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Capítulo 2. "Muñeca de trapo".


Camino con presura hacia la magnífica entrada del Norton Simon, la cual se encuentra rodeada de cintas policiales, personas curiosas de la vecindad y varios carroñeros con cámaras y micrófonos, esperando una pista para llenar sus bolsillos de primicias falsas y exageradas.

Odio a los reporteros sensacionalistas, exentos de cualquier empatía hacia las personas que se ven afectadas por meter ellos las narices donde no deben. Son un dolor de ovarios en toda regla.

Pasando las cintas policiales se encuentra la entrada al inmenso jardín que resguarda el museo, tan lleno de recuerdos de mi infancia, cuando solía jugar por los alrededores con otros chicos de la ciudad. Hoy no se siente la misma atmósfera, y el recuerdo se ve opacado por la concentración que me impongo para asumir el caso con la seriedad que se debe. Los nogales, las ornamentas florales o el pequeño lago no llaman mi atención lo suficiente, y me dirijo sin dilaciones hacia la entrada ya a la galería que da apertura al resto del museo.

Y una escena a lo lejos me hace dar un paso en seco, por la impresión. Tal vez estos meses inactiva me han hecho algo de daño, pues nunca antes podría imaginarme impactada por una escena del crimen, por más bizarra o cruel que fuese.

Respiro hondo y continúo, mirando al suelo en lo que recobro la compostura, hasta que mi vista da con unos gastados tacones rojos.

Una rubia alta y de escasas curvas por lo que voy detallando en lo que me acerco más a ella. Parece una modelo, salvo por el desparpajo de cabellos sueltos en su coleta, el maquillaje corrido del día anterior y aquella mancha de café seca sobre su camisa blanca.

Un caos andante, de primera impresión. Y el claro cliché de una investigadora, justo como Leo.

—Hola —le digo mientras le tiendo la mano para presentarme. Ella me mira de arriba abajo antes de devolverme el gesto—, soy Rossane Dawnd, nueva en la agencia.

—Alexandra Duglas, un gusto —responde con una media sonrisa—. Te pongo al corriente de lo que tenemos hasta ahora. —Me hace un gesto para que la siga—, mujer joven, más o menos de tu edad. Causa de muerte aún sin precisar, pero a primera vista parece asfixia. No se ha encontrado arma homicida, ni nada que delate a algún sospechoso de momento. Los forenses se encuentran sacando las últimas muestras…

—Si ya el departamento forense se está encargando, ¿qué pintamos nosotros aquí? —le interrumpo.

No espero respuestas, ni me las ha dado. Mi vista se vuelve a posar con el motivo de mi sorpresa e impacto de minutos atrás. Un rostro bien familiar para mí, pálido y sin muestra de vida alguna. Expresión serena, casi como si estuviese durmiendo; desnuda por completo, salvo por una sábana blanca cubriendo varias zonas claves del cuerpo; recostada sobre una silla de madera fina, posiblemente sacada de alguna otra área del museo. En sus brazos cruzados descansa una muñeca de trapo cualquiera, pero también muy familiar para mí. No hay sangre, ni huellas o pisadas visibles alrededor del cadáver, nada de primeras que pueda dar una pista rápida.

No para los forenses o para la señorita Duglas, pero sí para mí.

—Nos contrató Jennifer Jones, la actual propietaria del museo —me explica mi acompañante al notar que ya analicé la escena—. Ella tiene a un posible sospechoso en la mira, y prefiere no dejarles esta información a un a la policía o los forenses —dice en tono bajo para que nadie más escuche.

—Odethe Davinson —comienzo a decirle, ignorando lo que acabo de escuchar—, estudiante de historia del arte y pasante en este museo como guía. Veinticuatro años, vive en el centro, a unas cuadras de la agencia. Su pasatiempo era la pintura…

—¿La conoces? —me pregunta alguien ubicado a mis espaldas.

Me giro por la sorpresa, y encuentro a un hombre no mucho mayor que yo con una cámara colgada al cuello y guantes en las manos, agarrándola.

Los risos dorados recogidos en un pequeño moño es lo más singular de su imagen, acompañado de una cara pecosa y unos ojos color avellana muy expresivos. A pesar de tener expresión aniñada, posee facciones muy masculinas. Lo más impresionante es su sonrisa, casi perfecta salvo por un diente chueco que, contrario a restarle brillo, le da magia a aquel rostro.

