CAPÍTULO SIETE - COMPLEJOS Y PREJUICIOS
CARMEN
Adoro a mi hermana, es mi persona favorita con diferencia, no obstante, también es una loca que puede poner tu vida patas arriba si se lo propone y el fin de semana, se lo propuso.
Lola tiene dos años más que yo y este año cursará su último año de Química y Bioquímica en la Universidad de Navarra, una doble licenciatura que dura seis años. La universidad es una de las más caras de España, por esta razón intento no pedirles dinero a mis padres. Sé que solo con la matrícula de mi hermana están haciendo un gran esfuerzo, además de pagarle la estancia, comida y desplazamientos.
—¿No vas a echarme de menos? —se queja Lola, cuando he venido a despedirme hasta el coche de nuestra madre que ha traído hace dos días a Granada, el día que se enteró de la boda de mi primer novio y su invitación.
—Sí, pero no tanto como te estoy echando ahora de más —la molesto.
—Me voy tranquila porque sé que la boda de ese idiota no te importa lo más mínimo, pero me fastidia no haber conocido a Guillermo Murdock —me la devuelve nombrando el nuevo apodo que mi hermana le ha puesto a Guillermo, por el superhéroe ciego Matt Murdock.
—Me dijo que no tenía interés en volverme a ver —le recuerdo.
—Seguro que en el fondo está receloso por ser ciego, aun así, te conozco, hermana, y sé que tú le harás olvidarse de sus complejos y sus prejuicios —insiste Lola, como si no la hubiese escuchado los últimos dos días.
—Lo que tú digas, Lola —ironizo antes de darle dos besos en las mejillas y ver cómo se aleja en el coche.
Ayer domingo trabajé todo el día y mi jefe me ha dado el día libre en el último momento, así que no tengo nada planeado para hoy. Magda me ha aconsejado que comience a buscar modelitos para ir a la boda de mi ex, pero realmente no tengo ganas de ir.
Desde hace cuatro años no veo a sus amigos y él no se lleva muy bien con los míos del pueblo, por lo que no tendré a nadie con quien divertirme y sus padres y el resto de la familia nunca me cayeron del todo bien. Así que no encuentro ninguna razón por la que debería ir a esa boda.
Sin embargo, no me vendría mal darme una vuelta por El Albaicin, por lo que subo al piso, cojo mi bolso y planeo pasar la mañana del lunes haciendo como que soy Pretty Woman, pero sin comprar nada y, por supuesto, sin Richard Gere.
—¿Ya se ha ido Lola? —me pregunta Concha, que siempre se ha llevado mejor con mi hermana que conmigo.
—Sí, quedó con su nuevo novio esta tarde en el pueblo y quería hacer un par de cosas primero —justifico que mi hermana solo se hubiese quedado dos noches.
—Deberías de ser más como ella y disfrutar sin comerte mucho la cabeza.
—Concha, no des consejos si no das ejemplo —la molesto, porque desde que lo dejó con su último novio, no ha querido acercarse ni a cinco metros de un chico.
—Porque a mí me hicieron daño y tengo que curar las heridas poco a poco, pero tú no tienes excusas. Dentro de un año, Magda y yo nos iremos de Granada y te quedarás sola. ¿No te gustaría tener a alguien en tu vida para ese entonces?
—¿No os quedaréis aquí cuando acabéis la carrera? —me sorprendo.
—No lo creo. Si tengo que buscar trabajo, prefiero que sea cerca de casa e imagino que Magda también.
A Concha y a Magda las conocí el primer año que llegué a Granada, fue amor a primera vista. Estaban buscando una compañera de piso, porque la que vivía anteriormente en mi habitación no había aguantado el primer año de carrera lejos de su familia.
Mis dos compañeras se conocieron en la facultad de Farmacia, donde ambas estudian y donde, un año después, las conocí yo. Magda es de Sevilla y trabaja en una cafetería, por lo que aprovecha en agosto que le dan más turnos, puesto que los compañeros están de vacaciones y se queda en la ciudad, al igual que yo.
Concha nació en Granada, pero su familia se mudó a Murcia cuando estaba en el instituto. Ella no trabaja, pero se queda la mayor parte del verano con nosotras en el piso, porque dice que en Murcia se aburre. No tiene sino a sus padres en esa ciudad y ambos trabajan mucho y no tienen casi tiempo para estar con ella. En Granada, sin embargo, queda a veces con algún primo o visita a su abuela, que vive muy cerca de nuestro piso.
—No me apetece nada tener que buscar nuevas compañeras de piso —me sincero.
—Por eso, no estaría mal buscarte un compañero de piso —me recomienda, sorprendiéndome, ya que suele ser la más cínica de las tres.
