Ashi-niiwin - Catorce
Quebec, septiembre de 1760
Habían transcurrido ocho años desde que había recorrido por primera vez el estrecho camino que llevaba a la puerta de entrada de aquella vivienda majestuosa. Sus paredes blancas persistían igual de inmaculadas a pesar del tiempo, su ejército de ventanas sucio. Recordé lo aterradora que me había resultado a los catorce años, como las fauces de un gigantesco león a punto de devorarme de un bocado. Ya no parecía tan imponente, solo abandonada. La baja verja de madera que cercaba el terreno estaba carcomida por las termitas, derribada en casi su totalidad. Los hierbajos se apilaban, engullendo lo que antes había sido un hervidero de vida entre sus garfios verdes.
— No hay nadie.
Ignoré a Adrien, sumida en el deplorable estado del portón principal. Sus detalles de plata estaban cubiertos de una densa ceniza, de las marcas de un agresivo fuego. La cerradura —donde Antoine había invertido una considerable cantidad de dinero para que fuera infranqueable— había sido forzada numerosas veces, siendo sustituida por una nueva de pésima calidad. Palpé aquella piel de astillas atestada de pasados con un escalofrío.
— Echaremos un vistazo en los alrededores para asegurarnos de que está despejado.
¿Dibikad y los demás chicos se habían ido para averiguar si teníamos compañía? No podía saberlo, estaba tan dentro de mí, tan dentro, que el eco de las risas de Jeanne y Antoine en aquel porche era real. Allí Namid me había desnudado con la mirada, aunque hubiera estado en su camino antes de que su estrella brillara en el cielo. "Uno de ellos no para de mirarte. No te muevas. Continúa fija en mí".
— Señorita...
"No intente entender a los salvajes, señorita Olivier. Yo llevo décadas tratando con ellos y nunca he conseguido hacerlo".
— Señorita..., ¿quiere que...?
Tomé a Esther de la mano y Florentine nos escoltó, angustiada. Cada paso pesaba grilletes de hierro; cada pisada, unos dedos tirando de los vendajes que cubrían mis heridas supurantes. Habíamos llegado. "¿Cómo Antoine podía estar orgulloso de aquel disparate?"
— Señorita...
Contuve una mueca de resignación al encontrarme con el jardín trasero, una extensión amarillenta llena de pequeños hoyos. No quedaba ni rastro de las flores, ni del huerto, ni de las memorias. El oxidado columpio colgaba de un lado, como un hombre ahorcado cansado de balancearse.
— Señorita, espere a que...
Tenía la palma sudada sobre el pomo de la puerta. Lo giré sin más, con un crujido. Florentine retuvo a Esther para que no me siguiera adentro. Las suelas retumbaron en el suelo polvoriento. El interior estaba oscuro, vacío. Anduve por la entrada, cuyo único mobiliario era el ovalado espejo que solía estar sobre la cómoda. Vi mi reflejo, el de un fantasma rodeado por un papel de pared rajado por la negligencia. A la altura de las escaleras, escuché a alguien.
— Quédate quieto o te vuelo los sesos.
A alguien rápido: estaba apuntándome a la nuca con una pistola de chispa. A alguien que había cambiado la cerradura para apropiarse de mi casa.
— Date la vuelta. Despacio y con calma.
Obedecí, consciente de que ellas estaban fuera y debía evitar que la niña viera un asesinato.
— Muy despacio.
Giré sobre mi misma, lentamente. Unos ojos verdes, azules según la caída de la luz, se clavaron en los míos. Estaban vidriosos por la borrachera matutina, a juego con una salvaje barba rubia oscura y desigual.
— ¿Qué...?
El arma se le escurrió al enfrentarse a un rostro que, a pesar de los años y el cambio de apariencia, conocía demasiado bien. La nariz respingona, la franja de pecas, el naciente pelo pelirrojo.
— No puede ser...
Yo tampoco supe qué decir cuando tuve a Thomas Turner delante.