—Estudió conmigo en la preparatoria, pero es dos años menor que yo. No éramos muy cercanas, pero trabajaba para un conocido mío, así que sí, la conocí.

—Entiendo… —dice y luego ensancha más su sonrisa—, soy Cristopher Cirius, pero todos me llaman CC. Trabajo para el departamento forense. Un gusto.

—Lo propio —le respondo—, Rossane Dawnd.

Vuelvo a mirar la escena, ignorando al chico de los rizos y a Duglas. Algo me parece irreal en esa puesta de crimen, un poco forzado. Respiro profundamente y exhalo el aire con lentitud. Doy tres pasos más hacia el cadáver mientras me coloco unos guantes que me tendieron al entrar por el jardín que da hacia donde me encuentro, me agacho y palpo con cuidado la marca de asfixia en su cuello.

Luego corro la sábana, para ver con mayor ángulo la piel de sus brazos, sin encontrar nada. Pero la pista que busco no está sino más arriba, donde comencé a palpar primero, en su cuello, por debajo de su oreja derecha: la marca minúscula de un pinchazo de aguja. Es tan pequeña que apenas se nota bajo la piel violácea de la marca de estrangulación.

—¿Tienes algo? —pregunta Duglas.

Vuelvo la sábana a su lugar y agarro con cuidado la muñeca. Opto por negarle la información aún, e intento encontrar algo más, con el presentimiento de que este caso es un poco personal. Hay cierta duda en mí, cierto recelo respecto a este caso que me tiene dando vueltas la mente. Como un presentimiento muy malo y fuerte sobre el trasfondo del mismo.

Y mis dudas se disipan como neblina al entrar el día, pero un miedo irracional se asienta en mi pecho cuando giro dicha muñeca de trapo, y confirmo la segunda pista que andaba buscando. Trago en seco y la vuelvo a colocar en su lugar.

—Necesito un poco de aire —digo, y soy consciente del tono nervioso en mi voz.

Giro en mis pasos y salgo corriendo de ahí. Necesito aire con urgencia antes de que mis pulmones se tranquen o mi enfermedad comience a dar problemas. Lo veo venir; jamás en veintiseis años fui capaz de dominar el dolor de cabeza o las convulsiones una vez que el ataque epiléptico comenzaba, y menos si era causado por una emoción brusca para mí. En este instante, dudo tener fuerzas para mantenerme en pie si llega a suceder.

El aire frío y las voces del exterior del museo son un consuelo cuando bajo las escaleras y camino a un costado, bordeando el lago hacia la zona con banquillos y vegetación más exótica. Sentada en uno de esos banquillos, saco mi celular con las manos temblorosas, y marco el número de teléfono de Paolo, esperanzada de poder escuchar su voz, y disipar mis dudas.

Pero el timbre sigue y sigue hasta que se corta la llamada sin poder hablar con él. Hago un segundo intento con el mismo resultado.

Ya el dolor en mis sienes ha comenzado a incordiar, y la imagen de Odethe, la víctima, se repite en mi mente. El objeto aferrado a su pecho es una muñeca de trapo que conozco perfectamente. Puede ser casualidad, ya que la chica es contemporánea a mí y para nuestra infancia no era raro coincidir con mismos juguetes, pero algo en mi interior se revuelve y retuerce ante el recuerdo que me trae justo esa muñeca. Las marcas de costura en hilo rojo en la espalda de la misma… esa es mi muñeca, no la de nadie más.

Por más que quiera ser profesional y entrar de nuevo a la escena del crimen, mirar el cuerpo una vez más y mostrar aquel talento que tanto necesito usar, mis pies apenas se mueven de su fija posición. Me siento extraña en mi propio cuerpo, acorralada por demonios inexistentes e irracionales.

Solo puedo reaccionar cuando una cálida voz dice mi nombre, y mis ojos coinciden con unos profundos ojos negros que me miran preocupados.

—Gil… —menciono su nombre en un susurro.

—Ross, calma. —Corre en mi dirección al verme afectada. Me abraza con fuerza, con toda la calidez de un hermano preocupado—. ¿Ha pasado algo malo?