—No me iría a vivir con un novio. Imagínate que luego nos enfadásemos.
—Pues búscate a uno que no sea un niñato y si rompéis, podríais seguir compartiendo piso como personas adultas —me responde, como si fuese lo más normal del mundo.
Yo no le quiero responder porque su ex parecía una persona sensata y madura y resultó ser un imbécil.
Al final, me quedo un rato en el piso y preparo remojón granadino con Concha, con la receta de su abuela. A Magda le encanta la mezcla de sabores dulces y salados, por lo que lo dejamos en la nevera para comérnoslo por la noche, cuando nuestra compañera regrese al piso.
—¿Vas a salir? —me pregunta Concha al ver que me preparo para dar una vuelta.
—No voy a trabajar en todo el día y quería dar salir a comprar antes de almorzar y así estudiar esta tarde alguna asignatura del próximo año —le respondo, algo que no le sorprende porque las tres solemos comenzar el curso con varios temas estudiados con antelación.
—Yo quedé para almorzar con mi abuela.
—No te preocupes, me haré cualquier cosa y esta noche cenamos juntas —le contesto antes de salir del piso.
Sigue haciendo calor, por lo que intento caminar por la sombra de la avenida de Madrid. Como hago habitualmente, me pongo unos auriculares para escuchar música y es así como, escuchando Fix you de Coldplay, me encuentro a Guillermo B. Claro del brazo de una señora, posiblemente su madre, mientras los dos se ríen escandalosamente.
—¿Guillermo? —le pregunto tras quitarme los auriculares, aunque estoy segurísima de que es él.
—Carmen —dice en tono seco y deja de reír automáticamente.
—Perdona, no quise molestarte —me disculpo al darme cuenta lo que le ha fastidiado mi intromisión.
—Lo siento, es que no esperaba encontrarte por esta zona —me dice un poco más amable.
—Claro, si pensases que podría estar por aquí, evitarías también este lugar —afirmo sin un ápice de duda.
—Veo que conoces muy bien a mi sobrino. Soy Mercedes, la madre de Eric y Tania y tú debes de ser Carmen. Mis hijos me han hablado mucho de ti, a diferencia de este tonto que tengo al lado —se presenta su tía.
No sé qué opinar. Parece ser que todos los familiares de Guillermo me conocen, a pesar de que él se niega a volver a quedar conmigo.
En parte, me alaga que pueda ser alguien especial para él y su familia se haya dado cuenta, pero me confunde que no quiera ni siquiera intentar darnos una oportunidad, porque estoy segura de que, al menos, le gusto.
GUILLERMO
Hoy he comenzado a trabajar desde las siete de la mañana porque un cliente quería un masaje completo antes de ir a la oficina. A mi prima la despedimos ayer en el aeropuerto, por lo que en cuanto he terminado mi turno de por la mañana, he quedado con mi tía, que es quien suele sentir más la ausencia de Tania.
—¿Por qué no te has quedado para que te hicieran un masaje, tía? —la molesto, porque sé que no le gusta nada que la toquen, como siempre me recuerda.
—No tengo intención de dejar que me pongas las manos encima —me dice molesta.
—No lo decía por mí, pero a mi jefe se le caía la baba contigo cuando entraste en el centro. Hasta yo me di cuenta y soy ciego —bromeo.
—Pues es bastante guapo —me sigue el juego.
—Y tiene manos de gladiador —la hago reír, porque cuando yo era pequeño y mis tíos se divorciaron, le dije que no se preocupara por nada que le iba a conseguir un marido gladiador.
En aquella época estaba poseído por los libros de la antigua Roma y por cómo se enfrentaban a leones y otras bestias, así que eran como héroes para mí.
Yo también me río con mi tía, sobre todo porque he trabajado con mi jefe y sé que sus manos son pequeñas, al igual que todo su cuerpo, todo lo contrario a un gladiador.
—Si mi ex te hubiese escuchado en aquel entonces te hubiese caído una buena —me dice entre risas.
—¿Guillermo? —escucho una voz conocida a pocos metros de mí.
—Carmen —respondo, tensándose todo mi cuerpo.
—Perdona, no quise molestarte —se disculpa, posiblemente, porque he sido demasiado brusco al hablar.
—Lo siento, es que no esperaba encontrarte por esta zona —intento ser más agradable.
—Claro, si pensases que podría estar por aquí, evitarías también este lugar —afirma sin un ápice de duda.
—Veo que conoces muy bien a mi sobrino. Soy Mercedes, la madre de Eric y Tania y tú debes de ser Carmen. Me han hablado mucho de ti, a excepción de este tonto que tengo al lado —se presenta mi tía.
