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Binesi - Un halcón

Extenuada por la larga travesía en la carreta, arribé al secreto bastión de las huestes de Inola sin aliento. Era marzo del año 1761 y la nieve se evaporaba, mostrando a su inexorable paso la verdadera apariencia de la naturaleza colindante. Estaba más verdosa de lo habitual, impaciente por florecer a pesar de las muertes.

— Me encargaré de que te instalen en una tienda lo antes posible.

Onawa gritó sobre los voceríos del gentío. Todos iban de aquí para allá, cacareando cantos de victoria, abrazándose entre ellos, impulsados por la imprudencia propia de los ideales juveniles. Sentí que me mareaba al verles: demasiados rostros, demasiadas posibilidades.

— No te preocupes, estoy bien.

El escándalo aumentó cuando reconocieron a Ishkode. A los pocos segundos, noté también sus miradas sobre mí. Había logrado incorporarme para no permanecer tumbada constantemente, lo cual me convertía en una figura más destacable entre la muchedumbre, y el pulso se me aceleró al pensar en las expectativas que aquellos guerreros —los que me conocían por mis hazañas del pasado o por los rumores que habían circulado durante semanas sobre la joven pelirroja a la que el combativo Relámpago había salvado— habrían depositado en mí, una lisiada.

— ¡¡¡Waaseyaaa!!!

Fulgurando sobre el resto, Wenonah empujó a varios grupos de hombres para llegar hasta donde nos encontrábamos. Se lanzó de cualquier forma a la parte trasera del carro, donde iba sentada, y me abrazó con tanta fuerza que mis costillas enmudecieron.

— ¡Espera, espera! ¡Le harás daño! — Onawa la agarró.

Ella, desconfiada, la apartó de un manotazo, atravesándola con aquellas pupilas indomables. A su lado, Métisse le susurró a mi curandera que estaba ante la hermana menor de su líder.

— ¿Quién eres tú? — inquirió. Imperceptiblemente, tumbó el repentino odio que la había guiado y me miró con dulzura —. ¡¡Waaseyaa!!

Su abrazo fue doloroso, pero no podía negármelo.

— Cumplí la misión que me encomendaste... — me susurró al oído con orgullo.

Estaba más alta, más musculosa.

— Por eso te la encomendé, nishiime.

Me besó en las mejillas y, al percatarse de mi mueca de molestia, torció el gesto, se fijó por fin. Las cicatrices del rostro eran ineludibles, sobre todo la de la frente. Wenonah sabía que me habían encerrado, no los detalles de cómo había sido aquella prisión.

— ¿Qué le ha pasado? — se giró con brusquedad hacia Onawa y Métisse —. Y tú, traidora mestiza, ¿qué haces tú aquí?

— Nishiime, espera — la detuve. Su mano ardía —. Espera — temí que Métisse la abofeteara en el acto; las dos poseían un carácter dotado de la ira de los dioses —. Hemos de hablar de muchas cosas y...

Cualquier interacción se congeló en el momento en que Inola hizo acto de presencia.

— Válgannos los ancestros — Onawa se precipitó en una reverencia nerviosa, hasta el suelo.

Todos, incluso Ishkode, se arrodillaron ante la máxima autoridad. Yo no podía, impedida por la posición y el corsé, pero ello me permitió observarle, emocionada. Estaba a varios metros de nosotras, corpulento como un bloque de piedra maciza, sin camisa, con una manta de lana sobre los hombros. Su torso, su ancho cuello, su rostro, estaba pintando con franjas negras y la huella de dos manos rojas sobre sus pectorales. Inola, el zorro, El Que No Habla. Su cabello, largo como la extensión infinita de una playa al atardecer, estaba repleto de plumas blancas.

La última vez que había visto a aquel hombre hacía siete, ocho años. Yo solo era una niña. Me había enseñado donde estaba su Sokanon, me había dado su cuchillo. Mi mejor caballo portó su nombre. Era mi alumno predilecto.

