T R E N T A S E I
Primero que nada, quiero agradecer a todas las personitas nuevas que están llegando y están leyendo. Cada nueva lectura es una bendición para mi.
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Disfruten
Y fue, horrible.
Estaban tan cerca y a la vez tan lejos.
Los primeros días Alessandro se encerró en su habitación por miedo a que alguien los descubriera. Temía de la imprudencia de Gianna y de los ojos curiosos.
Pero, ¿por qué?
Al principio estuvo tentado a dejar la puerta abierta para que ella lo fuera a ver, no fue hasta la primera noche que se dio cuenta de que habría sido un gran error.
Los compañeros de la muchacha tendían a vagar por todos lados de noche —a pesar de que no estaba permitido—. Eran tan curiosos, que él y Donato tuvieron que escoltarlos a sus habitaciones tres moches seguidas.
Las historias sobre los secretos del Vaticano eran universales, tener a un grupo de muchachos curiosos, era como darle fósforos y gasolina a un piromano. Había noches que no dormía porque, en tan solo pasar las doces y las luces fueran apagadas, era el augurio de que los chicos saldrían de curiosos.
Algunas veces los acompañaban, sabían que no podían lidiar con ellos; un dicho famoso decía: si no puedes detenerlos, únteles. Y eso hicieron.
Por supuesto que era más aburrido tener restricciones, pero debían salvaguardar... cosas. Cosas atroces, cosas que debían quedarse en secreto. Dejarlos deambular por aquel lugar era un peligro, pero a la vez, era refrescante.
A Alessandro le gustaba cada cosa que hacía ese grupo de chicos tan inquietos, que empezó a imaginarse una vida como la de ellos. Una en donde caminará libre, bromeará. Le resultaba fascinante ver a aquellos insultarse, para después reír. ¿La gente siquiera usaba insultos para su diversión de hoy en día? Por qué, si a él le decían un insulto, debía ofenderse; contrario a lo que ellos hacían: reírse.
Era por esas cosas y muchas más, que decidió no salir algunas veces, dejándole el camino libre a Donato para lidiar con ellos.
Es que era asfixiante.
Tenerla cerca, olerla, llenarse de su risa y su voz... lo estaba matando cada vez más.
Las ganas de tomarla y besarla ya no cesaban. Las ganas de querer tocarla, había crecido hasta convertirse en un horrible monstruo lleno de necesidad dentro de sí mismo.
Odiaba tenerla cerca y a la vez, es como si estuviera a kilómetros de distancia de él.
Y también tenía miedo.
Algunas veces olvidaba que no solo eran ellos dos, había otras personas alrededor. Varias veces fue descubierto contemplándola embelesado —y no solo por su amigo—, otras personas lo notaban.
Como aquellas vez en la que estaban en el museo del Vaticano y contemplaban la obra Lacoonte y sus hijos, habían contemplado todos aquellos 2,40 metros de altura en su máximo esplendor. Había estudiado a profundidad la obra, habían hecho un estudio sobre las técnicas de escultura y habían tenido un debate profundo sobre el escrito de Sifocles donde explicaban la historia tras aquella magnificencia. Y mientras ella hablaba y explicaba, había perdido el hilo de la discusión y de repente sus ojos no dejaban de mirarle los labios a la muchacha.
No había perdido detalle alguno de cómo sus labios se movían cuando hablaba de arte e historia, de cómo cada cierto tiempo lamía su labio inferior de forma delicada y llenaba sus pulmones de aire con una delicada bocanada. Miro como un suspiro de exasperación se le salía cuando sus compañeros —muy entrados en el tema— empezaban a pelear por ver quien tenía la razón. Había notado una pequeña imperfección en sus dientes incisivos inferiores, donde uno se torcía un poco, pero fuera de hacerla imperfecta, la hacía un ser humano de lo más hermoso.
También noto como se mordía el labio cada vez que sus ojos se cruzaban con los de él.
Ella también lo miraba mucho, miraba ese fuego en sus ojos y como se le dilataban las pupilas. Lo hacía sentirse hermoso.
Pero, lo notaban, claro que lo hacían.
