Anang - Estrella
Mis oídos se entumecieron ante la repentina pregunta.
— ¿Giwii-wiidigemiw ina, Waaseyaa? — repitió con una sonrisa sentimental, sin dejar de mirarme.
No podía escucharle. Era como si hubiera olvidado cómo comprehender cualquier lenguaje.
— ¿Qu-qué?
Fingiendo sosiego, Namid me acarició lentamente la mano, elevándola hasta la altura de mi campo de visión, e introdujo con delicadeza el anillo vegetal en dirección al nudillo.
— Sería un honor convertirme en tu esposo.
Entreabrí la boca y, aunque sabía que acababa de pedirme matrimonio, me quedé paralizada, sin poder creerlo. Hasta en la forma en la que lo llevó a cabo, Namid resultó diferente a todos los hombres que hubiera conocido. Él estaba pidiendo ser mi esposo desde un deseo igualitario, no de servidumbre.
— Debí de haberme atrevido hace mucho tiempo — alegó ante mi silencio, el cual comenzaba a ponerle nervioso —. Sé que no puedo ofrecerte una vida lujosa, pero sí digna. Carezco de tierras o posesiones, pero lo único que puedo entregarte, mi vida, será tuya por entero. Lo ha sido desde la primera vez que te vi — yo no podía ni parpadear y su semblante se ruborizó, avergonzado por la posible negativa que creía advertir en mí. Con la vista gacha, dijo: — No es necesario que respondas ahora, sé que necesitarás...
— Sí quiero — pronuncié a la desesperada —. Acepto. Sí. Sí quiero.
Y sin pretensiones —inútiles en un verdadero vínculo entre dos seres que se aman—, le besé con intensidad.
— Sí..., sí quiero — reiteré, besándole con una sonrisa pletórica en los labios y lágrimas contradictorias cayéndome por las mejillas, empapándonos a ambos —. Sí quiero...
La felicidad a distancia de un anillo deshojado. No estaba tras la sombra de una puerta jamás cerrada, sino en cómo me sostuvo entre sus brazos durante aquel momento de infinitud.
— Sí quiero.
Sus labios se entretejieron con ambición a los míos y sentí que me sujetaba con la fuerza de aquel amor protector y libertario. Fuera de sí, ebrio de dicha, Namid me elevó un tanto del suelo y me hizo girar alrededor de nuestros cuerpos. Y se rió, se rió como hacía años que no se reía. Se rió como el amante satisfecho, el que ha conseguido cruzar el umbral de lo mundano y es capaz de vencer a las tempestades de la muerte. Se rió como si fuera feliz a pesar de todo.
— Casémonos, Catherine — sentenció atropelladamente entre besos anhelantes —. Casémonos — me tomó el rostro con ambas manos. Nuestras miradas se encontraron y volvieron a ser las de aquellos adolescentes cándidos.
— ¿Qué..., qué haremos?
— No me importa. No me importa qué ocurra — se acercó más. Sus pupilas brillaban con fiera decisión —. Soy libre, no dejaré que nadie orqueste mis sentimientos. Prometí que te esperaría. Quizá nunca te lo dije, pero lo prometí ante los ancestros. Y es lo que voy a hacer — volvió a besarme —. No me importa, Catherine. Hallaré la forma de que podamos estar juntos, aunque el camino sea tortuoso. Jamás debí permitir que nos alejáramos..., no existe razón alguna para empeñarnos en odiarnos, solo para amarnos. Volveremos a Nueva Francia, los dos, con Antoine, y mi padre lo entenderá. Honovi lo entenderá. No puedo casarme con otra mujer que no seas tú. Lucharé y defenderé a mi pueblo hasta que la última gota de mi sangre se seque, pero lo haré a tu lado o totalmente solo. Podremos salir adelante, confía en mí. Esta cicatriz que lleva tu nombre — se la señaló — es un juramento eterno que salvaguardaré como si se tratara de la última rosa de una estepa.
A través de aquellas palabras —de las que no se retractaría—, Namid desobedeció otro juramento: el que había firmado con su prometida, con la tribu que había accedido a ayudar a su pueblo a cambio de la ventajosa unión entre ambos. Él lo sabía, sabía a qué se estaba arriesgando. La liberación de su hermano, la recuperación de sus terrenos, los posibles indultos... Lo sabía. Sin embargo, extendió la única carta de una baraja maltrecha sobre la mesa y en ella se vio el dibujo de una guerrera de cabellos rojizos.
— ¿Es un pecado tan grave albergar esperanza? — le tembló la voz.