—Tía —le llamo la atención, porque ya el fin de semana hemos discutido sobre que no deberían inmiscuirse en mi vida privada, sobre todo, en lo referente a las chicas y concretamente a Carmen.
—No le hagas caso, Carmen. El sábado nos llevamos todos una buena por, como definió mi sobrino, entrometernos donde nadie nos llamaba. Mi hija fue la que más alcanzó, pero dice que valió la pena. Incluso os hizo una foto en el local, pero estaba tan oscuro que en ella no se puede apreciar lo guapa que eres —la piropea mi tía sin venir a cuento.
—Gracias —le responde Carmen, avergonzada por primera vez que yo recuerde.
Conozco a mi tía y sé que está tramando algo. No entiendo por qué mi familia lleva todo el mes revolucionada con Carmen, como si estuviesen esperando a que un príncipe heredero conociera a la princesa esperada por todos y la hayan encontrado en Carmen.
Les he dicho, por activa y por pasiva, que entre Carmen y yo no habrá nada. La única que me comprende es mi tía Ute, la esposa de Christian, el único hermano que tiene mi padre.
Mi tía me ha ayudado mucho desde pequeño a visitar a los médicos que han tratado mi ceguera y es quien me acompaña siempre a las revisiones de rutina que me obligan a hacer cada dos años. El especialista que me ha visto desde que puedo recordar es su exmarido, con el que comparte un hijo y con quien se lleva divinamente, a pesar de que los dos han rehecho su vida con otras personas. Ya le gustaría a mi tía Mercedes tener esa suerte con el padre de mis primos.
—Es la pura verdad. Guillermo no te dirá nada, porque él no puede apreciarlo. ¿Por qué no nos acompañas a almorzar? —le pregunta mi tía que mucho estaba tardando.
—Tía, los tres sabemos que soy ciego. No hace falta que me lo restriegues en la cara —le riño, intentando que ambas se olviden de la invitación que le acaba de hacer a Carmen.
—Como si pudiese molestarte lo que yo te diga. ¿Qué me dices, Carmen? —insiste mi tía sin importarle en absoluto lo que yo opine.
—No creo que sea buena idea. Además, estáis muy arreglados y yo estoy en ropa de deporte —se excusa la culpable de que todas las noches tenga sueños muy subiditos de tono.
—Solo vamos al restaurante que está aquí al lado, en la plaza de Toros. Ayer mi hija se ha vuelto para Londres y necesitaré todo el apoyo del mundo porque la echo de menos muchísimo —le hace mi tía chantaje emocional.
—Puedo ir a casa a cambiarme —le da Carmen como alternativa, no muy convencida.
—Eres muy mona, por lo que puedes ir vestida como te dé la gana —da mi tía por concluida la conversación.
—Vale —es la tímida respuesta de Carmen.
—No lo mires así que no se entera, además, da igual lo que él opine. Te he invitado yo —dice mi tía, que me da a entender que Carmen espera que le dé mi permiso para acompañarnos.
—Como ha dicho mi tía, eres su invitada —le digo y le ofrezco mi brazo para que ella me lleve a mí.
Es una costumbre que tengo desde que soy un crío. Cuando camino junto a alguien suelo ofrecer mi brazo y así dejarme guiar por la persona que tengo al lado. Así es como nos dirigimos al restaurante con mi tía y Carmen a mi lado.
Mi tía nos da conversación hasta que entramos en el local. Yo intento que los nervios no me invadan por tener a Carmen tan cerca de mí, pero no puedo dejar de recordar en cómo me pidió que la tocara y sé que esto puede acabar muy mal.
—Yo no puedo entrar aquí —me susurra Carmen, después de atravesar la puerta del restaurante.
—¿Por qué no? —inquiero, confundido.
—Porque están todos muy bien vestidos —me dice y comprendo enseguida lo que sucede.
Sin decir ni una palabra, separo mi brazo del de mi tía para quitarme las gafas y se las pongo como puedo a Carmen.
—Haz como que no ves nada —le digo y puedo escuchar la risita boba de mi tía a mi lado.
Ninguno de los tres rompe el silencio, hasta que el camarero nos pregunta cuántos somos y mi tía le dice que solo nosotros tres.
Nos llevan a una mesa en la terraza en la que siempre me siento cuando vengo con mi tía, que es con la única que suelo acudir a este restaurante. No porque no me guste, el servicio es excelente y la comida mejor, sino que es un sitio que, con mi sueldo de masajista, no me puedo permitir y mi tía me invita siempre que venimos. Al fin y al cabo, es idea suya.
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