Estaba tan perdido en ella que no se daba cuenta de su propio placer a través de sus ojos. También los de él tenían ese fuego, solo que, los únicos que se daban cuanta de ello, eran los mismos que sentían la misma atracción hacia él, como la que Alex sentía por Gianna.
Por ello y mucho más, estaba temeroso.
Había notado como Donato no lo dejaba solo con ella o evitaba que ambos estuvieran demasiado cerca.
Se había dado cuenta de cómo su amigo trataba de forma diferente a la muchacha y, sabía con certeza, que era por que también vio a través de sus ojos.
Ambos estaban en la mira de Donato.
Pero esa noche... aquella misma noche, cambiarán las cosas.
Todo empezó por ese pequeño golpecito en su puerta.
Alessandro había estado pensando en lo descuidado que había sido cuando escucho aquel ligero golpe, tan delicado, que habría pensado que pertenecía de alguien más; de no ser por ella.
Sabía que era ella, lo que no sabía es si iba a tomar la decisión de abrirle o solo dejarla afuera, dejándola pensar que estaba profusamente dormido. Dejándola imaginar que era demasiado tarde para lo que sea que estuviera tramando.
Pero no pudo.
Existía ese lazo imaginario que lo unía a ella. Eran como voces externas desde el más allá, que le decían que cediera. ¿Acaso no se merecía aunque sea un poco del disfrute carnal que todos tenían?
La mayoría de los sacerdotes, estaban ahí por Dios, pero ¿qué los llevaba a tomar tal camino?
Al menos sabía que ellos habían tenido una familia, una experiencia cercana al amor... una vida. La mayoría habían tenido experiencia que los habían orillado a dicho camino, habían tenido al menos un mínimo disfrute de la vida. Habían sido libres.
Alessandro no había tenido ninguno de los mencionados.
Era por ello, que había tomado la decisión de dejar de pensar por tan solo uno minutos.
Fue por ello, que abrió la puerta.
Y ahí estaba ella: delicada, dulce, nerviosa y, toda suya.
Por qué lo era.
Ella había dicho que iba a enseñarle, ella le había prometido guiarlo y aún así, en aquel mismo momento, quien quiso tomarla y besarla, fue él.
La muchacha se sorprendió cuando la tomó de forma delicada de la muñeca y la halo contra él. Un sonidito de sorpresa se escapó de su garganta, mismo que fue ahogado por un par de labios suavísimos de forma abrupta.
Los oídos de ella captaron el clic brusco del cerrarse de una puerta, seguido de otro más suave que indicaba un seguro puesto.
Las palabras no hacían falta, él la necesitaba y ella necesitaba de él.
Había sido una semana entera de miradas robadas, de sentir el peso de la distancia a pesar de que estaban a sólo pasos. Fue como si el tiempo hubiera sido rudo con ambos, porque en ese mismo momento, sus besos llenos de hambre mostraban lo mucho que se habían anhelado.
Alessandro sostuvo el rostro de Gianna impidiendo que se alejase de él, sus bocas se separaban en cada beso y con cada uno de ellos, sus labios parecían hincharse por el esfuerzo.
Él, tan inexperto, trataban de no abrir la boca demasiado, le dejaba pequeños piquitos pero también, le dejaba pequeños mordiscos en ambos labios, acción que a Gianna le encantó.
Y empezó aquella sensación que Alex tanto aborrecía y a la vez, anhelaba.
Sus pantalones de chándal con los que dormían parecían haber encogido de su zona genital con cada beso nuevo que probaba y Gianna lo sentía cada vez más duro en su abdomen gracias a la altura de este.
Había algo que la hizo perder la cabeza.
Ella le había hecho eso.
Ella había provocado aquello.
Él era suyo.
Ambos estaban en algo nuevo —por que si— también Gianna era nuevo en ello. Tal vez no era tan inocente, ella ya había dado su primer beso hace mucho tiempo, también ya había tenido un par de novios que le habían tomado de la mano o la habían tocado un poco más allá de lo fraternal. Pero ninguno había sido Alex. Ninguno había despertado todas esas sensaciones que el joven sacerdote sí. Era extraño que, después de tanto tiempo, después de tantas cosas, ambos estuvieran en semejante situación: aprendiendo, deseando cosas extrañas.