Yo también lo sabía y acepté. Acepté porque lo amaba demasiado, demasiado egoístamente para obligarme a ver las peligrosas consecuencias. Era una mentira dulce y plácida, el sueño del que me consideraba merecedora.
— Lucharé contigo. Siempre contigo — musité, besándole con la emoción en la boca —. Pase lo que pase, moriré siendo tu esposa y nadie, ni dios ni el diablo, podrá arrebatarme eso.
***
La chimenea crepitaba con un aliento colérico, justo a nuestro lado. Los dos, arrodillados el uno frente al otro, intercambiamos una larga mirada, densa, pesada en los recuerdos sufridos hasta aquel instante de entrega. Namid se había peinado el cabello hacia atrás, con una ancha trenza que nacía de la zona superior de las orejas y terminaba anudada en la parte central de su cráneo. Ésta dejaba al descubierto sus facciones: el rubor infantil de sus mejillas maltratadas por las cicatrices, la vivacidad de sus ojos belicosos, el puente fino de su nariz aguileña, la carnosidad de sus labios sin marcadas líneas divisorias. Tan solo era un joven de veinticinco años a punto de unirse en matrimonio con una igual. "El amor al prójimo une al agua con la tierra, al viento con el fuego", había escrito antaño John Turner en sus diarios. Sin color de piel, sin peligros, sin explicaciones..., allí estaba, mirándome. Su carita bañada por el sol cubierta por pinturas ceremoniales hechas con barro; las manos temblorosas sobre el regazo.
Siempre en su camino, yo permanecí quieta. A mi alrededor, mi figura se mecía al ritmo de las sacudidas de mi corazón desbocado. Las pestañas húmedas como dos alas, como una mariposa olvidando el cristal de su prisión; la garganta seca ante tantos vocablos enunciados en la solitaria ausencia de mis noches. Palabras, palabras, palabras..., y no obstante me quedé muda, mirándole. Vestida sin afeites, con la misma trenza concedida horas antes, natural en la carente pomposidad de un rito que, en mis costumbres, debía ser ampuloso, continué mirándole y supe que, aunque jamás hubiéramos accedido a casarnos, mi alma estaba fundida en la suya de igual manera.
Namid interrumpió el silencio pronunciando una breve retahíla de frases en ojibwa, fórmulas para dar comienzo al ritual que desconocía pero que me hicieron callar. Atenta, le contemplé. ¿Era posible enamorarse de una voz? Dios santo, me había formulado la misma pregunta pocas semanas después de conocerle en Quebec. El tiempo era una carta amarilla que engullía la tinta para aparecer, una y otra vez, vacía.
Sin cambiar al francés, me indicó que debía extender los brazos. Una vez hube obedecido, él me recorrió las palmas abiertas con las yemas de los dedos, desdibujando con barro una suerte de línea discontinua que las separó en dos mitades. Me estremecí de pies a cabeza. A continuación —sin dejar de murmurar en ojibwa y con los párpados casi cerrados—, extrajo la pequeña daga de su pantalón y se cortó justo en el mismo lugar en el que había pintado aquellas estrías. Di un respingo, asustada, y la sangre no tardó en brotar tibiamente. Con rapidez, Namid juntó nuestras manos. La tierra seca se mezcló con la savia carmesí y tragué saliva. Fue entonces cuando él cantó en aquellos quejidos propios de su tribu, echando el cuello hacia atrás. Estaba pidiéndole al Gran Espíritu que aceptara nuestra unión, estaba rezando como yo había rezado sobre la tumba de mi sobrina y como sus ancestros lo habían hecho desde el origen del mundo.
Con dificultad, contuve las lágrimas e imité su postura. Era cierto que no pertenecía a su mundo, pero me sentía tan identificada con su espiritualidad que en ocasiones me daba miedo haber sido abandonada en una cesta de madera como Moisés, descendiendo por el río, separada de mi verdadero hogar al nacer.
Noté que sus manos rajadas se entrelazaban a las mías con ímpetu: aquel nudo era más fuerte que nuestros respectivos destinos, ya que había sido sellado con la naturaleza, con la vida y con la muerte... Estaba destinado a resucitar. En una rueda perenne, su ser me llegó sin necesidad de compartir un mismo idioma y dejé que extrajera otro objeto. Mis ojos se abrieron con sorpresa al notar cómo me anudaba algo metálico en la muñeca. "Una pulsera", advertí, "es una pulsera". De plata ajada por la antigüedad, mas todavía brillante y hermosa; ancha, ocupada por dos franjas con motivos geométricos y un grabado central que consistía en un campo de trigo tan bien tallado que parecía real. Con evidente emoción reprimida me la cerró, entregándomela.
