Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Bijinaago - Ayer

- No deberíamos de estar hablando sobre esto, sino sobre tu padre.

Wenonah estaba sentada frente a mí, jugueteando con los hilos de sus botas. Sus ojos estaban hinchados hasta el extremo por el disgusto, que no había mejorado al regresar y enterarse de la intensa pelea entre sus hermanos mayores. Onawa, discreta, lavaba los vendajes con agua caliente a cierta distancia.

- No estoy preparada para hablar de mi padre, sí lo estoy para hablar del estúpido de Namid.

Yo había pasado por un trauma similar, aunque mis progenitores no habían sido asesinados. Comprendía lo duro que era afrontar ser huérfana, sobre todo al principio, donde lo más común era la negación y la rabia ciega, sobre todo en sus circunstancias.

- Si hablo contigo sobre ello tengo la mente ocupada y me siento útil.

- Prométeme que esta noche dormirás conmigo y dejarás que te consuele. No quiero que te guardes tus sentimientos dentro. Por favor, Wenonah.

"No cometas los mismos errores que nosotros", era lo que verdaderamente buscaba promulgar.

- A lo mejor Namid me acuchilla si me quedo en tu tipi; visto está.

- No digas eso - alegué, aunque ella estuviera bromeando.

- Ishkode estaba hecho una fiera, hasta Inola estaba nervioso. Lleva horas sin aparecer.

Namid nunca se iba durante poco tiempo. Solía requerir días enteros para calmarse. Era ya de noche y el asentamiento estaba inquieto.

- Sin duda, Halona se ha llevado la peor parte. Menos mal que Métisse está con ella.

Me entristeció pensar en la más inocente de aquella historia. Todavía estaría aterrorizada por lo ocurrido en el poblado de Diyami y las reacciones de Namid habrían terminado de rematarla.

- El mundo está en llamas - suspiré -. Jeanne siempre tuvo razón.

Me detuviera donde me detuviera, todo era destrucción. Destrucción y dolor.

- Pero nosotras no ardemos - sonrió. Parecía más joven cuando lo hacía -. Onawa, tú que has sido testigo, ¿qué opinas?

Se había sumido en un estado de profunda seriedad desde que todos habían salido de la tienda a trompicones.

- Opino que no me he llevado una buena impresión de tu hermano.

Estaba a punto de defenderle, mas callé.

- Han sido bastante inmaduros, ambos. Son hombres, en algún momento tienen que sacar los puños, y ellos tenían muchos rencores que echarse en cara. Cajones y cajones de mierda - me encantaba cuando se expresaba así, sin tapujos -. Por el contrario, nosotras, las mujeres, sufrimos en silencio y ocultamos las decepciones bajo capas de maquillaje. O en los hijos.

Las dos la escuchamos con atención.

- Ishkode necesitaba cualquier excusa para reprocharle lo que fuera. Si hubiera pensado en Waaseyaa, habría cerrado el pico. De todas formas, ¿qué pintaba esa chica hurón aquí? He deducido que ahora es su esposa, pero que mantuvo un romance contigo. Si es así, ¿qué pintaba aquí?, ¿restregártelo en la cara?

- Halona no tiene la culpa. Es una extranjera y no parece ser que Namid, al que acaba de conocer en persona, a decir verdad, la haya tratado con tacto, que digamos - argumenté.

- ¿Y por qué se casó con ella entonces?

- Porque necesitaban las filas hurón.

- Debió casarse con mi primo, Inola, porque es el sucesor, pero se le adelantó.

- ¿Le quitó la prometida a Inola?

- Sí, bueno..., no exactamente...

- ¿Por qué, si es evidente que no está enamorado de ella?

"Buena pregunta", pensé.

- ¿Vamos a preguntárselo? - ironizó Wenonah.

- Ni loca.

¿Cómo explicarle que Namid en realidad no era así? ¿Y si ya había dilapidado cualquier posibilidad de volver a ser el que era?

- Debió de quererte mucho, Waaseyaa - concluyó de pronto Onawa.

- ¿Mucho? Mucho es un término que se queda corto - comentó Wenonah. Me ruboricé, a pesar de que ya no podía hacerlo con la inocencia de antes -. No sabía que guardaba los mechones de tu pelo, ni que hubiera dado sepultura a Jeanne.

"Tampoco yo".

- Sí que sabía que averiguó dónde habían enterrado a tu sobrina, pero no me contó que...

- ¿Cómo? ¿A mi sobrina? - me sobresalté.