Entonces ella se aventuró.
Empezó a tocarlo de forma diferente —ya no solo parando en el cuello del muchacho—, empezó a palpar su pecho, sus hombros, sus brazos... hasta llegar a sus manos. Le gusto como se estremecía en donde lo tocaba y le encanta los suspiros suaves que se escapaban de forma suave. ¿Lo que más le encantó? Fue la obvia creciente excitación que ella le provocaba.
El también quería hacerlo, pero se sentía cohibido.
Empezaba a ponerse nervioso y ella lo noto.
—¿Estas bien?—Pregunto Gianna de forma suave, tratando de no asustarlo y tratando de conservar su calor.
Alessandro la contempló un rato.
Sus mejillas se habían sonrojado, sus pupilas se habían dilatado y sus labios eran del doble de su tamaño por lo hinchado de los besos.
Ella era bellísima.
—¿Alex?
—Y-yo, tengo miedo—confesó con voz temblorosa.
—¿De qué?
—Y que si alguien viene y toca la puerta, ¿qué haré?
—Haremos, Alex. No solo estas siendo imprudente tu, yo también soy culpable. Vine a pesar del peligro y de donde estamos. Perdóname por ponerte en una situación así de difícil, pero ya no podía contenerme más.
Alex gimió de forma suave, pero no de forma sexual.
—Siento que todos lo saben, veo sus ojos clavados en mi, como si estudiaran cada pequeña cosa que hago.
Gianna arrugo la nariz.—No creo que sea eso, todos lo hacen, pero no te das cuenta.
Alex negó
—No es así, yo...
—Alex—lo interrumpió tomando entre sus manos su rostro—, tú no te das cuenta, cariño, pero eres realmente bello. No te miran por juzgar tus acciones, te miran, porque para todas las personas que tengan ojos y aprecien el arte, tu eres una cosa divina en persona.
Alessandro no comprendía sus palabras, frunció el ceño y negó con la cabeza.—No lo soy.
—Lo eres, pero estás tan lleno de pureza que no lo ves. A mis ojos, desde el primer momento que te vi, supe que eras bellísimo. Tus labios...—los acaricio para dar énfasis—, tus ojos clarísimos, tu rostro; todo, Alex, todo de ti es perfecto. Eras la escultura de Miguel Ángel personificada para el disfrute mortal. Eres las pinturas de Da Vinci, pintado de forma delicada y, de trazos perfectos. Eres una obra de arte andante y todos lo ven.
No lo entendía.
Él no era todo eso, ¿o si?
Porque si lo era, su mera existencia podría ser un pecado. Podría haber sido un símbolo que incitaba a lujuria. ¿Lo era?
Los seres bellos que venían a la tierra a crear tentaciones, no eran bienvenidos a la tierra del señor. Se les Romana como incitadores, porque, ser bello a veces era más un castigo que un don. ¿No por la bellezas del había pagado tan caro por mucho tiempo?
Hace tanto, ser bello se consideraba un pecado, un truco sucio que venía de la magia negra y la hechicería. Ser bello, era símbolo de que no eras de un mundo humano normal, consideraban que habías comprado esa belleza del diablo. Era un sacrilegio ser bello, porque ser bello llevaba a la tentación, la tentación podría llevar a la lujuria y la lujuria era un pecado. La lujuria podía conducirte a pecar de forma formal o informal, te llevaba al fondo del pecado carnal, hasta que llegarás a las entrañas de algo tan inmoral como el adulterio...
Y eso estaba haciendo Alessandro.
¿Qué no aquel anillo en su buró demostraba su matrimonio y compromiso con la iglesia?
Él estaba casado con su fe, con su Dios. ¡Y en ese momento era un adúltero por engañar a ambos con una mujer!
¿Valía la pena?
¿Valía la pena ser desterrado del edén, de aquel paraíso en el que tanto había vivido? ¿Valía la pena probar el fruto prohibido y ser expulsado de forma cruel? ¿Valdría la pena no ir al cielo?
Lo vale. Y la respuesta llego tan rápido a su mente, que se asusto.
Empezaba a sentir algo más que lujuria por aquella muchacha.
Dios tenga misericordia de él.
Eso.
🤭
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