— No puede ser... Tú...
Caricia, dulce caricia la de sus manos agarrándome de la parte anterior del brazo con desesperación. Me dio tanto que sentir, aquella dulce caricia en la mejilla de un infante tras haberse caído jugando, que incluso me convenció de que era verdad.
— Tú..., ¿eres tú?
Torpemente, me abrazó con fuerza. Era incapaz de moverme. Thomas Turner..., mi amigo, mi compañero, mi protector.
— ¿Se-señorita Catherine...?
Sus pupilas ya no estaban acuosas por la bebida, sino por las lágrimas. Incrédulo, me tomó la carita entre temblores. El peso de la amargura, la vejez que no había estado la última vez que conversé con él en una celda, se redujo cuando sonrió como quien se ha reencontrado con un cadáver muerto en sus pesadillas, no al despertar. Qué sueño tan largo el nuestro. ¿Estábamos durmiendo y, al despegar los párpados, todo habría sido mentira?
— Mi dulce princesa...
Agolpada sobre su pecho, él se quebró. Un llanto relampagueante convulsionó sus hombros mientras nos abrazábamos. El río de sus sentimientos me cayó por el cuello. Y quise sobreponerme a la hermana muerta y a los remordimientos.
— Gracias a dios, gracias... — sollozó.
El bálsamo de su cariño me arropó. Las suaves sábanas que el arquitecto compró en la ciudad, bordadas con iniciales de nuestros tres nombres: Catherine, Antoine, Jeanne. "Porque tú eres la bendición más grande de esta familia", me explicó la ninfa de hebras doradas después de leerme un cuento de caballeros valientes y damas recatadas. Me tapó con ellas y me dio un beso en la frente. "Buenas noches, pajarito. Hasta mañana". Un beso en la frente que Thomas Turner repitió entre balbuceos.
"Hasta mañana".
Y yo también me rompí. Jadeé a causa de los agresivos lloros, contenidos a la espera de un confidente que pudiera salvar a la señorita Catherine Olivier, y él me mantuvo erguida con una fidelidad irrevocable. Florentine y Esther aparecieron, asustadas. Era como regresar a aquellos catorce años.
— Ayúdame, Thomas... Ayúdame... — murmuré, desolada. Hubiera desenterrado a los dueños de aquellas iniciales con los dientes, hasta atravesar la tierra y el cielo —. Estoy muy cansada...
***
— Dejadnos a solas, por favor.
Estábamos en el salón, todos nosotros. Había que tenido que chillarle a Mano Negra para que no atacara a Thomas Turner cuando entraron y lo hallaron allí. El mercader se contuvo, no formulando preguntas delante de personas que desconocía, por mucho me acompañaran, y casi aplastó a Florentine al abrazarla. Mayor fue su sorpresa al descubrir a Esther. Ella lo observó con reservas, puesto que su aspecto era deplorablemente desaliñado, pero no se entrometió.
— Esperaremos afuera.
— No, Florentine. Vamos a quedarnos aquí. Subid arriba y descargar el equipaje. Ya habrá tiempo para poner las estancias en orden.
Noté sus miradas dubitativas en la nuca.
— Así se hará, señorita. Vamos, dejémoslos a solas.
Con tacto, logró que salieran de la sala. Tragué saliva. Las paredes contenían tantas evocaciones que albergué náuseas. Los cortinajes estaban rasgados, grises por el desaseo, y las estanterías destartaladas. Algunos libros abiertos reposaban sobre el suelo, ausentes de unas alfombras que habrían sido robadas... Aún quedaban restos de cenizas en la chimenea.
— ¿Dón-dónde está Antoine?
Nadie le había informado de que había fallecido. El sillón donde solía sentarse, azul oscuro con anchos reposabrazos, no había sido ocupado por ninguno de los dos. El arquitecto me dejaba sentarme en él cuando le ganaba a los naipes. "No me alcanzaban los pies al suelo por aquel entonces", pensé con impresión.