- Sí, persiguió y mató a quien hizo falta y lo averiguó. ¿No te lo dijo? Creo que era cerca de Montreal, en un cementerio municipal detrás del orfelinato. Estaba en una fosa común. Quiso sacarla y darle un nicho propio, con su lápida y todo, pero es imposible distinguir un esqueleto de otro - narró -. Waaseyaa, ¿estás bien?

Él había hecho todo aquello por mí, en secreto. ¿Y cuántas cosas más?

- Necesito beber un trago de agua.

Ella me tendió el vaso y lo apuré con los dedos temblorosos.

- Él... - meditó -. Hacía muchos años que no le veía, no sé cómo estaría cuando llegó aquí desde Inglaterra, pero sé cómo estaba cuando nos reencontramos - la impaciencia me estaba matando -. Nos abrazamos y le noté diferente, como..., como..., inexpresivo. Aun así fue cariñoso conmigo, era con la única del destacamento con la que conversaba, aparte de con Inola. Cuando le dije que tú me habías enviado y dónde estabas, se encerró sobre sí mismo como una tortuga. Me interesé por su versión de lo que había pasado entre vosotros, pero no dio su brazo a torcer. En cuanto nos enteramos de que Ishkode había salvado a una joven pelirroja de los latigazos en Fort Chequeamegon, perdió los estribos. Nunca le había visto así. Destrozó su tipi, se dejó los nudillos en el tronco donde practicaba tiro hasta que supuraron y rompió a llorar. Estaba desconsolado, te lo juro, tuve que sostenerle porque no paraba. No paró en toda la noche. Al día siguiente, sin embargo, se volvió todavía más frío. Era como si fuera otra persona. Hasta ahora.

De súbito, se oyó revuelo en el exterior.

- Es él - supe.

Las dos me miraron.

- No voy a contribuir a que esto se convierta en una batalla interna entre hermanos: dile que tengo que hablar con él, dile que venga aquí.

- Eso es, sin duda, una mala idea - opinó Onawa.

- Yo soy la única que puede hacer entrar en razón a Namid, Wenonah. Lo sabes. Soy la única que puede calmarle.

"O desquiciarle".

- Somos responsables de muchas vidas inocentes, de muchos indios que han depositado su fe en nosotros.

Ahí estaba Ishkode, ahí estaban sus enseñanzas. Debía ser racional, doblegarme ante la realidad: Namid estaba casado y, al menos, aspiraba a no perderle como amigo, como compañero. Juré que cuidaría de él, aunque fuera relegada a un papel secundario en su vida. Además, si no firmaba la paz con él, temía que no ser capaz de superar mis propios asuntos. Había mirado al abismo y ya no tenía miedo de ser sincera.

- Pongamos un poco de sentido común en todo esto, que ya de por sí es harto complicado.

Wenonah me mantuvo la mirada, sopesando, pero el respeto que me promulgaba -que había aumentado considerablemente al ser conocedora del vejatorio trato que había sufrido en los calabozos a manos de Webs- le impedía no satisfacer mis peticiones, fueran las que fueran.

- Enseguida vuelvo.

***

- Déjanos, Onawa.

Tuve que concentrarme para no enamorarme todavía más de aquel indígena que había entrado a mis sencillos aposentos sin soltar el brazo que su hermanita le había tendido, como antaño, con aquellos hombros hundidos, tiernos y pícaros.

- Por favor.

- Pero...

- Vamos, Onawa. Nos quedaremos en la entrada para vigilar.

Reticente, finalmente obedeció y nos quedamos completamente a solas. ¿Por qué parecía ayer aquella despedida entre barrotes? Cómo dolía, por dios santo.

- ¿Te importaría acercarte? Sabes que no me gusta hablarte si no te veo la cara.

Dispuesto a dialogar, se aproximó. Cuando le vi a la luz de la hoguera, el corazón se me encogió. "Ha estado llorando. Y mucho", descubrí. Él, avergonzado porque yo lo dedujera, apartó la mirada frunciendo la nariz. Cómo dolía traducir cada uno de sus manierismos en las emociones que escondían.

- Gracias.

Me fijé en que sus nudillos estaban llenos de sangre, como si hubiera estado golpeando a aquel tronco que me había nombrado Wenonah. Otra vez, se dio cuenta y puso las manos tras la espalda.

- ¿Estás bien?

No había nada más que aquello. Las acusaciones, las explicaciones, los votos..., lo singularmente importante era preguntarle a un ser amado cómo estaba. Estar separada de él durante dilatados periodos me había hecho valorar la trascendencia que residía en tener la oportunidad de levantarte cada mañana y poder decirle a tu marido, a tu hermana, a tu hijo, a tu amigo: ¿cómo has dormido? Lo demás eran detalles irrelevantes, quizá porque ni siquiera había podido interesarme por su bienestar como las parejas normales debían hacerlo.

