendidas, hechizadas por mi apariencia, y distrajo sus impulsos agachándose para recoger un objeto del suelo.

— Espero que puedas arreglarlo.

Divertido, me lanzó el corsé. Los nudos estaban enmarañados y rotos en algunos extremos.

— ¿Qué demonios...? — musité, entre jovial y molesta —. Deberías mostrar más respeto por las prendas femeninas.

— No es mi culpa que las mujeres blancas sean más difíciles de desnudar que de tocar.

Su ingeniosa réplica, un calco a las quejas que pronunciaba en nuestros primeros encuentros, me provocó una sonrisa.

— Anda, lárgate a prepararme el desayuno.

Cariñoso, me besó en la mejilla.

— No empieces, es tarde — me resistí, sufriendo sus cosquillas.

Al movernos, el cobertor blanquecino del colchón quedó al descubierto, mostrando una mancha de sangre, un benjamín charco rojizo que simbolizaba la pérdida de mi virginidad. Por aquel entonces desconocía que las mujeres podían sangrar al ser desfloradas y me asusté.

— ¿Qu-qué es...? — pensando que estaba herida, me palpé la entrepierna.

Súbitamente sentí una tremenda vergüenza y cubrí la salpicadura con la mano. Con dulzura, Namid me la apartó, indiferente ante lo que para mí —quien desconocía que aquella secreción era natural— era un motivo de humillación por una suciedad incurable. ¿Y si no dejaba de sangrar? ¿Y si enfermaba? ¿Por qué había tenido que darse cuenta?

— Tranquila. Eh, ¿por qué te escondes? — me abrazó —. No hay nada de lo que avergonzarse.

Para los ojibwa, aquella sangre inmaculada era un regalo, un símbolo de fertilidad, el inicio de un ciclo de vida y afectos. Sin embargo, lo único que yo conocía al respecto era lo que Annie nos había contado a mi hermana y a mí cuando una de nuestras primas lejanas fue encerrada en un convento por quedarse encinta antes de formalizar un matrimonio de conveniencia: su madre descubrió las mismas manchas en sus sábanas y no tardó en averiguar que había entregado su pureza a la persona equivocada. En medio de la narración, Jeanne le preguntó por qué había sangrado, si aquel rastro había sido un castigo de dios por haber desobedecido las leyes terrenales, y Annie le respondió que el cuerpo de una mujer se protegía contra las amenazas como un castillo amurallado. "En el momento en que la virtud es perdida, el hombre allana la morada para siempre. Como un soldado que asalta la casa de su señor, la sangre es la muestra de que la puerta ha sido abierta", nos explicó con detenimiento. Y la puerta jamás volvía a cerrarse.

— Lo limpiaré — musité con cierta angustia.

— Catherine — paró la trayectoria de mis manos. Me topé con su expresión suave, la de un compañero eterno —. No hay nada de lo que avergonzarse. Es precioso.

Nos miramos durante unos instantes y él terminó por sonreír.

— Tómate tu tiempo. Te avisaré cuando esté listo — me besó en los labios con candor y añadió antes de salir: — No me eches demasiado de menos.


***


Como en una nube, me aseé. Necesité emplear largos esfuerzos para desenredarme la melena, dejándola suelta, y conforme me lavaba la cara con agua fría y me vestía, los recuerdos de sus caricias me hacían estremecer. Empezaba a descubrir pequeños rincones de mi silueta que habían permanecido ocultos hasta el momento. Distinguir unas rojeces en el cuello repleto de hematomas amarillentos, fruto de sus mordiscos, produjo una risita coqueta. Tenía las extremidades doloridas, como si hubiera llevado a cabo una extenuante actividad física, pero mi pecho rebosaba de felicidad. Lucía más joven, más despierta, y me anudé el corpiño intacto, el que Namid no había podido estropear todavía, sin poder evitar canturrear una de aquellas sonatas insulsas que las damas mayores que yo declamaban en los bailes de sociedad de París.

Ufana, descendí hasta la planta inferior. Namid había recolectado algunas manzanas y estaba terminando de preparar su infusión de plantas secretas, aún sin camisa. Al oírme llegar, me dedicó una amplia sonrisa y, aunque percibí que mi cambio de vestimenta, que me hubiera vuelto a cubrir como la joven francesa que era, despertó opiniones contrarias, no las expresó en voz alta: me invitó a tomar asiento con caballerosidad, ofreciéndome el ramo de flores silvestres que había dejado encima de la mesa.

— Miigwech — me sonrojé, oliéndolas.

