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Bagidin - Permítemelo



Lo que ocurrió entre nosotros sucedió tan rápido que mis recuerdos fueron emborronados. Namid se lanzó a mis labios sin pensarlo. Tomó mi rostro entre sus amplias manos, aquellas que hubieran podido abarcar el océano de nuestra separación, y me tumbó sobre el suelo con el propio peso de su cuerpo. Su boca se introdujo en la mía con una pasión desesperada que me encogió, como si estuviera absorbiendo y dándome la vida en un beso largo y suicida.

— Solo por esta noche... — susurró en el acantilado que era la grieta de mis labios —. Niibaa-eta... — "Niibaa-eta, niibaa-eta...", repetía. Solo esta noche, solo esta noche —. Bagidin, gichi-manidoo... —"Permítemelo, Gran Espíritu".

Sus peticiones en aquel lenguaje gutural, murmuradas entre jadeos, me produjeron escalofríos que solo era capaz de albergar cuando él me tocaba. Estaba pidiendo permiso a los cielos para poder satisfacer mi acalorada petición.

— Bagidin, Waaseyaa...

A pesar de que la exigencia había sido mía, también quiso reiterar que seguía estando de acuerdo con ella, que podía poseerme con mi consentimiento. Aquella actitud considerada, extraña en unos convulsos tiempos donde la mujer carecía de opinión con respecto al compartimento de su sexualidad, volvió a recordarme quién era Namid, qué tipo de persona tenía a mi lado, y por qué estaba perdidamente enamorada de él.

— Ojiimaa...

Casi sin aire, le imploré: "Bésame". A modo de respuesta, la cicatriz de su labio superior inició un pausado viaje por mi cuello blanquecino, tan inmaculado como el resto de mi ser, y ello provocó que cerrara los ojos con la respiración agitada. Era como si estuviera flotando entre las nubes y un torbellino en la parte baja del estómago empujara mis caderas hacia su abdomen. Lentamente, inaugurando la expedición por el lóbulo de mi oreja, éstas se aceleraron en movimientos circulares que no hacían más que llamar a la cerradura de su pantalón. Al hacer aquello de manera inconsciente, él se tensó y me empujó hacia atrás, inmovilizándome por las muñecas con una mueca inofensivamente desafiante. Sin un ápice de miedo, volví a encargarme de su boca, percibiendo la impregnación de su lengua sobre la mía, y Namid me mordió. Su mordisco vino acompañado de un gemido, empezando a descubrir que la timidez de mi carácter desaparecía en la intimidad y gustaba de interacciones agresivas e intensas. Parecía que él conocía lo que me excitaba y pensarlo mientras nos besábamos me estimuló todavía más. Cuando separábamos nuestros labios nos mirábamos con fijeza, con aquella provocación que dilataba las pupilas.

Portando la delantera, me tomó en brazos como si fuera una pluma, en dirección a la planta superior. "La cama, quiere llevarme a la cama", comprendí. Me sujeté a él, rodeándole con los brazos, y fui incapaz de dejar de besarle en todo el trayecto. Me fascinaba cómo me sostenía, con aquella seguridad misteriosa pero atenta, sabedora de mi inexperiencia. Dejé escapar una risita traviesa cuando, mientras subía las escaleras, se tropezó, desconcentrado en sus pasos, y por poco caímos de bruces. Boca a boca, sentí su sonrisa como jamás la había sentido. Caminó por el pasillo con torpeza, tan sumido en la geografía de mis labios que chocó un par de veces con la pared, con el marco de la puerta, antes de arribar a la oscura habitación. Éramos como dos niños poseídos por la emoción y Namid tanteó los objetos hasta llegar al colchón a trompicones. Toda su anatomía ardía, en el fuego de mi roce, al tumbarme sobre el lecho con él encima. Había perdido por completo la noción de dónde me encontraba, mareada, mas no tuve tiempo de ordenar mis ideas: sus peligrosos, temerosos besos prosiguieron descendiendo. Con las manos agarrando mi cintura, la punta de su lengua transitó por mi garganta hasta mi clavícula. Como si se estuviera intentando relajar, tragó saliva e inspiró, pero sus dedos no podían dejar de callejear por encima de mi vestido, ansiosas.

— Eres preciosa...

Con las mejillas coloradas por la actividad, murmuró aquellas palabras. Bajó hasta mis caderas, oprimiéndolas a pesar de las telas, y después regresó al corsé. Conforme los cariños se tornaban más apasionados y abarcaban zonas de mi figura que no debían ser manoseadas por un hombre, una tenue ansiedad se instaló en mí. Desconocía los funcionamientos de aquel ancestral ritual íntimo y siempre había creído, por lo que las mujeres de mi familia me habían contado y por lo que había experimentado en el pasado, que si llegaba hasta el final, sufriría. ¿Cuál era el final exactamente? ¿En qué consistía? Había escuchado a mi hermana gritar como si la estuvieran torturando y aquellas preocupaciones me desconcentraron un poco. Al instante, Namid lo notó.