Namid, ante aquella inofensiva cuestión, hubo de enfocar todo su empeño en no desmoronarse. Era admirablemente triste cómo podía defenderse de las amenazas, de los sentimientos, de la debilidad, con una maestría que me enmudecía.

- He venido porque mereces una disculpa.

- Puedes sentarte, soy inofensiva.

Me sorprendió que accediera. Carraspeó y, esquivo, luchó por mirarme.

- Te has quitado el brazalete - apunté.

Si le atizaba con observaciones de ese tipo, me arriesgaba a que volviera a esfumarse.

- Lo he tirado por ahí.

- No lo has hecho.

Su mirar..., era animal y receloso. "No te rindas, Catherine. Él está en algún sitio, solo tienes que encontrarlo", me alenté.

- Nunca tirarías la pulsera de tu hermano por ahí. Te la has quitado porque estoy aquí. Es más, me gustaría pedirte disculpas por habértela lanzado en la celda. Me..., me arrepiento de haberlo hecho. Pero no podía quedármela.

- Mitena me la dio para que te la regalara.

Había adquirido el hábito de dirigirse a sus padres por su nombre, como si así le afectara menos.

- Yo no era digna de tenerla.

- Eso es mentira.

- ¿Volverías a dármela?

- No - negó enérgicamente -. Porque me la devolviste. Los regalos no se devuelven. Si tú no la quieres, nadie la tendrá.

Namid no había superado que le "rechazara". Justo en el momento en que se había decidido a romper el compromiso y arriesgarse conmigo hasta el fin del mundo, yo le había acusado de no ser capaz de conseguir que pudiéramos estar juntos, había aniquilado todas sus esperanzas informándole de que se había acabado entre nosotros, que no era su esposa según la ley relevante, y que nunca debí de haberme enamorado de él. Sobre todo no había superado la última parte. Desde entonces, se había quedado atrapado allí, en aquel instante, sin avanzar.

- La querría, pero no me pertenece.

- Eso no lo decides tú.

- Ni tú - dije sin alteración.

Vi cómo contenía su furia, ya que no quería echar a perder el encuentro.

- Sé que odias que te pida perdón, pero considero que debo. Hice lo que hice porque no hubiera podido seguir adelante sabiendo que estabas muerto. Siempre preferí cualquier suplicio que perderte, aunque no pudieras ser mío.

Namid no había esperado aquella intensa honestidad y se turbó.

- No obstante, te pido perdón por ciertas palabras que te dije, no eran verdad. Pensé que si te hería, sería más fácil que siguieras adelante y lucharas por tu pueblo. Me he pasado más de ocho años preguntándome si todo hubiera sido diferente si no nos hubiéramos conocido..., si tus hermanos seguirían vivos, si tú tendrías ahora una familia y no tendrías que estar anclado en una blanca tullida a la que no puedes aspirar. En cierto modo siempre me he sentido culpable.

Aquella tensión que se formaba entre nosotros cuando ambos anhelábamos besarnos pero no nos atrevíamos se posó cual corneja sobre las ramas desnudas de un manzano. El pulso se me aceleró al notar cómo se rebelaba contra sí mismo para no comerme los labios con pasión.

- ¿Cuáles? - murmuró con aquella voz que no pretendía ser sugerente, mas lo era.

- ¿Cuáles qué?

- ¿Cuáles palabras no eran verdad?

Había sido osado con aquella curiosidad, puesto que implicaba demasiados asuntos turbios.

- Todas. Sin embargo, ¿qué importa? - la amargura fue expresada, a pesar de que traté de evitarlo -. Dime una cosa - no le di tregua para que no insistiera -, ¿por qué le pegas puñetazos a ese árbol?

Por fin me atreví a mirarle, sobreponiéndome al ardor maltratado con el que me observaba, y me topé con sus pupilas húmedas.

- Porque estoy cansado, pequeña. Estoy muy cansado.

Me había llamado por aquel diminutivo cariñoso y resistí. Si se daba al llanto, yo no podría afrontarlo.

- ¿Por qué?

- ¿Acaso importa?

- A mí me importa.

- No debería.

- No debería, pero lo hace.

Con lentitud, me rozó los mechones nacientes, arrebatándome el aliento.

- ¿Te cortaron ellos el pelo? - musitó.

- Sí - susurré.