Regio, le dio un par de toquecitos a Ishkode para que se pusiera de pie, después le abrazó. Éste pareció murmurarle alguna confidencia y terminó por señalar hacia mi dirección. Frágil, di un respingo, percibiendo cómo Wenonah me oteaba de soslayo. En la lejanía, nuestras miradas se alienaron. La suya seguía siendo gris, inerte, pero con aquella chiribita que fallecía como una vela consumida si me miraba.

Los presentes se apartaron hacia los lados para que él pudiera caminar hasta mí. Wenonah me dijo algo, mas no pude escucharla. Cuando quise darme cuenta, lo tenía delante. Qué seca mi boca, qué inútiles las palabras.

— Aaniin, nisayenh — le saludé.

Me había sacrificado por su padre, me había arriesgado a la tumba por Honovi.

— Cuánto tiempo sin verte — dejé ir una media sonrisa.

Inola despertaba miedo y rechazo en la mayoría de personas, muchas de las cuales lo seguían porque le respetaban, no porque le apreciaran. Yo le quería..., el Gran Espíritu sabe cuánto le quería. Le había querido desde que descubrí la sensibilidad de su carácter y comprendí que necesitaba ser cuidado y oído, aunque fuera mudo. Le quería como había querido a Antoine.

— ¿Me has echado de menos? — amplié la sonrisa.

Onawa palideció ante la pillería de mis maneras. Nadie se dirigía a Inola así, nadie se atrevía. Y nadie se molestó en esforzarse por averiguar si a él le ofendía ser temido. Solo Namid y yo.

— Menuda has armado desde que nos separamos.

En la realidad, ni tan siquiera me devolvió la sonrisa; en el hilo de algodón que nos unía en amistad, más allá de las apariencias, estaba contento. No mostró sorpresa, ni alegría: nada. ¿En qué estaría pensando? Me tendió la mano para que le siguiera.

— Nisayenh, Waaseyaa está incapacitada para caminar ahora — le explicó Ishkode, de quien ni me había percatado.

Solo entonces apretó las líneas de su mandíbula.

— ¿Có-cómo? — siseó Wenonah.

— Las heridas. Hay que...

— Hay que llevarme en brazos — acabé, seca.

El silencio fue tenso. Y peligroso. Similar a la pausa previa a efectuar un acto inmaduro de venganza.

— Pronto podrá...

Ishkode interrumpió sus explicaciones, ya que Inola me alzó, cogiéndome en volandas sin permiso, y empezó a caminar para llevarme adonde quisiera llevarme. Nunca le preguntaba: sabía que adonde me llevara, yo sería feliz.

***

Inola había ordenado explícitamente que se me trasladara a su tipi. Acostada allí, junto al tenue fuego, me fijé en los brillos de argento de las incontables armas que proliferaban por doquier. No había decoración, ni un rastro de los dejes de su personalidad, y varias cabelleras colgaban de una lanza, recientes como la sangre de sus pantalones ocres.

— Os advertí de que Diyami no podía comandar sabiamente a nadie.

Wenonah e Ishkode debatían acaloradamente sobre los últimos acontecimientos. Webs, quien había huido a la capital tras el asalto que había conducido a mi liberación, no dejó órdenes explícitas para que se siguieran los documentos que había firmado: su marcha, como la de sus hombres de confianza, convirtió aquella zona de los Grandes Lagos en una ciudad sin ley. El poblado de Diyami fue atacado como castigo por los fallecimientos de inocentes producidos en Fort Chequamegon y sus aliados renegados, los que habían aceptado sobornos, no intervinieron en su ayuda. Debieron pensar que sería mejor, al fin y al cabo, que los intermediarios fueran quitados del medio.

— ¿En qué jodido bando está ese Webs?