— ¿Estás bien? — puso su rostro a mi altura, reduciendo el ritmo de su tacto —. Dime, ¿qué necesitas?

Si él hubiera sabido hasta qué extremo yo había soñado con entregarme, con recorrerlo entero con mi boca..., pero era demasiado inexperta y temía mis propias fantasías, considerándolas inválidas y censurables. No quería salir de entre sus brazos en toda la noche, hasta agotarlo entre las sábanas, hasta reposar cada una de mis eróticas y reprimidas imaginaciones sobre él.

— Es-está muy oscuro... ¿Po-podrías...? — solo se oía el graznido de los cuervos, de la nieve golpeando las ventanas, y era un ambiente demasiado tétrico para que yo pudiera sentirme del todo a gusto. Necesitaba cierta intimidad, cierta sensación de hogar. Hice acopio de valor y musité: — Quiero verte.

Sus ojos se abrieron, sorprendidos, y descubrí entonces que Namid caía rendido si le expresaba abiertamente que lo deseaba. En cierto modo, él también albergaba vacilaciones.

— Cla-claro — carraspeó y se levantó en busca de las velas.

Durante aquellos momentos de soledad en la cama, me incorporé para apoyar la cabeza en la almohada —ya que habíamos caído de cualquier manera—, y me apretujé las yemas de los dedos con nerviosismo, como cuando era pequeña y me daba miedo saludar a desconocidos. Las dudas fueron ineludibles, el temor a perder mi virginidad. ¿Con cuántas mujeres habría yacido Namid? ¿De verdad se sentía atraído por mí? ¿Y si no sabía cómo hacerlo? ¿Y si no le gustaba? ¿Y si yo no sentía nada?

Más cauteloso en su fogosidad inicial, Namid se tendió junto a mí con delicadeza. Deduje que había percibido mi inquietud, por lo que había decidido aminorar la marcha para no atemorizarme. Con los cirios iluminando la estancia sin llegar a producir una luz cegadora, me abrazó, atrayéndome hacia él, y suspiró sin molestias.

— ¿Confías en mí? — rompió el silencio.

Tardé unos segundos en responder, con el corazón desbocado.

— Siempre.

— Nunca te haría daño, Catherine.

Grácil, introdujo las manos por debajo de la falda, buscando mis calenturas cubiertas por la ropa interior de franela. Sin esfuerzo, las encontró. Di un respingo en el momento en que lo hizo: las piernas se pusieron rígidas y mis extremidades superiores intentaron detenerle sin saber por qué.

— Confía en mí — repitió, apartándolas con cariño —. Pararé cuando me digas que deseas que pare.

Con el pulso a galope tendido, mis ojos se clavaron en los suyos con cierto temor, pero cuando él me besó con ternura, mis defensas se desvanecieron. Ahogué un gemido en el momento en que, sin bajarme la ropa interior, las yemas de sus dedos circularon con certeza sobre mi sexo. De nuevo, aquel sentimiento inexplicable. Él siguió mirándome fijamente al tiempo que sus caricias, graduales y perfectas, me sobrecogieron de placer.

— Estás húmeda, Waaseyaa — sonrió tras morderme por segunda vez el labio.

Mi mente estaba demasiado febril como para interpretar si aquello era algo bueno o no. Noté que perdía la propia noción de mi control, aquel que mantenía a raya las locuras, al ser golpeada por su voz grave y satisfecha.

— ¿Deseas que pare? — reprodujo el mismo movimiento, esta vez mordisqueando la parte alta de mi cuello.

De pronto, aumentó la velocidad de sus dedos y dejé ir un gemido ajeno a la vergüenza.

— Namid... — jadeé, sin casi poder abrir los párpados —. No..., no pares...

Divertido, combinó el compás: rápido, lento; rápido, lento.

— Namid... — susurré, colapsada, hambrienta.

— Me encanta que pronuncies mi nombre así... — dijo antes de besarme.

Le respondí con ímpetu, dentelleando su labio inferior. A su vez, guie la trayectoria de su angular, justo en el punto en el que albergaba mayor deleite, y él obedeció con una media sonrisa. Namid lucía dichoso porque yo le diera indicaciones, ya que ello significaba que estábamos colaborando sin egoísmos para un placer mutuo. Recuperando el dominio de mis pulsiones, le ayudé —aunque no lo necesitara— a introducir uno de sus dedos en mi interior. Me retorcí levemente sobre la cama cuando sentí cómo presionaba mi pureza. Una fugaz muestra de dolor consistente en un ligero pinchazo me humedeció los ojos.

— Namid... — volví a llamar su nombre de la misma forma —. Hazlo lento..., lento... — comandó su mano, marcándole la cadencia —. Me..., me hace daño...

Entre las tribus ojibwa, días antes de la unión matrimonial, los progenitores eran los encargados de preparar a los novios. La madre y la futura suegra se reunían alrededor del fuego, en el tipi escogido para la ocasión, y congregaban a la joven esposa. Allí, le transmitían todos los saberes que consideraban necesarios para que la noche de bodas no se convirtiera, por la confusión y la ignorancia heredada, en una pesadilla, en un deber traumático. Por el contrario, el padre y el futuro suegro del novio se citaban a las afueras del poblado para dar un paseo repleto de confidencias y consejos. En él, le recordaban cómo ser cariñoso y comprensivo con la que se convertiría en su mujer. Honovi, en una de las tardes que pasé con la tribu, durante las vísperas de un enlace que tuvo lugar cuando me marché a Montreal, sentenció sabiamente al esposo unas palabras que nunca pude olvidar: "La única forma de amar es escuchar".

Escuchar.

— ¿Así? — me preguntó Namid con candor.

Le miré, abrumada, y asentí. El dolor se hizo menos intenso a medida que prestaba atención a mis directrices. No pude no rendirme a sus besos. Sin embargo, exclamé un pequeño quejido al soportar un segundo dedo.

— Confía en mí.

Siguió besándome, buscando que me distrajera de las molestias, y percibí cómo los arqueaba un poco dentro de mi cavidad. Lo que en un principio me incomodaba fue transformándose en una curiosa danza que me erizó el vello de la nuca.

— ¿Quieres que pare?

Namid estaba intentando a toda costa realizar su cometido de la mejor forma posible para no ocasionarme dolor. Toda aquella dulzura que me había hecho enamorarme de él me golpeó.

— No... — le sonreí antes de volver a sumirme en mis gemidos.

Sin olvidarse de su tarea en las zonas inferiores, me besó el escote con una religiosidad que me arrebató el aliento.

— Quítamelo... — pedí.

Adelantándome a su confirmación, me deshice de su camisa con prisa, lanzándola lejos. Su torso, moreno y marcado, provocó suspiros. En milésimas de segundos me encontré encima de él, a horcajadas sobre sus piernas. Advertí cómo sus ojos, tomados por sorpresa, me comían con la mirada y me dejaban hacer. Solícitamente, recorrí cada desnivel de su definido vientre; recorrí cada curva, cada cicatriz, y observé cómo Namid se estremecía. Con una curiosidad nacida del noviciado, mis manos llegaron hasta la parte baja de su ombligo, sin llegar a tocar más allá. Como consecuencia, reparé que algo bajo su pantalón despertaba, asustándome por unos segundos. A pasos lentos pero seguros, me deslicé por su cuerpo y en el momento en que mi sexo encajó en lo que contenía su entrepierna —a pesar de que ambos continuábamos vestidos—, sentí un torrente de pavor y placer indescriptible: un cosquilleo imposible de ignorar poseyó lo que tanto tiempo había permanecido dormido. Oscilando mis caderas sobre su pelvis, Namid me tomó de las muñecas con brusquedad.

— Deja de moverte así... — me regañó con diversión.

— ¿Así cómo? — le ignoré sin pudor.

— No me provoques, pequeña.

Eché el rostro hacia atrás, poseída por el ardor, y él me cogió del trasero con temeridad, empujándome con violencia hacia lo que crecía y crecía. Sus manos, audaces e imprudentes, me apretaron las nalgas, consiguiendo escandalizarme un tanto, y después acudieron a efectuar la petición que había expresado minutos atrás: quitarme el corsé. Sin importarle romperlo, deshizo con aturullamiento los nudos traseros del corpiño, abriéndolo hasta dejarme en camisa. Los pechos, sin la sujeción habitual, se desparramaron en las transparencias blanquecinas, las cuales Namid besó como si acabara de hallar un oasis en un desierto eterno. Aprovechando la posición, desanudó la falda. Con ferocidad contenida, se colocó encima de mí como al principio. Rodeada por prendas que estaban peligrosamente sueltas, sus labios me atacaron al mismo tiempo que me despojó de todo lo que me cubría de cintura para abajo, enaguas incluidas. Altamente expuesta por primera vez, cerré un poco las piernas para que la larga camisa interior pudiera taparme la parte inferior de los muslos y no dejara mi cuerpo al descubierto. Nunca antes había estado desnuda ante un hombre, ni siquiera ante una mujer que no fuera una criada o Jeanne, por lo que viví una turbación, una vulnerabilidad que resucitó en nerviosismo.

— No..., no... me la quites...

Mis limitados conocimientos postulaban que hombres y mujeres no se desnudaban en totalidad, puesto que no era necesario. En un proceso rápido y rutinario, el varón llevaba a cabo su cometido de fecundación sin llegar a exponer a su pareja al refugio que era su vestido.

— Hazlo y...

"Hazlo y no me desnudes. ¿No es así como funciona?", pensé. No obstante, Namid encarnó una ceja y me escudriñó, deteniéndose. Me aterraba tener que enseñar mi silueta y no tener dónde esconderme. ¿Y si no le agradaba? ¿Y si poseía alguna malformación que el resto de las jóvenes no poseían?

— ¿Por qué? ¿Quieres que paremos?

Sus pupilas brillaban con un manto de estrellas. Tenía el pelo revuelto y estaba sonrojado como un adolescente.

— No..., es solo que...

— No eres una cualquiera ni una yegua. Eres una persona, una mujer. A las mujeres no se las toma como si fueran animales, a las mujeres se les hace el amor — aseveró con intensidad —. Se las mira a los ojos y se las desnuda como el tesoro imprescindible que son. Es la ceremonia más bonita que existe.

"Te quiero", balbuceó mi alma al escucharle, sin decirlo en voz alta.

— Bagidin, Waaseyaa.

"Permítemelo, Waaseyaa".

Tierno, llegó a mi boca. Sus manos tantearon la desnudez de mi piel por debajo de la camisa, cálidas y agitadas.

— Estás tan suave... — sumido en aquella adicción que yo representaba, sus labios se dejaron caer por la curvatura de mis pechos.

Necesitando más, nuestros cuerpos se mecían, golpeándose el uno al otro. De un momento a otro él se quitó los pantalones y yo me desasí de la última tela que restaba. Mis caricias bajaron el sendero de su ancha espalda y olvidé por completo que estaba desnuda. Al descubrir mis senos, una parte de mi anatomía que siempre había estado vetada, Namid perdió el control. Eran blancos, enhiestos, como dos melocotones apetitosos a su disposición. Primero, los masajeó; a continuación, combinó las caricias manuales con las orales: usó la lengua, los dientes, los labios..., agasajándome hasta hacerme perder la razón. Como un zagal descubriendo su juego favorito, alcanzó mis pezones rosados. Me agarré a las mantas con fuerza, entre gemidos desesperados, al sentir cómo se endurecían. No tardó en franquear mi ombligo con aquella boca de perdición y mis pulmones, a punto de salírseme de las costillas, parecían no tener la capacidad suficiente para respirar.

— Namid... — jadeé —. Tengo miedo...

Tras un beso interrumpido por mi angustia, elevó su cuerpo para alienar nuestros rostros. Atónita, vi sus párpados humedecidos. Para Namid, aquella no era circunstancia cualquiera, era la noche más especial de su existencia. Reprimiendo sus emociones, me dedicó una amorosa sonrisa y llevó sus dedos a la boca. Me estaba volviendo a entregar nuestro primer ojiim: dejó ir un beso sobre las yemas de sus dedos y las posó sobre mis labios. Súbitamente fui transportada al pasado, al instante en el que, sin palabras, sin lujuria cegadora, él me confió su corazón sin reservas.

— Es-es... — temblé —. Estoy...

"Estoy lista. Estoy enamorada de ti", quise decir. Sin embargo, él me interrumpió:

— Gizaagi'in, Waaseyaa.

"Te amo", proclamó en ojibwa antes de hundir sus labios en los míos y penetrarme por primera vez. Namid se inclinó, entrando en mí sin titubear, pero con delicadeza. Nuestros cuerpos, más allá de los cielos, encajaron como habían sido destinados a hacerlo. Todo él empujó mi ser desnudo y me estremecí, sintiendo que una daga me atravesaba de parte a parte.

— Gizaagi'in... — me besó, silenciado mi quejido herido —. Gizaagi'n, Waaseyaa...

Rítmicamente siguió introduciéndose dentro de mí, acariciándome lentamente, haciéndome resurgir entre gemidos. Poco a poco, en torno a sus susurros enamorados, apasionados, el dolor fue dejando paso al placer. Rodeó mi cintura, me besó con locura; deliré enredándome entre sus piernas, perdiéndome entre sus besos mientras observaba sus traviesos labios, sus ojos llenos de perdición y su vientre terso, incitándome a seguir consumiéndome junto a él, más y más, hasta el fin. Nuestra unión fue como un libro abierto donde escribimos todo lo que habíamos callado y mis manos se quedaron marcadas en su piel al navegar sobre ella con las yemas de los dedos ardiendo. El tiempo se esfumó: su boca fue mi boca, pecho con pecho, siguió penetrando en mi vida. Sin poder respirar volvió a inclinarse sobre mí, y una mitad de propio ser se desvaneció en su cuerpo, para siempre.

Gaagige.

Para siempre.

Tal y como había sido escrito en los cielos. 

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