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U N D I C I

—Ave María purísima.

—Sin pecado concebida.

Alessandro tomó una respiración.

El oír esa voz, estaba haciendo algo en él. Algo que no podía explicar —o que le daba miedo tratar de comprenderlo. Había veces en que sentía cosas cuando escuchaba las voces de las personas. Pero con esta, no sabía describir que era lo que más abundaba.

Era extraño.

—Cuéntame tus pecados—logró decir con un poco de dificultad.

Entonces, aquella voz melodiosa habló.

—Odio este sentimiento padre. Odio que a través de unas páginas, pueda leer todo lo que quiero en la vida

Alessandro tuvo que preguntar—¿Qué es lo que más deseas en la vida?

La chica calló.

¿Cómo podía responder a ello? Sería confesar sus más oscuros secretos. El antiguo sacerdote que la confesaba nunca preguntaba, solo pasaba de ella. ¿Podía hacerlo?

Aun así, había algo que quería hacerle decirle todo.

Ver a Alessandro, la sacudió.

Entonces hablo.

—He vivido toda mi vida regida por reglas y la iglesia. Nunca dude nada de lo que me imponían y jamás cuestioné algo. Sin embargo, amo los libros, ¿quién no podría amarlos?

Alessandro hizo un murmullo en modo de aceptación. El también amaba lo libros, aún que solo podía leer unos cuantos.

La mujer siguió.

»En casa hay una biblioteca enorme, paredes llenas de libros. Miles y miles de libros. Papá me dijo que ha sido una colección valiosa por generaciones y le creo. Es demasiado grande para negarlo.

Alessandro la interrumpió.—Leer no es pecado.

De nuevo la mujer guardó silencio.

Sí, era obvio que leer no era pecado, pero aunque Alessandro no lo supiera, de igual forma la iglesia había prohibido libros. Había libros de satanismo, ocultismo y de hechizos; esos si eran más que prohibidos.

La mujer, sopesó sus opciones.

Le habían dicho que a un sacerdote jamás se le miente y se le guardan secretos —mucho menos en una confesión—. Pero, era la primera vez que veía a un sacerdote como Alessandro.

Cuando puso sus ojos en él, todo el aire en sus pulmones se escapó. Era bellísimo. Hermoso. Era, como un ángel tentador caído del cielo. Y, la había abrumado una ráfaga de calor enorme. Primero pensó qué tal vez aquella gripa que sospecho que había cesado estaba regresando, pero, después se dio cuenta de que sentía una profunda excitación.

Solo había bastado con un pequeño vistazo para saber que deseaba a Alessandro.

¿Y quién no?

Además, quería decirle todo. Siempre que iba a confesarse se guardaba algunas cosas. Solo decía lo esencial. Pero, con un espécimen así de Perfecto, quería decirle todo; aún si se ganara el infierno. Y eso haría.

Tomando aire, siguió.

—No se me fue permitido entrar solo a una sección de libros—confesó—. Al principio no le di importancia, había miles en los que podía poner mi atención; pero cuando cumplí quince, la curiosidad por saber su contenido se fortaleció.

—Los leíste—acepto Alessandro.

—Sí, lo hice. Y no me arrepiento de nada padre, de lo que me arrepiento, es de tener estos pensamientos.

—¿Qué pensamientos?

La mujer vaciló, pero siguió—: Quisiera ser una mujer como en aquellos relatos. Una, donde es rescatada por un hombre fuerte y guapo, para después consumar su amor por medio de su carne. Me gustaría ser libre para amar a quien quiero y, poder tocarlo como quiero. Quisiera que manos vagaran por mi cuerpo desnudo como en cada una de aquellas letras lo describe. Quiero que me hagan el amor dulcemente, prometiéndome un para siempre; pero también quiero que me amordacen y me golpeen ligeramente para llenarme de placer.

»Deseo, postrarme en todas las posiciones posibles para un hombre. Deseo con todas mis fuerzas, ser tomada y usada. Que me toquen despacio o fuertemente. Que me miren a los ojos mientras un orgasmo explota desde mi interior. Quiero eso y más, pero odio que me prohíban salir hasta con personas de mi propio sexo. Odio ser tan importante y no poder mezclarme en la sociedad como quiero. ¿Cómo puedo remediar eso padre?

Alessandro no hablo.

Había quedado absorto en sus pensamientos imaginándose cada cosa que semejante criatura había dicho. Todo.

