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Esperanza

Llamé a un taxi y le di la dirección de casa de mis padres, es decir, mi casa de ahora en adelante. Mi mente, era un torbellino de ideas, tales como: ir a ver a Julio,  dejar que me llame él primero o llamarle yo aunque ni siquiera tenía su número.

Sabía que sólo yo sentía algo por él, que mis sentimientos no eran correspondidos, aún así, me moría de ganas de verlo de nuevo. A partir del diez de enero, tendría que ir a rehabilitación una vez por semana, pero se encargaría de dirigirme una chica llamada Candy. Julio trabajaría por allí, seguro que se acercaría para hablar conmigo, tenía que prepararme, para verlo, hablar con él tranquilamente sin quedarme con la boca abierta y parecer  una tonta.

Me concentré en el camino que tomaría, para volver a mi vida normal. Traté de pensar en todo lo que me tocaría hacer a partir de ese día. Lo primero adecentar la casa que estará llena de polvo, comprar comida y productos necesarios del hogar, luego buscar trabajo.

No parecía muy difícil, dicho de ese modo, pero se trataba de un verdadero desafío para mí. Todavía necesitaba las muletas en algunos momentos, aunque empezaba a andar ayudada por un bastón, no tenía ni idea de cómo iba a arreglármelas para hacer la comida ya que no sabía cocinar, ni cómo iba a limpiar los muebles altos, si no me veía capaz de subirme a una escalera. Dos lágrimas se escaparon de mis ojos al pensar, que iba a estar sola en casa, que al llegar no me esperaría nadie para recibirme con los brazos abiertos. Sólo la soledad sería mi compañía.

El taxi aparcó delante de mi puerta y el taxista, un hombre muy amable, se bajó a ayudarme con mi equipaje. sacó la silla de ruedas, la desplegó, luego colocó la bolsa encima y me ayudó a bajar del coche.

Me dirigí con paso inseguro hacia la entrada de mi casa. Incluso antes de entrar, ya llenaban mi cabeza recuerdos de mi infancia y de los últimos días con mi familia.

Metí la llave en la cerradura y abrí. Antes de pensar, sentir o mirar a mi alrededor, entré la silla de ruedas y cerré la puerta detrás de mí.

Al llegar al  salón comedor, los recuerdos, el dolor, la tristeza y las lágrimas se abalanzaron sobre mí y, con un gran esfuerzo, conseguí llegar hasta el sofá, para no caer al suelo allí mismo. 

Me doblé sobre mi misma, rota de dolor. Había conseguido controlarlo, en el hospital y el centro de rehabilitación, pero al llegar a mi hogar, todo se había agolpado en mi corazón y en mi mente, para hundirme en una profunda tristeza.

La psicóloga ya me lo había advertido. Me dijo que volver a casa sería duro, pero no creí que lo fuera tanto.

No sé el tiempo que permanecí encogida en el sofá, pudieron ser minutos...o horas. Cuando conseguí controlar el dolor, me levanté y llevé mi ropa a la habitación. 

Me senté en mi cama, entonces advertí que, en mi mesilla de noche, todavía estaba la foto que un día me hice con Daniel, mi exnovio. Él nunca me ayudó a sobreponerme al desastre en el que se había convertido mi vida. Cogí la foto y la miré, cargada de rencor hacia él. Me había abandonado a mi suerte sin darme el más mínimo apoyo. En un arrebato, lancé la foto con marco incluido al suelo,  provocando un gran estruendo y una miríada de cristales que quedaron esparcidos por la habitación.

La tristeza invadió mi alma, pasé toda la tarde sentada en mi cama, llorando. No me atrevía a salir de mi habitación, para evitar más recuerdos, aunque fuese una estupidez. En algún momento tendría que salir y enfrentarlo todo. 

Aún no, pensé, hoy ya no puedo resistir más dolor, mañana... quizás consiga dar una vuelta a toda la casa y enfrentarme a los recuerdos. Quizás mañana... pueda procesar lo que pasó...consiga pasar página y seguir adelante... quizás mañana.