Su pecho me reconforta mientras mi respiración vuelve a la normalidad, y el dolor de cabeza cede en el momento que varias lágrimas salen de mis ojos, aliviando aquella presión mantenida que no me permitía pensar bien.

—¿Cómo alguien pudo hacerle algo así? —pregunto, más para mí misma que para mi hermano. Esa no es la pregunta que me come las neuronas, pero muy en mi interior siento que no debo decir nada sobre la muñeca, siquiera a Gil.

—Es lo que queremos saber. Nos pareció un poco extraño que los llamaran a ustedes para un simple homicidio, pero por lo que veo es un caso bastante complicado.

«Es un caso complicado», y tiene toda la razón del mundo. Por eso mismo debo dejar de lado los miedos, y centrarme en encontrar los porqués, como lo hago desde siempre.

Este caso lleva análisis y corazón, que son las dos cosas que componen el talento que me dio la vida, y del cual estoy tan orgullosa. Por eso debo volver a ser yo, y dar lo mejor de mí antes de ahogarme en especulaciones tontas y paranoias.

—Voy a entrar, ya me siento mejor —le digo a mi hermano. Siento la voz del chico de los rizos y de la agente Duglas, y me separo de mi hermano para ir con ellos—, haré lo mejor que pueda.

—No los abrumes demasiado. Dosifica la información que encuentres o luego te comerán a preguntas. Este es tu primer trabajo luego de mucho tiempo, Ross, y debes evaluar el terreno antes de lanzarte con todas tus armas.

—¡No es un campo de batalla! Pero sí, tendré cuidado con no llamar mucho la atención.

Me da un beso en la frente y aprieta ambas manos, las cuales me agarró al separarnos del abrazo. Le muestro una sonrisa tenue en respuesta al gesto, y luego le doy la espalda para volver a mi labor.

Vuelvo a entrar junto a Alexandra, quien no pregunta por mi ausencia, ni por mis ojos vidriosos. Tal vez la prudencia es una de sus virtudes, o a saber qué rayos piensa, pero agradezco el detalle de guardar silencio.

—¿Encontraste algo cuando la viste mejor? —me pregunta en lo que saca una pequeña agenda del bolso que porta.

—Si, la muerte es reciente, pero no lo suficiente. Hablamos de alguien con conocimiento anatómico post mortem, que calculó el tiempo en que un cuerpo comienza a presentar rigidez y darle forma a la postura que buscaba.

—Al parecer, por las marcas de su cuello, parece muerte por estrangulación manual.¿Coincides?

Observo a Cristopher, alias CC el de los rizos, dando el reporte del caso a mi hermano y su equipo. Vuelvo para Duglas para refutar su teoría.

 —No está claro —le digo con un poco de duda. Desconfío en darle la información, pero termino cediendo y dándole un voto de confianza—, pero es probable que no. Hay una marca en su cuello que puedo especular que sea un pinchazo de aguja. Alguien introdujo algo en su cuerpo, que puede ser la verdadera causa de muerte. Además, mira su expresión.

—¿Qué tiene? —inquiere.

—Parece estar durmiendo. No es la expresión que queda en un cadáver que murió por asfixia, es antinatural. Pero de todas formas los forenses nos dirán esa información precisa cuando se la lleven y hagan la autopsia, es lo de menos. Por ahora, calculo unas… seis; ¡no!, siete horas desde su deceso. Eso nos da un margen de tiempo para buscar culpables.

—Tiene sentido —dice en voz baja, como pensando—, pasemos entonces a los detalles.

—Ya los tengo —le vuelvo a interrumpir, logrando una expresión de genuino asombro en su rostro. Amo crear esas sensaciones, hacen que mi ego se eleve y sea más excitante y divertido mi trabajo—. La víctima recrea uno de los cuadros de este museo, el de “La virgen y el niño”, de Rafael. Hablaríamos entonces también de un conocedor de las artes, o de solo un tonto que cree poder confundirnos con algo tan simple.

—¿Cómo que confundirnos? —sigue preguntando y apuntando todo en su agendita, atónita por la información que le estoy brindando.