Cualquier cosa era nueva para él. La descripción del sexo más que nada, y aun así, logró evocar cada una de las imágenes que ella le describió que quería.

Y no fue esa la parte peor.

Lo peor —y muy extraño— fue pintarse dentro de ese cuadro que ella describió.

Aunque no sabía nada de «posiciones», en su imaginación se postraba de rodillas ante ella. Aunque no supiera besar, en su mente pasaban algunas imágenes de él, tomando su mano y besando brevemente y suavemente en el dorso de la misma. Un pequeño beso como pluma, tan delicado, que apenas lo sentiría su piel.

Solo tenía un problema: no sabía cómo imaginar su rostro.

Todos sus pensamientos cayeron cuando se dio cuenta de lo que hacía.

¡No era bueno!

Los pensamientos sobre otra persona eran malos, más se si involucraban con una... ¡una mujer!

Pero quería escuchar más.

—¿Hay más?—Preguntó entrecortadamente.

—Si...—Contestó suavemente la mujer.

—Cuéntamelo—pidió.

Y fue así, como el tiempo se detuvo.

Quiero lo que no puedo tener. Una mirada basta para darme cuenta de que quiero algo o alguien. Mi familia... está acostumbrada a tener lo que desean ya sea de una forma u otra. Si quieren diamantes, compran las más finas y caras piezas. Si quieren estar solos, compran una isla. Todo lo que desean pueden tenerlo con tan solo chasquear los dedos; pero yo, yo ni siquiera tengo el derecho de poder decidir a quién quiero amar.

Alessandro escuchó atentamente.

Tener todo lo que quieras.

Él era como ella. Deseaba lo imposible.

En lo más escondido de su corazón, deseaba fuertemente saber quién era su madre. Un nombre, ni siquiera sus apellidos. Deseaba saber quién fue la mujer que le dio en don de la vida y si esos ojos que poseía eran herencia de la misma.

Cuando era pequeño se atrevió a imaginárselo.

Imagino a una mujer de cabellos largos y ondulados color chocolate y ojos igual de grises que los suyo. Imagino que un día venía, se disculpaba por dejarlo en el Vaticano y se lo llevaría; a lado de su padre.

Pero nunca pudo imaginarse a su padre.

Parecía extraño que podía materializar a una mujer rápidamente y fácilmente, pero a un hombre, solo no podía.

Tenía miedo de que su imaginación fuera real y un día, de repente sin saberlo, una mujer como tantas veces se imaginó, llegaría. ¿Y qué habría de hacer? Aún si eso pasará, no podría simplemente acercársele y señalar que tenía la corazonada de que sea su madre.

Todo era tan retorcido.

—¿Usted desea algo prohibido?—Le preguntaron.

Los pensamientos de Alessandro cesaron y estuvo a punto de decir: ¡Si, en este momento a ti!

Era más que obvio que no debía.

—No—mintió—. Los siervos de Dios no podemos desear algo más de lo que se nos da.

La mujer quedó callada.

—Es frustrante sabe—dijo despacio—, pensar en querer algo que no se debe tener, algo tan insignificante como el amor. Pero, pensar en tener ropa de diseñador, joyas y autos de lujo; es tan fácil como firmar un cheque. Una simple firma y puedes tener el mundo entero; pero no puedes tener el amor con un cheque, no funciona así.

Había tantas palabras que Alessandro no comprendía. Cheque era una de ellas. ¿Qué era ese cheque que podía mover el mundo? Si se trataba de dinero, eran monedas y papel con gente desconocida con cantidades en el mismo. Muchas veces la madre superiora le explico que las caras en el dinero eran gente importante, gente que había ayudado en la revolución; en la guerra y en otros movimientos históricos importantes. Y luego le pregunto que si había gente importante en el dinero, ¿dónde quedaba el papa? Ese día la madre superiora sólo rio y no contesto.

Si la mujer venía de un lugar donde con una firma podía tener todo, ¿la hacía más importante que el papa? En sus años de estudio sabía de la jerarquía del gobierno; la autoridad. Sabía que había un presidente en Roma, reyes en Gran Bretaña y hasta emperadores en Asia. Sabía eso, pero incluso con todos ello, también le enseñaron que la última palabra sobre su persona era el papa.

Alessandro abrió la boca para hacer algo que nunca había hecho: preguntar un nombre.

Pero, Justo cuando estaba a punto de preguntar, una garganta se aclaró.

—Mi señora, es hora de irnos. El jet despega en menos de una hora y debemos pasar por el control.