— Necesito un trago — le arrebaté la botella y bebí de sopetón. La garganta me ardió conforme el whisky descendía. Listo como era, Thomas Turner palideció. No debía hacerle esperar —. Antoine está muerto.
Sus ojeras parecieron desprenderse, como su corazón.
— Murió antes de verano — apuré otro trago.
— ¿Có-cómo? Gozaba de buena salud en su última carta — alegó, desencajado.
— Envenenamiento con arsénico.
Reprimió otro "cómo", simplemente me escudriñó: estaba demacrada, más próxima a la locura que a la cordura, y por su expresión navegaron múltiples hipótesis.
— Creí que estabais a salvo.
No indagaría, no hasta que yo lo permitiera.
— Él también lo creía — respondí sin más.
Agradecí que no dijera que lo sentía, detestaba escucharlo. Recuperó la botella y se la terminó de un plumazo. En silencio, derramó un par de lágrimas.
— Me gustaría llorarle — murmuró, contenido a pesar de las emociones.
Seria, asentí. En cuanto nos instaláramos, le ofrecería la urna de sus cenizas para que pudiera rezarle íntimamente.
— Ahora yo porto el apellido Clément — musité tras un par de minutos. Sus cejas se arquearon —. Se casó en segundas nupcias conmigo para convertirme en la heredera de sus posesiones y bienes. Los arcones están repletos de dinero. ¿Podré reclamar esta casa?
Como solía ocurrirme, mis maneras eran demasiado rápidas para los demás. Todavía estaba recuperándose de las funestas noticias y soporté su asombro ante la frialdad que aparentaba. Seis años..., seis años habían pasado entre nosotros.
— Veo que fue saqueada — añadí al no obtener una respuesta inmediata.
— Esto... — ordenó sus palabras. Advertí que, por alguna razón que había sobrevivido, no soportaría decepcionarme —. En..., en la guerra..., las tropas masacraron todo lo que encontraron. Esta casa estaba vacía y, bueno, después de que Quebec cayera vinieron los buitres y la miseria. Probablemente robaran los muebles para venderlos o utilizarlos como leña.
— ¿Por qué estabas aquí?
— Esto..., no era mi intención allanar vuestra...
¿Vuestra? En apariencia había terminado siendo solo mía.
— No te recordaba con tantos formalismos — le sonreí, buscando ser cercana.
— Esto...
— ¿Vives aquí? ¿Desde cuándo?
— Desde..., desde hace semanas — desvió la mirada —. He vivido estos últimos años en la Bahía de Hudson. A decir verdad, he vivido en muchos sitios. No quería volver a Quebec. Iba a marcharme a Maine, hay buen negocio, pero... — carraspeó —. Pasé por aquí y, diantres, no pude continuar. Me entristeció que la casa estuviera en este estado y...
"Ha estado cuidándola por nosotros", entendí.
— Gracias — le corté —. Gracias por ocuparla. Una parte de ella siempre fue tuya.
Temí que las lágrimas retornaran a surcarle los mofletes.
— Está en un estado lamentable, eso sí — afirmé —. Necesitaremos limpiarla a fondo.
Tampoco yo iba a efectuarle un interrogatorio sobre los motivos por los que parecía un vagabundo alcohólico. Anhelaba dilatar nuestros momentos juntos, mantener el misterio de nuestras desventuras para que no me abandonara.
— ¿Va..., va a quedarse aquí?
— Florentine y Esther sí. Van a vivir aquí.
— ¿Y usted?
— Tengo otros asuntos de los que ocuparme.
Sus lastimosos ojos traspasaron mis barreras. Era inútil empeñarme en guardarle secretos, Thomas conocía los hechizos para romperlos.
— ¿Piensas que estarán seguras?
— Estas tierras están abandonadas. Infinitud de sangre las regó.
— ¿Irás a Maine?
Me miró como si hubiera puesto en entredicho su honor.