—Si, confundirnos. No creo que el asesino sea alguien muy amante de las artes. No es pulcro, ni limpio en su proceder. Una persona impaciente normalmente no encaja en el molde de un espectador del arte.

—No hay huellas o algo visible que corrobore tu hipótesis —niega ella—, todo está demasiado limpio.

—Depende de los ojos que lo vean, y el ángulo. Hay muchas pistas aquí, comenzando por la propia silla donde está sentado el cadáver, y la marca en su cuello.

—Eso es especulación, Rossane, y no creo que nos lleva a algún lado —dice alguien detrás de nosotras.

A pesar de haberla escuchado solo una vez, la reconozco al instante. Es Maxwell Bronthew, el hombre de traje y gabardina que me dio la dirección del museo —aunque ya la sabía de antes, obviamente—, y pretendió formar este incómodo y nada conveniente equipo con la desaliñada rubia.

Quiero darle alguna contesta inteligente, que lo ponga en su lugar y así demostrar de lo que estoy hecha. Conmigo no van las especulaciones, llevo más de seis años viviendo de este trabajo como para que me vengan a encarar así.

Pero es solo mirarlo y mi boca no articula sola palabra. ¡Diablos! No había notado antes lo atractivo que era aquel hombre. Su mirada cansada, pero con brillo, y aquellas arrugas en la frente de tanto fruncir el ceño; la barba de días y el hoyuelo en su mejilla por su media sonrisa; su estatura y su porte no están nada mal tampoco, aunque, ¿quién no se vería bien en un traje a la medida como el suyo? y aquella gabardina larga que le daría a cualquier hombre un aire misterioso y sensual…

«Calma, Rossane», me repito en mi mente varias veces.

Respiro hondo y recojo la dignidad y la baba del suelo de forma figurativa en mi mente, y luego me dispongo a mostrarle mi planteamiento de la forma más masticada posible.

—Especulación o no, podría ser un hecho, señor Bronthew…

—Maxwell… —Me interrumpe con deje enojado en su voz.

—Llámale por su nombre —explica Alexandra Duglas, quien entiende al parecer el porqué de la molestia de nuestro acompañante—, y a mí también. En este trabajo importa más la confianza que la educación, así que es más cómodo comenzar por lo básico: tutearnos.

—Entiendo —afirmo sin preguntar. Debo seguir el hilo de mi argumento, así que continúo, restando importancia a la interrupción anterior—. Maxwell, Alexandra; el asesino la mató aquí. Es sabido que el museo es limpiado dos veces al día y no es hasta luego de las doce del mediodía y a las doce de la noche, salvo días de subasta. Por el cálculo de la hora de muerte, él mató a la víctima después de que limpiaran, en la madrugada.

—¿Y dónde están las pistas de las que hablas? —Alexandra ya me tiene un poco cansada con sus preguntas estúpidas. Es por eso que no necesito un compañero, solo estorban.

—Se ve que no sabes nada de arte… —hablo por lo bajo, pero de todas formas me escuchan.

—Ilumínanos, Rossane —me encara Maxwell, cruzando sus brazos y con una expresión de desafío en su rostro.

Me encanta esa mirada, como si quisiera retarme. No me conoce de nada y se quiere pasar de listo conmigo, es muy excitante. Estoy a punto de responder, pero CC se acerca a nosotros, cortando mi intensión de hacerme la lista con aquel que cree ser mi jefe.

Y gracias a dios que lo hace. Recuerdo por un momento las palabras de mi hermano: «dosifica la información» y «no los abrumes».

—Ya nos vamos a llevar el cuerpo —dice el de los rizos. Me mira, con su expresión divertida y jovial—, nos vemos otro día, chica nueva.

—Yo también me voy —aprovecho para escabullirme—, más tarde paso por la agencia y les cuento el resto.

Salgo disparada de ahí a pesar de los gritos de Maxwell, con muchísima hambre y el corazón en la boca. Por poco meto la pata, debo tener más cuidado a partir de ahora. No puedo dejar que mi ego me cause problemas el primer día. Esto mismo me hizo perderlo todo en mi anterior trabajo, así que tengo que pisar bien el terreno en este, antes de mostrarles todo mi potencial.

No quiero volver a perderlo todo y huir, por culpa de algo que está fuera del entendimiento de cualquier ser humano común.

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