El ataque había sido lunas antes de que Inola encabezara la segunda ofensiva al fuerte. Tal y como Ishkode había predicho, solo quedaban cadáveres de mujeres, niños y ancianos, de los protegidos de Halona, cuando llegaron. Las consecuencias fueron funestas: la inmensa cólera de los guerreros cayó sobre Chequamegon, destruyéndolo hasta los cimientos, y sobre tres diligencias colindantes. Tras aquella muestra de poderío, las persecuciones del gobernador se sucedieron y varios indios que no habían tenido nada que ver fueron ahorcados a las puertas de las aldeas. Por fortuna, Inola y los suyos eran astutos, dividiéndose y escondiéndose para no ser capturados hasta que la intensidad de la búsqueda se redujera.

— Nuestro nisayenh vendrá pronto. Está viajando con los pocos supervivientes del clan hacia aquí.

Namid, encargado del segundo grupo, había localizado a cinco personas en las cuevas tras seguir un rastro que solo podía ser de los suyos. Halona había logrado sacar de aquella vorágine de violencia a cuatro infantes. Al borde de la inanición y la congelación, se había resignado en aquella gruta antes de ser torturada o asesinada por los pieles pálidas. Anudada a ellos, tarareándoles una canción de cuna, había sido encontrada por su esposo, a quien no había visto nunca.

— ¡El halcón! — entró a corre prisa Métisse. No había sido invitada a la reunión y estaba dolida —. ¡El halcón ha vuelto!

A lo largo de los minutos en los que Wenonah y Ishkode se habían replicado y reprochado —el hermano mayor no había desplegado ni una muestra de afecto hacia su hermana pequeña, a pesar de que no la había visto en largo tiempo, solo una aceptación férrea, lo que en su lenguaje significaba un honor—, Inola había estado sentado, contiguo a mí, sin soltarme la mano. Ambos habíamos estado perdidos en nuestros pensamientos, con la vista hundida en el techo. En aquel comportamiento, carente de compasión o expectativas, me sentí al fin comprendida, apoyada en mi dolor personal.

— ¡Es Namid! — exclamó Wenonah.

Pero Inola se quedó quieto, sin desencajar sus dedos de los míos. Su fidelidad inexpresiva pareció decir: "sé que estás llorando, aunque estés llorando por dentro. Y te entiendo. Te entiendo porque yo he amado como tú. Sé fuerte, estoy aquí".

Salieron a dar la bienvenida al hijo pródigo, dejándonos a solas. Los alaridos llenaron el vacío del exterior, los aplausos. El graznido de aquel halcón me perforó como una bala.

Jamás estuve preparada para volver a verle. Tampoco cuando éramos críos y poseía la certeza de que, como todas las tardes, vendría a verme al jardín trasero, montaríamos a lomos de Giiwedin y me devolvería a mi palacio de columnas dóricas, para alivio de Jeanne. "Siempre podremos vernos cada tarde", sostenía sin atreverme a valorar las oportunidades. Porque las oportunidades deberían vivir en el presente, pero terminan germinando en el futuro no tomado. Porque las oportunidades se disipan y las demandamos cuando imposibles son de recuperar.

"En ocasiones me siento solo, pero sé que este era mi destino: existen personas que no están destinadas a amar, sino a otras cosas".

"Mi hermana dice que nunca es tarde".

"En el amor hay que darse prisa. Si uno se demora demasiado en luchar, la oportunidad se esfuma y jamás regresa. No olvide eso".

Jamás estuve preparada. Aunque me supiera sus rasgos de memoria, aunque no fuera ya una amenaza.

El de los ojos dorados solo me ayuda a bajar del caballo, escudriñándome desde aquella eterna esquina en la sombra del pecado, mientras yo fantaseo que se aproxima. Piando entre las grietas de mi boca, viva estoy a medias, quebrando en su fortuito parpadeo misterioso, dormida en el juego de sus pupilas.

Estoy enamorada de él y hoy es ayer. Ayer es hoy.

Ojalá hubiera podido decirte que aquellas tardes me salvaron.

Cuando me estrechas entre tus largos brazos como si no nos hubiéramos visto en mucho tiempo. Cada vez que volvemos a vernos, ignorando la costumbre, somos los mismos, pero yo descubro un nuevo rincón de ti. A veces deseo amarlo. A veces espero odiarlo.

Nada había cambiado.

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