Con ese pensamiento, me quedé dormida sobre mi cama y llegó Navidad. No me esperaban regalos debajo del árbol, de hecho, no había árbol en casa, ni decoración navideña. No tenía a nadie que, me despertase de madrugada para decirme que había llegado Santa. La soledad y los recuerdos era lo que me quedaba allí.

Controlé mis emociones, me duché, me puse ropa cómoda y salí de la habitación: Recorrí cada rincón de la casa, hasta que volví al salón y me senté de nuevo en el sofá. Estaba mejor que el día anterior, aunque la tristeza no me abandonaba. Estaba asumiendo, al fin, que no volvería a ver a nadie de mi familia, pero estar allí me hacía daño. Decidí llamar a la fundación, que se encargaba de mi, para pedirles que pusieran a la venta aquel piso y compraran otro más pequeño para mi sola. Me dolería salir de la casa de mi infancia, pero lo necesitaba.

El día de Navidad, el más triste de mi vida, llegó a su fin. Le siguió otro día más y otro en los que me comportaba como un alma en pena. El cuarto día, me dijeron que tenía la posibilidad de comprar un piso de una habitación, que el precio era asequible con el dinero de la indemnización por el accidente, eso me permitía adquirirlo, sin necesidad de esperar a vender el grande. Les di el ok y  lo compraron a mi nombre sin siquiera haberlo visto.

El Lunes por la mañana, fui al centro de la ciudad y me encontré con uno de los tutores de la fundación. Me acompañó a ver el apartamento que había comprado.

Estaba situado en el centro,  tenía cerca un parque infantil y un pequeño jardín para pasear. Subí al tercer piso en el ascensor y, al entrar, me enamoré perdidamente de aquel lugar.

Lo decoré con muebles vintage de segunda mano, trasladé toda la ropa y cosas que podría necesitar desde el piso de mis padres.

El 15 de enero, tres días después de mudarme, entré al ascensor para subir a mi nueva casa y, mientras me miraba en el espejo, alguien bloqueó la puerta para evitar que se cerrase y poder entrar. No me fijé quién era,  un vecino evidentemente, todavía tenía que adaptarme a vivir allí sola y después volvería a recuperar las ganas de conocer a otras personas. Me di la vuelta porque, a pesar de todo, sentía que debía ser educada y... me quedé de piedra.

Ante mí vi a Julio, que me miraba igual de  sorprendido que yo. No nos habíamos visto desde mi última sesión de fisio antes de nochebuena. Le miré a los ojos y vi un brillo especial en ellos.

Me había quedado sin palabras al verle, fue él quién inició la conversación: 

—Hola Sara, ¿Qué haces por aquí? Te veo muy bien.

Tras intentar controlar los latidos de mi corazón, logré hablar con relativa normalidad.

—Hola, estoy viviendo aquí, cerré el piso de mis padres y me he mudado al tercero B.

—¿En serio?— Contestó mostrando una genuina sorpresa.

—Si, no podía seguir viviendo en el piso de mis padres, demasiados recuerdos.

Miré al suelo para concentrarme y no llorar.

—Te comprendo. Yo vivo en el Cuarto A. Somos vecinos. Ahora que ya no soy tu terapeuta, seré tu vecino. ¿No te parece genial?

—Lo cierto es que es una verdadera sorpresa. No esperaba verte por aquí, me he llevado una alegría.

Vi que se quedaba un momento pensativo, como si no se atreviese a decirme alguna cosa. Tras ese instante, con una sonrisa, me miró y me dijo: 

—Si puedes venir a mi casa un momento, me gustaría hablar contigo.

Me temblaron las rodillas y le respondí sin pensar.

—Claro...

Subí al piso de Julio y entré en su casa, era la primera vez que iba. Me gustaba la decoración, aunque todo estaba un poco desordenado.

—Lo siento Sara, esto está hecho un desastre, no esperaba a nadie.—Se justificó.

—No te preocupes, ni me había fijado.

Entramos en la sala de estar, muy parecida a la mía, y me invitó a sentarme.

—Siéntate en el sofá.—dijo mientras retiraba algo veloz de allí y se lo llevaba.

—¿Quieres una coca cola Sara?—Preguntó.

—Sí gracias.

Regresó con dos coca-colas en la mano y se sentó en una silla frente a mi. Parecía tan nervioso como yo, no dejaba de mover su lata de una mano a otra.

—Quería hablar contigo, pero no tenía tu número de móvil.— Me dijo en voz baja. 

—Es verdad, nunca nos dimos el número de teléfono.

Quizás porque nos veíamos cada día, o tal vez porque no pensábamos que fueran a darme el alta tan pronto, no habíamos sentido la necesidad de darnos el número.

—No sé por dónde empezar..— Dijo mirando el suelo.

—La mejor opción es el principio.

—Lo sé, estoy nervioso.—Confesó

Lo miré a los ojos y sentí una corriente entre los dos. Yo también estaba nerviosa y, no quería imaginarme lo que me iba a decir para no llevarme una decepción. Pero estaba como un flan: me temblaban las piernas y mi corazón estaba acelerado.

—Sara, nos conocemos desde hace seis meses, hemos luchado juntos por tu recuperación y me alegro que hayas conseguido volver a caminar y puedas ser independiente. 

—Sin ti, no lo hubiera conseguido, me dabas fuerza y ánimo cuando tenía un mal día. No quise marcharme sin despedirme, pero me dieron el alta y no pude quedarme hasta que volvieras. Mañana vuelvo a Fisioterapia con Candy. pensaba hablar contigo entonces.

—No te preocupes, lo sé. Cuando me fui el último día nadie me dijo que te darían el alta el 24.  De haberlo sabido te hubiera ayudado a recoger las cosas y te habría acompañado a casa, debiste sentirte muy sola, lo siento.

Me cogió las manos mientras me hablaba.

—Bueno, el alta total no lo tengo, aún he de ir a rehabilitación una vez por semana hasta, por lo menos, el verano, si todo va bien.

Julio me miraba y yo no era capaz de descifrar su expresión. Sentía el calor de sus manos en las mías. Siguió hablando.

—Sara, lo que quería decirte es que las cosas ahora ya son diferentes entre nosotros.

Me asusté al oír eso, me imaginé por un momento que me diría algo así como que ya no quería seguir manteniendo la relación que teníamos.

—Ya no soy tu terapeuta.— Añadió.

—¿Pero podemos ser amigos no?— Le pregunté, muy asustada.

—De eso quería hablarte. 

Ahora sí quería morirme, no quería ser mi amigo, eso significaba que nunca lo había sido en realidad. Era una manera de estimular mi recuperación. Estaba haciendo su trabajo.

—No puedo ser tu amigo, ya no puedo fingir más.

—¿Ha sido todo una farsa?— Le pregunté con los ojos llenos de lágrimas. Retiré mis manos de entre las suyas.

—No, no me entiendes, deja que te explique...

—No hace falta. — Contesté poniéndome en pie  para irme antes de que me viera llorar.

En ese momento se levantó rápido y me abrazó.

—No te vayas, deja que te lo acabe de contar, después, si quieres, puedes irte, pero déjame decirte una cosa.

Con sus brazos rodeándome y las lágrimas rodando por mis mejillas, me detuve y esperé. Estaba preparada para sentir el dolor en el corazón, cuando me dijera que no quería verme más.

—Sara, no puedo seguir siendo tu amigo. Mientras éramos terapeuta y paciente, no podía permitirme ser otra cosa, pero cuando mis manos masajeaban tu espalda, debía concentrarme para no dejarme llevar y acariciarte. Cuando estabas a punto de caer y te apoyabas en mí, quería besarte. He luchado mucho, para no expresar este sentimiento, pero ahora puedo decírtelo alto y claro, Estoy enamorado de ti y no puedo ser sólo tu amigo.

Lloré al oírle decir aquello. Me di la vuelta para quedar cara a cara,  toqué suavemente sus mejillas, acerqué mis labios a los suyos y le di un beso, ligero como una mariposa. 

—Yo también me he enamorado de ti, Julio. Desde hace tiempo, he estado ocultando estos sentimientos porque creí que tú no sentías lo mismo que yo.

Una gran sonrisa iluminó sus ojos, me cogió por la cintura y dio vueltas por el comedor conmigo en volandas. Me abrazó muy fuerte y me dio un beso profundo lleno de promesas.

@Queenofdrama10

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