Había dejado de nevar, mas los montículos blanquecinos se acumulaban en pequeños montones. La chimenea, trabajando a destajo, había permitido que la vivienda estuviera caldeada. Diligente, Namid se sentó a mi lado y comenzamos a desayunar. De cuando en cuando, me apartaba un mechón de cabello sin decir nada, y yo era incapaz de creer que pudiéramos ser sinceros sin recibir un castigo.

— Podrías acompañarme a reunir las plantas necesarias para el ungüento. Hace frío, pero si nos abrigamos podremos tenerlo listo antes de la tarde.

— Me encantaría...

— Necesito tener la mente ocupada para no volver a la cama contigo.

Bajé la barbilla, ruborosa por la falta de tapujos en lo concerniente a sus deseos, y él me acarició la mejilla con el dorso de la mano. Quise besárselo, pero alguien llamó a la puerta.

— ¡Buenos días, señorita! — la voz de Jack rompió la intimidad que habíamos logrado. Tensos, los dos nos apartamos, poniéndonos de pie bruscamente —. Venía a comprobar que se encontraba bien, le traigo unas gachas que María le ha preparado. ¿Vengo en mal momento?

Namid se alejó más y miró hacia la ventana, como si estuviera temiendo que el Leñador nos hubiera visto a través del cristal, y su semblante se sumió en la adustez que le había caracterizado.

— ¡No, no, enseguida le abro! — contesté, nerviosa. Quise lanzarle una última mirada, pero él ya estaba eliminando su presencia de la mesa. Con un nudo en la garganta, tomé aire y abrí. Forcé una sonrisa cuando mis ojos se encontraron con los de Jack, quien me saludó afablemente, ajeno a que, horas antes, yo había estado gimiendo entre los brazos de un salvaje. Temí que pudiera descubrir el azoramiento que perturbaba mi alma desde lo sucedido —. Bue-buenos días. Pase, por favor.

Entró y, como sospeché, lo primero que hizo fue buscar a Namid para asegurarse de que estaba lejos. En efecto, se había situado frente al barreño de la cocina, fingiendo que fregaba los vasos, y se había puesto una ancha camisa burdeos. Jack lo oteó por encima del hombro y después reanudó sus atenciones hacia mi persona.

— Déjelo encima de la mesa — le invité, ya que portaba una pesada olla repleta de gachas humeantes —. Dele las gracias a su mujer de mi parte, sobre todo después de haberles abandonado antes de degustar su cena.

Obedeció y percibí cómo observaba el ramo de flores que Namid me había entregado. Los tallos todavía tenían copos de nieve, lo que indicaban que habían sido cortados recientemente, e intenté mantener la calma para no delatarnos. Estaba a punto de descubrir si mi abuela había tenido razón y, por tanto, los adultos eran capaces de notar si una joven ya no era digna.

— Si le gustan, mi criado puede prepararle un arreglo floral a María y Lucerna — me propuse distraerle.

Jack me miró e hizo un ademán negativo con la mano.

— ¿Desea un té?

"Por favor que se vaya. Por favor..., que se vaya", supliqué.

— Lamento tener que abandonarle tan pronto, señorita. Isabella, la prometida de mi hijo, está al caer y debemos recogerla en el pueblo. No es seguro que viaje en el carruaje con este temporal, ya sabe. Solo venía a asegurarme de que se encontraba bien. Nos preocupó su marcha ayer. ¿Está más animada?

Namid seguía dándonos la espalda, limpiando, pero él se calmó del mismo modo que yo cuando cercioramos que la amenaza iba a esfumarse.

— Sí — asentí —. Estoy..., estoy mejor. He dormido con detenimiento. Les agradezco el interés. ¡Qué estupenda noticia! ¿Cuándo podré conocerla?

— La esperamos para cenar esta noche, si gusta de acompañarnos. No es bueno que pase tanto tiempo sola, déjenos hacerle la espera más llevadera. Estoy seguro de que su marido llegará cuando la nieve se derrita. Estará aquí en menos de lo que canta un gallo.

Una fina tristeza cayó sobre Namid. La alegría que habíamos albergado antes de la llegada de Jack no desapareció por completo, pero recibió un disparo. Tras aquel agujero diminuto, la realidad se abría paso sin nada que pudiera detenerla. Ante mis semejantes, yo estaba sola; nadie me había besado hasta el amanecer, nadie me había hecho el amor. Estaba casada, mas..., ¿con quién? Amada por un sombra, condenada por la mentira.

Aún no éramos capaces de rendirnos.

— Será un placer acompañarles. 

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