— No — negó con rotundidad —. Mientras lo apruebe, iré allá donde usted vaya.
El labio inferior me tembló.
— Le debo la vida, ¿o es que lo ha olvidado?
Era difícil distinguirle la sonrisa bajo aquel profuso vello, pero me la dedicó.
— No lo he olvidado — el peso de las palabras era extenuante.
— Usted me salvó.
— No fui yo la que permitió que aquel derrumbamiento no te matara.
— Salvar una vida a veces no tiene que ver con la muerte.
Un halo de intensidad sobrevoló la distancia entre nuestros cuerpos. Estaba desesperada porque Thomas se convirtiera en mi camarada, pero me aterrorizaba que ello pudiera significar ponerle en peligro por una causa que no le concernía.
— Antoine era mi amigo — me leyó el pensamiento —. Hubiera querido..., hubiera querido... En fin, sé que sus asuntos tienen que ver con el envenenamiento y yo merezco poder vengarle a su lado.
Hundí la vista en la ventana. A continuación, me levanté. Una voz llevó la yema de mis dedos hasta los motivos florales de las paredes. Los recorrí, sin importarme que estuvieran emborronados, y sentí a Namid al final del acantilado, tocándolos.
— Te he echado de menos, Thomas.
Mi murmullo, pronunciado a viva voz, le estremeció.
— Eres lo único que me queda en el mundo.
Sus brazos me rodearon desde atrás. Su aroma desprendía tabaco y lluvia, su olor... Lo había extrañado como una huérfana, como un miembro perdido. Por fin dejé que me consolara, abriéndome como una rosa de pétalos carbonizados, empeñados en abrirse hacia el sol.
— Yo debí estar allí. Yo debí protegeros — lamentó en el lóbulo de mi oreja.
— No me sueltes.
Hubiera vaciado mares entre las olas de mis largas pestañas.
— Voy a caer y no puedo..., no puedo caer.
Cada rincón de aquellos espacios, deshabitados hasta la eternidad cambiante, dolía como miles de cuchillas en el estómago. Ya no estaba, Catherine ya no estaba. Me daba la vuelta para tenderle la mano, pero el sendero se había bifurcado y la cinta había sido guillotinada. La almohada estaba llena de voces, de voces que me llamaban a un sauce llorón de trenzas negras.
— He fracasado.
La niña perfecta sangraba. Partida en dos, ahogada por una mortaja de sábanas bordadas. Una línea del ombligo jamás recta. Senos, manos en luto. La desnudez que ardía en los susurros de una multitud con su cicatriz.
— He fracasado.
Me llamaban cuando el azul del cielo besaba el azul del océano. Gritaban. Están muertos y no van a volver. Conversábamos. Tú me prometiste una palma al otro lado.
— Recé por poder verla una última vez, aunque desapareciera como los gentiles copos de nieve, derretidos en la palma por su fuego.
»Usted no ha fracasado. En una distante esquina de la crueldad, ambos nos conocimos por casualidad. Para mí fue un milagro y quiero que sepa que quizá no pueda regalarle palabras bonitas, pero hemos vivido buscando un rayo de esperanza, corriendo tras él hasta en el infierno, sin rendirnos. Juntos. Nos hemos detenido en incontables ocasiones, pero hemos compartido sonrisas y lágrimas gemelas. Usted y yo, Catherine, hemos acometido este camino y esa es la única verdad de la que estoy seguro. Hice un juramento: cuando la lluvia nos cale los huesos, yo seré el refugio que la resguardará. Cuando el viento sople en contra, yo seré los muros que la escudarán. No importa cuán oscura sea la noche, el mañana vencerá.
»Las amapolas que plantábamos en primavera, los refrigerios durante las tardes calurosas, las tertulias sobre pieles en otoño, las peleas con bolas de nieve en invierno: sean cuantas sean las estaciones que vengan y se vayan, solo la muerte nos separará. Se lo prometo: el mañana vencerá.
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