"No me toques, por favor, no me toques".

- Tus rizos..., se parecen a las ondulaciones de las conchas.

"Por favor".

- Siempre crecen...

- Deberías de haberme dicho que guardaste los restos de mi cabello.

Recordándoselo le distraje de las caricias, que cesaron.

- ¿Por qué no me lo dijiste?

- ¿Llevas la cuenta de cuántos "por qué" has dicho desde que estoy aquí?

- Tú me mantendrás al tanto - provoqué una mueca que no había llegado a ser una media sonrisa -. ¿Por qué no me dijiste que enterraste a Jeanne, que sabías donde yacía mi sobrina?

¿Por qué te empeñaste, desde la primera vez que me viste, en salvarme?

- ¿Sabes? No descansaré hasta matar con mis propias manos a los que te dejaron en este estado.

Había llegado el tema escabroso. Me despertó escalofríos la resolución con la que se expresó.

- En otro tiempo hubiera partido con un par de guerreros y habría quemado todas las aldeas hasta dar con ellos. Les habría castigado con un dolor inimaginable. En otro tiempo... Ahora he aprendido a tragarme el amor propio, he aprendido a tragármelo como si tragara rocas. No voy a poder mirarte a la cara porque cada vez que vea tus heridas recordaré que no puedo vengarte, que he fracasado. Es humillante. Es deshonroso no poder defender a mi mujer.

Resignadas, las lágrimas le cayeron por las mejillas, elegantes.

- Namid, yo no soy tu mujer - alcancé a recordarle, rota.

- Sí lo eres - se sublevó -. Lo eres en mis sueños.

- No digas eso - sin aguantar, rompí a llorar -. No lo digas, por favor.

Sin pensar en las consecuencias, le abracé. Estaba frío, presente y contrariamente lejos de mí, mas me sujetó como mi cuerpo había pedido desde la infancia. Estábamos curvados a la medida del otro.

- Yo no me arrepiento de haberme enamorado de ti, pero no puedo estar contigo y ni te imaginas cómo me destruye por dentro. Me destruye poco a poco. Aún no lo he asumido. Envejecerás, seguirás adelante, y yo lo veré. Veré cómo eres inalcanzable, aunque pueda tocarte. Lo veré todo y no podré hacer nada.

- Para, Namid, por favor - sollocé.

¿Cómo iba a poder soltarle?

- Cuando pienso el tiempo de mi juventud, su medida eres tú, aunque jamás hubiéramos podido enamorarnos siendo los que somos ahora. Sin permiso, miraste en mi corazón. Y era tu responsabilidad tomarlo. Fue algo increíble, ¿recuerdas? En aquel porche, éramos una historia que nadie podía conocer. A veces me gustaría poder pedirte perdón por haberte visto por primera vez; a veces me pido perdón a mí mismo.
»No he olvidado cómo las memorias se dispersaban a través del viento allá donde fuera, viendo tu preciosa carita pecosa entre las flores levantadas. Ya no me reconozco, pero sé que te amé porque quiero que seas feliz a pesar de todo.
»Cuando te veía correteando en el poblado, tu aroma colgaba en el precipicio de la brisa. Cuando puse un pie de Plymouth y te divisé a lo lejos, en el jardín, esperé que no fueras tú, no tú, porque no estaba preparado para actuar como si no estuviera loco por ti. Parece que fue ayer, pero siempre fui una sombra que se recostaba demasiado tarde. Mis ojos dejaron de brillar como los de un niño, ¿recuerdas? No podíamos permitirnos esperar. Ni tan siquiera pude confesar que me dolía. Maldita sea, estaba más cómodo dentro de ti que en cualquier fantasía. Mierda, si fue amor, qué injusto. Tu nombre, nueve letras tan pesadas que me obligaba a creer que no existían.
»No deberías de estar aquí. Deberías de estar a salvo, siendo feliz. Porque no podemos regresar atrás, ya no somos los mismos. Entonces hubiera querido envejecer contigo y caminar cogidos de las manos. Besarte en el vientre y, conocer, por fin, cuál era tu color favorito.

A pesar del gimoteo incontenible que me poseyó, Namid me estrechó contra su cuerpo con un amor eterno.

- Te di mi todo y no me importó. Ojalá hubiera podido demostrártelo. Tú viste en mí la luz que me ha sido negada en la tierra. Me salvaste sacrificando tus deseos, sin reservas. Perdóname por haber sido un cobarde y un imbécil, por no haber estado a la altura, por matar a la persona de la que te enamoraste. Perdóname, Catherine.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro