Bagidenim - Completar el duelo
Emocionada, me lancé a su cuerpo y lo abracé con todas mis fuerzas.
— Nunca te abandonaré. Aunque nos separe un océano.
Tenía los ojos humedecidos y la intensidad de aquellas palabras precedió a las silenciosas lágrimas. Namid correspondió a mi abrazo, rodeándome por la cintura y apretándome más hacia él. Ronroneante como un gato callejero, cavó con su frente el hueco curvo de mi cuello y allí se posó.
— No debí haber roto nuestra promesa.
Aquel arrepentimiento me detuvo el corazón, puesto que insinuaba en cierto modo que Namid hubiera luchado por nosotros en otras circunstancias.
— Lo hiciste para salvar a tu pueblo. No puedo culparte por intentar defenderles, yo hubiera vendido mi alma al diablo para resucitar a Jeanne — me falló la voz —. Nuestra promesa no depende del tiempo ni de la distancia, es un juramento invencible.
No importaba su compromiso, ni el posible peligro de muerte que le pisaría los talones... Lo que nuestras almas habían creado respiraba más allá de las leyes del mundo terrenal.
— Allí donde estés, acompañado, perdido, feliz..., yo siempre estaré contigo.
Namid suspiró con pesar sobre mi clavícula y olfateó mi cabello mojado como solía hacer para calmarse. Sus manos me apretaban con ansiedad, creyendo que desaparecería en cualquier momento.
— Te hubiera esperado toda la vida — susurró.
Cerré los párpados, dejando que el dolor arrasara con las paredes de mi ser.
— Ahora estoy aquí. Contigo — le estreché —. ¿N-no me sientes?
Las defensas de las que jamás renegaba, su propio método para encontrarse a salvo, desaparecieron: el contacto de su piel se tornó cálido, blando como una nube primaveral, hecho a mi medida.
— Te siento como la brisa nocturna del poblado, pura y abierta.
El murmullo de su garganta me puso los vellos de punta. No necesité concentrarme para visualizar aquel viento fresco que rozaba los bajos de mi vestido cuando pasábamos las tardes en el riachuelo, recolectando frutos y estudiando los peces que correteaban por nuestros pies desnudos bajo el agua.
— Te siento como si sufriera de una sed inagotable — sus labios rozaron los pliegues de mi mandíbula. Sentí que las piernas me temblaban —. Un castigo del que disfruto la sentencia — se detuvo y después besó lentamente mi mejilla mojada por el llanto —. No llores, niogimaakwens. El néctar de tus ojos vale más que el oro y la tierra.
Con dulzura, me elevó el mentón, haciéndome mirarle. Sus doradas pupilas deslumbraban con una centelleante adoración y se apresuró en secarme las lágrimas.
— No llores por mí, me duele más que mi propia desgracia. No puedo soportar verte sufrir. Quiero sentirte libre, tuya, completa. No llores por mí, por favor.
Con un soplo de resignación me besó ambos pómulos, tomándome el rostro con las manos.
— Comprende que no puedo pedirte que te entregues a mí, Catherine — dictó oteándome con fijeza, como si quisiera que no perdiera un detalle de sus palabras —. No puedo mancharte para después marcharme de vuelta a mi hogar. Sería incapaz de perdonármelo.
Namid no soportaría hacerme suya, tomar mi virginidad, mi corazón, para desaparecer en un navío y continuar una vida pactada sin mí. Ello destruiría por completo todas mis esperanzas.
— Te respetaré.
La sangre brotaba y brotaba de aquella herida infectada.
— Ojalá este instante no terminara jamás... — siseé.
— Este instante existirá. En esta vida o en la otra, existirá hasta el final.
Pausado, acercó su boca y halló la mía. Aquel beso, tan distinto al que habíamos intercambiado en el tipi, fue delicado, medido y sentimental. Llevándose con él mi ser, Namid apartó su cicatriz y dijo:
— Gracias.
Estábamos muy cerca, escudriñándonos con la respiración acelerada.
— Gracias por quererme tal cual soy.
Las lágrimas retornaron y descendieron con amargura.
— No eres un monstruo — contesté con intimismo —. Eres un ángel.
Era mi ángel de la guarda; el que me había enseñado a encontrarme a mí misma.
— Viniste del cielo para enseñarme que poseo una voz, que merezco la pena — le acaricié la hendidura de su moflete, la que simbolizaba la pérdida de la esposa, la que portaría mi nombre hasta su último aliento —. Me has enseñado todo lo que sé, Namid.
— Lo único que hice fue recordártelo.
Una sonrisa conmovida pobló mi rostro.
— Yo le enseñaré al mundo que no eres un monstruo.
Casi a la vez, él también sonrió.
— Cuida de nosotros cuando tome ese barco.
¿Por qué aquello sonaba como una asumida despedida?
— Cumple con tu destino.
***
¿Cuál era mi destino? "El fuego alimenta a las estrellas", había proclamado Honovi años atrás. La seguridad de aquellas profecías se había difuminado a lo largo del tiempo y las penurias. Y el rastro de los labios de Namid sobre mi boca ardía como el fuego que me calentaba. Recostada cerca de la chimenea, con la manta de Wenonah sobre los hombros sin importarme que estuviera sucia, inspiré mientras él se encargaba de preparar la cena en silencio. El mutismo era la única respuesta capaz de afrontar la encrucijada que significaba amar a aquel indígena y apoyar sus decisiones, sus deseos de lucha, su inapelable partida. "Te respetaré", había asegurado. Sin embargo, ¿qué era lo que yo deseaba? ¿Me consideraba capaz de seguir adelante si me ofrecía a él sin garantías? ¿Y si no era una ofrenda, un pacto desigual, sino una resolución independiente, una consecuencia buscada?
— Puedes sentarte.
Su aviso de que la comida estaba lista me expulsó con brusquedad de la languidez de mis pensamientos. Me incorporé y anduve hasta una de las sillas.
— Vaya, parece un banquete — admiré el cuidado que había puesto en los detalles: un par de velas, platos limpios, repletos hasta el borde de carne y sopa, y bebidas calientes de menta —. Miigwech.
— No es nada, solo quería que nuestra primera cena aquí fuera menos rural — se rascó el cabello con cierta timidez.
La escena hubiera podido ser descrita como la típica entre una pareja de recién casados, de los originales dueños de aquella vivienda. Namid y yo jamás nos habíamos sentado a cenar a solas, frente a frente, en un ambiente tan amigable y, aunque no quisiera admitirlo, romántico.
— Qué bonitas — noté que había llenado otro vaso de flores rosadas con el centro rojizo —. ¿Qué especie?
Carraspeó, desubicado con aquellos halagos a su carácter atento, y respondió:
— Prímulas.
— Son preciosas. ¿Las has cogido de los alrededores?
— Sí, mañana podrás verlas. Hay gran cantidad en los terrenos colindantes, de muchos colores.
— Será un placer que me las muestres.
Sería cuestión de días la llegada de Antoine. Sin anticipar las secuelas que supondría aquella resolución que arribaría a mis sienes tarde o temprano, mi interior ya sabía que no iba a malgastar las horas de confidencias que me quedaban con el que fue el amor de mi vida.
— ¿Qu-quieres qué...? — se sorprendió.
— Por supuesto — asentí.
"Quiero que me muestres todo lo que sabes hasta que tengan que atarme para no seguirte a través del mar. Quiero recuperar todo el tiempo que perdí cuando era demasiado cobarde para aceptar que estaba perdidamente enamorada de ti", pensé.
— Está riquísimo — aseveré, masticando, con el objetivo de no propiciar un momento incómodo entre los dos —. Sabe como el estofado de Huyana.
Aún recordaba las fabulosas dotes culinarias de la matriarca del clan.
— En mi infancia, Honovi y mi padre desaparecían largas temporadas, por lo que Huyana se encargaba de cuidarme. La observé cocinar muchas veces, tantas que aprendí de memoria sus recetas y trucos. Se iban durante las estaciones de caza. Mi madre estaba indispuesta por los embarazos día sí, día también — sonrió un poco —. Supongo que debió ser un suplicio parir tantos hijos.
No quería que dejara de hablar de su familia, de Mitena, y le escuché con diligencia, sin interrumpir.
— Nunca pudo recuperarse después del parto de Wenonah. Esa niña nació al revés — relajó el gesto, sonriendo con mayor amplitud —. Yo estuve allí, ¿sabes? Cuando dio a luz. Mi padre no nos permitía presenciar los alumbramientos, pero mi madre gritaba tanto que pensé que se estaba muriendo y desobedecí sus órdenes. Entré en el tipi a trompicones y allí estaba, empujando. Mi abuela, que en aquel tiempo todavía seguía viva, me estaba echando a patadas cuando mi madre pidió que me quedase con ella. Estuve sosteniéndole la mano hasta que Wenonah surgió de su cuerpo llena de sangre y llorando como una posesa — el rostro se le iluminaba al hablar de su hermana, era su ojito derecho —. Era un bebé muy feo, con esos ojos saltones negros — me hizo reír —. Esa expresión desafiante y la energía de mil soles. Recuerdo que mi madre rompió a llorar entre risas y le besó como si fuera un tesoro..., su primera hija. Soltó mi mano y me entregó la de Wenonah. Estaba arrugada y era tan diminuta como un huevo de gallina. Antes de que pudiera tocársela, ella alargó los deditos y los apretó en torno a mi pulgar. Desde entonces nos convertimos en uña y carne.
Asustaba lo embelesada que estaba por su historia, por todo lo que tuviera que decir.
— Y mi madre sufrió embarazos horrendos después de ese. Wenonah era ya una fuerza de la naturaleza antes siquiera de llegar al mundo — bromeó —. Ninguno armó tanto escándalo como ella.
Entre la alegría que estaba sintiendo por compartir confidencias, el recuerdo de mi sobrina muerta viajó por el aire, llegando a mi cuchara.
— ¿Te gustaría ser madre?
Su pregunta me tomó desprevenida y me atraganté.
— ¿Yo?
— Sí, claro, tú.
El ataúd vacío, las pesadillas de Jeanne, el cadáver azulado en la tina.
— No.
Él frunció el ceño, pero no indagó.
— ¿Y tú?, ¿te gustaría ser padre? — esforcé una sonrisa.
Había soñado con nuestros hijos tiempo atrás, con poder consagrar mi vientre a una nueva criatura insuflada por nosotros. Todo parecía haber cambiado desde entonces.
— Me gustaría serlo cuando pudiera asegurar protección a mis hijos. Sinceramente creo que, o moriré antes de conseguirla o moriré antes de tenerlos — se encogió de hombros —. No querría dejarlos huérfanos.
Ahí estaba mi padre, agonizando. A su lado, mi madre. Jeanne arrastrándome a través de las cortinas para que no nos descubrieran espiando sus conversaciones sobre la inminente muerte de mi progenitor.
— ¿Sabes cuándo te das cuenta de que alguien realmente ha muerto? Te das cuenta cuando ya no te acuerdas de su voz. Un mañana, sin más, te levantas de la cama y ya no te acuerdas de su voz, ni siquiera aunque se trate de la voz de tu hermana. Así de implacable es el curso de la vida. Es como si estuviéramos preparados para, después de un tiempo, eliminar los recuerdos dolorosos, superfluos, si pretendemos superar el duelo por un ser querido. No me gusta pensar que la voz de mi hermana sea un recuerdo superfluo, me duele pensar que la haya olvidado completamente. ¿Por qué recuerdo esa primera risa burlona por parte del servicio? ¡Tenía cinco años! La recuerdo tan vivamente que aún podría dibujar mi posición en el salón y qué objetos tenía alrededor. Quién me lo dijo. Qué ropa llevaba. ¿Por qué me acuerdo de eso y no de la voz de mi hermana muerta? ¿Por qué recuerdo las palabras dolorosas que me han dirigido? Parece que las tengo contabilizadas para martirizarme con ellas por las noches o ahogarme en rencores. ¿Por qué recuerdo conversaciones enteras y no recuerdo la voz de mi hermana muerta? Es algo que me obsesiona, he escrito numerosos piezas musicales sobre ello. ¿No hubo suficiente con matarla? ¿Por qué no puedo atesorar su voz en la ausencia? ¿Por qué recuerdo detalles tan insignificantes y soy incapaz de resucitar su voz? No puedo, por mucho que lo intente, por mucho que me torture. Un día me levanté, tres años después de que ella se marchara, y se había ido. Su voz se había ido como se fue ella, repentinamente. Cerré los ojos con fuerza e intenté resucitarla de mis recuerdos. Pero no estaba. La voz de mi hermana no estaba. La rabia fue tal que me culpé. Me culpé por haber sido tan irresponsable. Debía de haber protegido aquella voz para siempre. Ingenuamente, había creído que quedaría algo de ella a pesar del paso del tiempo. ¿Por qué no nos comunicamos más? ¿Por qué nunca la abracé durante noches enteras como antaño? Así podría tenerla y no me sentiría culpable por haberla perdido. Con el roce de una sábana volvería a escucharla una y otra vez. La encerraría en una jaula de cristal y creería que sigue aquí.
Su voz se había ido. Se había desvanecido como la memoria de un tacto amoroso, como la brisa primaveral descendiendo por la ventana entreabierta, como un sabor de infancia... No, no se había desvanecido así. Todavía soy capaz de abstraer las sensaciones de todas aquellas experiencias, todavía me trasportan a las realidades en las que se realizaron, pero no soy capaz de hacer lo mismo con la voz de mi hermana. Mi propia mente se ha deshecho de la sensación, no queda nada. Por mucho que cierre los ojos e intente imaginar su rostro, su voz nunca aparece. ¿Cómo demonios es posible que no pueda? Era mi hermana. Fue mi día a día durante dieciséis años. ¿Cómo es posible?
Su rostro también está difuminado, sus manos... Vívido es el roce de su nariz respingona contra mis mejillas, el amparo de su pecho cuando me tumbaba sobre él para escuchar los latidos de su corazón mientras leía. Pero no recuerdo su boca, ni sus ojos. Es como una imagen a distancia que no puedo alcanzar. Siempre, hasta en mis sueños, la veo desde lejos. Quizá porque no recuerdo bien cómo era su semblante. Nunca puedo llegar hasta a él. ¿Cómo es posible que haya olvidado las facciones de Jeanne? Yo no pedí nada de esto, yo no pedí olvidarlas. La muerte es algo superior al ser humano. A veces siento como si la pérdida fuera doble. ¿Cómo he podido olvidar a alguien tan querido? A cada año que pasa está más lejos, más difusa, más enterrada. No solo la ha matado la vida, sino yo misma. Muerta en el mundo, muerta en mis recuerdos. Muerta en todas partes.
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