—Aún no terminó, Carlo.

—Me temo que debo insistir. El jefe me dijo que debía apresurarla, que le prometía que la dejaría venir tan pronto como regresáramos.

La mujer calló.

Alessandro entró en pánico.

Se iba, ¿a dónde? No lo sabía. Pero al juzgar la voz de aquel hombre, sabía que era urgente. ¿Y que si no regresaba?

Un impulso le hizo decir—: Solo termine con la confesión y puede irse, no puede irse sin terminar o la penitencia sería más pesada.

Una risa pequeña salió de la mujer, tan delicada y baja que calentó el pecho de Alessandro.

—Ya escuchaste al padre, Carlo. No puedo irme sin haber terminado.

El hombre murmuró por lo bajo y su voz se desvaneció.

—Gracias—agradeció la mujer—. Atrasar lo inevitable siente bien.

—Estoy haciendo que rompas las reglas.—Medio se lamentó y disculpó Alessandro.

La mujer rio. —Si es en nombre de la palabra del señor, está bien.

Alessandro ya sabía que estaba mal. Estaba blasfemando. Estaba utilizando el nombre de Dios como una excusa.

Tenía que alejarse de ella, poco tiempo y estaba comentando miles de pecados.

—Puedes irte—soltó un poco brusco.

La mujer se levantó y casi se va.

Casi.

—¿Mi penitencia?

Alessandro se congeló. Soltó un pequeño gemido lastimero apenas visible a sus oídos.

¡¿Cómo pudo habérsele olvidado?!

Entonces estaba enojado. No con nadie más que consigo mismo, y aun así, le dieron ganas de seguir pecando.

—Tu penitencia será venir lo más seguido que puedas y contarme más sobre esos deseos que carcomen tu cabeza. Al final del año, tendrás tu penitencia. Y no será bonita.—Termino con una amenaza sin sentido. Temiendo que, se hubiera propasado y recibiera una negativa.

No quería una negativa.

La mujer volvió a reírse de esa forma dulce y suave, para en seguida irse. Se fue sin darle una respuesta.

Alessandro solo escucho el sonido de pasos alejándose del confesionario.

Entonces, sintió la urgencia de salir rápidamente de aquel lugar. Quería una respuesta.

Cuando estuvo afuera, solo pudo vislumbrar un poco de cabello negros con algunos mechones platinados colándose a través de la puerta.

El velo se había ido, sin siquiera haberlo imaginado. Deseaba con tanto fervor que le diera la cara, que volteara el rostro y dejara verla. Pero eso jamás pasó. Y tampoco tuvo su respuesta.

Se sintió decepcionado.

—¡Buu!—Gritaron detrás de su oreja.

Alessandro saltó asustado.

Una risa ya conocida se burlaba de él.

—Amigo estás demasiado nervioso, y mira que tengo aquí; ni siquiera has cerrado el templo. Eres un chico malo que rompe las reglas.

Alessandro lo miró mal.

—No rompí la regla, mis órdenes son cerrar hasta que la última persona se vaya. Acaban de irse. Además, se supone que debes estar haciendo oración Donato.

El mismo río. —Estaba a punto de ir a hacer oración, pero la madre superiora me dijo que no habías ido a cenar y era raro de ti faltar. Así que vine a buscarte. Estaba asustado de que una gárgola fea hubiera entrado al templo y te hubiera llevado volando.

Alessandro caminando hacia la puerta del templo torció los ojos.

—A veces creo que tienes cinco en vez de casi los veintiséis.

Donato se encogió de hombros.

—Escuchó lo mismo de mi familia, debes buscar un insulto más fuerte si quieres herir mis sentimientos.

—No quiero herir tus sentimientos y menos insultarte. Eres un bicho molesto.

—Ah, acabas de hacer Justo lo que dijiste que no ibas a hacer.

Alessandro lo ignoro.

—Oh vamos Alex, a veces eres muy aburrido.

No le prestó atención.

Alessandro salió y tomó la puerta con bisagras delanteras y la cerró. Donato empezó ayudarlo, hasta que rápidamente tenían el templo casi cerrado.

Casi.

Alessandro afuera del mismo miró hacia el cielo. Las estrellas le parecían más brillantes aquel día que cualquier otro. Aspiro una bocanada de aire grande que le supo a libertad.

Y, mientras él gozaba del aire, un auto de lujo lo pasó. Dentro de él, una mujer lo miró embelesada...

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