— Mi hermano mayor era un excelente orfebre. Esta pulsera pertenecía a mi madre, fue el último regalo que le hizo. Quiero que la tengas tú.
— No puedo..., no puedo aceptarlo... — siseé, impresionada, creyéndome indigna de tal ofrenda. Había pertenecido a Mitena, había sido tallada por el hermano asesinado de Namid, a quien más había apreciado, por el que había recibido la malformación de su labio, y yo no era quién para tenerla —. Es..., es...
— Madre hubiera querido que la tuvieras tú — me detuvo, impidiendo que me la quitara —. Solo tú.
Namid había cruzado el océano hasta Inglaterra con aquel brazalete. Mitena se lo había entregado días antes de su marcha, durante el amanecer en el que logró disuadir a los casacas azules que vigilaban constantemente el todavía poblado de Quebec que yo había conocido y se despidió para siempre de ella. Por aquel entonces él ya era un proscrito altamente conocido y su madre le tiró de las orejas cuando apareció como una serpiente en el interior de su tienda. Se había despedido de todos los demás: su padre, Honovi, Huyana, Inola, Wenonah, el resto de sus hermanos pequeños..., pero había reservado sus últimos momentos entre los suyos para pasarlos con su adorada madre.
— Si permaneces aquí hasta que el sol se ponga, te encontrarán y te matarán — le advirtió con un tono que, a pesar de su autoridad, ocultaba una sonrisa orgullosa.
— Eres mi maamaay, ¿pensabas que me esfumaría sin despedirme?
Ella se dejó besar y terminó por sonreír.
— Eres tan temerario como tu hermano — se rió, refiriéndose a Ishkode —. Anda, corre antes de que te delate por pesado.
Pero Namid no podía soltarla.
— Ya no tienes miedo a la oscuridad, hijo mío, ¿recuerdas? — le acarició el cabello, permitiéndole que la abrazara un poco más —. Debes partir. No llores, hijo mío, estrella de mi firmamento, porque las lágrimas no te dejarán ver el camino — se las secó, besándole la frente.
— Solo he de subir en un barco... — se quejó.
— No te dejarán ver el camino de vuelta — le explicó con sabiduría.
El convulso interior de aquel guerrero estaba repleto de incertidumbre, de temor y dolor, y Mitena lo acunó como cuando era un recién nacido.
— Sé que volverás, hijo mío. Regresarás a mí tarde o temprano. El Gran Espíritu me lo ha prometido en sueños. No tengas miedo — le hizo mirarla. Sus arrugas ya comenzaban a asomar en surcos secos y la encontró mucho más vieja de lo que recordaba —. Eres mi mayor orgullo, Namid. Sin importar el sendero que escojas, yo siempre estaré orgullosa de ti. Por eso quiero que tengas esto — se quitó el brazalete y se lo entregó —. Migizi prometió ir contigo allá donde fueras. Y así será.
— No puedo..., no puedo aceptarlo... Yo...
— ¡Obedece a tu maamaay! — sentenció, entre risas —. Siempre tan indómito. Toma, es tuyo. Cuando cruces el manto de agua, sé mis ojos, mi olfato y mi tacto. Quiero ver cómo son los poblados lejanos de los pieles pálidas. Estaré aquí, esperándote, hasta que regreses para contármelo tú mismo. Eres afortunado..., podrás viajas hasta donde ningún ojibwa ha viajado antes.
— No he tenido más remedio que hacerlo.
Mitena le acarició la cicatriz de la mejilla.
— Ella también está esperándote.
— ¿De quién demonios hablas?
— Mientes como tu padre — se rió, levantándose —. Ella ha estado esperándote, aunque todavía no lo sepa. Confío en que no se haya cortado ese cabello rojizo tan bonito que tenía. Cuando os encontréis, lo sabré. Lo sabré y seré feliz — suspiró de forma enigmática —. En pie, hijo. Es hora de partir.
Con el brazalete en la muñeca, Namid apretó la mandíbula, al borde del llanto. Los primeros rayos de sol se asomaban por la abertura trasera del tipi por el que huiría, rumbo a lo desconocido.
— Volveremos a vernos, hijo mío. Sé fuerte. La distancia no puede existir entre nosotros porque te llevo aquí, en mi corazón. No estarás solo; maamaay está en la lluvia.
Se abrazaron con fuerza, ignorando que no volverían a hacerlo hasta agotar una era huérfana.
— Prométeme que te mantendrás a salvo.
— Te lo prometo, estrella de mi firmamento.
El último beso de Mitena floreció en el profundo corte que portaba mi nombre y susurró:
— Cuando vuelvas a verla, entrégale el brazalete. Es suyo.
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