XLIX
Inglaterra venció a China por cuatro goles a cero y Alexia Putellas se quedó dormida a las cuatro de la mañana. Elena suspiró de alivio en el momento en el que notó la respiración de la rubia relajarse. Su descanso duró hasta las diez de la mañana, cuando un puño aporreó la puerta de al lado.
Las dos mujeres abrieron los ojos al mismo tiempo. Sobresaltadas, se sentaron sobre el colchón en el momento en el que la segunda tanda de golpes se escuchó contra la madera.
—¡Ale! —exclamó—. Despierta, vamos —Alba gritó desde el pasillo—. He venido para llevarte a desayunar. No pienso dejar que te quedes ahí dentro autocompadeciéndote.
La persona requerida, a una puerta de distancia, hundió su cara entre las manos, bufando. Cómo iba a explicarle a su hermana por qué se encontraba en otra habitación.
—Rápido —susurró—, mándale un mensaje.
Alexia asintió, buscando su teléfono y escribiendo rápidamente a su hermana.
Alexia
¿Quieres que tomemos un café? Te espero en el sitio al que fuimos el otro día después de comer.
El teléfono de la rubia vibró casi al instante. Pudieron oír los pasos en el pasillo alejarse de la habitación. Ambas suspiraron con alivio al leer "Voy" en la pantalla del móvil de la catalana.
—¿Podrás adelantarla?
—Imposible —respondió, tomando algunas de las cosas que había traído con ella—. Le diré que vengo desde otro sitio.
Elena asintió, todavía con cierto agobio. Después, sonrió divertida.
—Menos mal que ha funcionado. No sé cómo se hubiera tomado...
—Mal, ya te lo digo yo —respondió, interrumpiéndola. Dio un par de pasos hacia la puerta y se detuvo cuando sus manos tocaron la manilla—. Oye —Se volvió—, muchas gracias por lo de ayer. De verdad.
—No tienes que darme las gracias. Sabes que estoy aquí. Siempre.
Alexia sonrió, caminó sobre sus pasos y se acercó a la asturiana. Con un gesto tan extraño que se antojaba torpe, envolvió el cuerpo de la morena con sus brazos. No apretó demasiado, tampoco lo alargó. Elena no dijo nada, aunque su corazón estuviese a punto de salírsele por la boca y Alexia tampoco, a pesar de que se había dejado llevar a su lado una vez más. Sólamente tragó saliva y abrió finalmente la puerta.
Frente a ella, se apareció el horror. Como si de un demonio se tratara, envuelta en un halo de llamas y tortura, Alba Putellas la observaba, molesta, de brazos cruzados y apoyada contra la pared contigua.
La seleccionadora se quedó petrificada.
—¿Te crees que soy gilipollas o qué? —La mayor de las Putellas tragó saliva. Elena, desde el interior, se hizo pequeñita, tratando de desaparecer allí mismo—. ¿No me iba a parecer raro que te diera por hablarme justo cuando te pego a la puerta? —Alexia se mantuvo callada, tratando de encontrar una respuesta mínimamente adecuada a la situación—. ¿Quién está dentro?
—Nadie —respondió firme—. Esta es mi habitación.
Alba se separó de la pared y dio un par de pasos hacia la puerta, todavía semiabierta de la habitación, Alexia trató de interponerse en su campo de visión.
—Bueno, ¿nos vamos a comer? —insistió la rubia.
—Dime quién hay en la habitación —repitió, más enfadada—. ¿Crees que porque cierres la puerta o te pongas delante me voy a olvidar? Sé perfectamente que esta no es tu habitación.
—Alba, no...
La pequeña de las hermanas bufó, apartando a la rubia de su camino y encaminándose hacia el interior de la habitación, puediendo apostar a quién se encontraría y rezando por equivocarse. Elena la esperaba sentada sobre el colchón, incapaz de mantener sus manos quietas en ninguna posición.
Los ojos de Alba se clavaron en la mirada de mil colores como si hubiera visto unos ojos similares más de un millón de veces y simplemente los hubieran detestado. No ocultó su gesto de molestia al verla allí, en medio de una cama doble y todavía en pijama, igual que su hermana. Apartó la vista hacia el suelo y se mordió el interior de la mejilla tratando de no alertar a todo el pasillo de lo que acababa de ver con toda clase de palabras malsonantes.
—Tienes mucho valor.
Elena tragó saliva, sin nada que discutir. Lo tenía. No sabría cómo hubiera reaccionado de ser ella la que estuviera en su lugar.
—Alba, no es lo que parece, de verdad —suplicó Alexia, interponiéndose entre ambas antes de que su hermana le arrancara la cabeza.
—¿Y qué es entonces? —cuestionó, dirigiendo su ira hacia la seleccionadora—. No debería estar compartiendo ni espacio físico contigo —Luego, se volvió de nuevo hacia la asturiana—. ¿Qué hace mi hermana en tu habitación?
—Vine aquí a preguntar un par de cosas para el entrenamiento. No te dije nada porque sabría que pensarías lo que no es.
—Alexia, de verdad. Ni se te ocurra mentirme otra vez.
Elena suspiró poniéndose en pie.
—Me quedé con Alexia revisando el partido de ayer. No quería dejarla sola. Terminamos quedándonos dormidas después de varias horas.
La explicación no ablandó el gesto de Alba en lo más mínimo.
—¿Y por qué tienes que venir a ayudarla tú? Yo estoy a cinco minutos de aquí. Si ella hubiera necesitado a alguien podría haberme llamado.
—Alba, eso no es justo —La mayor de las hermanas trató de poner paz.
—¿Quién te crees que eres para acudir? ¿No le has hecho ya suficiente daño? —escupió—. No tengas la poca vergüenza de justificarte como si nadie más pudiera haber tomado tu papel.
—¡Alba! —exclamó.
—Tiene razón —concedió la chica de la mira policromática—. No tenía por qué ser yo. Tu hermana ni siqueira me lo pidió. Me presenté aquí y me metí porque yo lo decidí así.
Alba la observó, furiosa, como si las palabras de Elena no fueran más que gasolina para el fuego que ardía en su pecho.
—¿Porque tú lo decidiste? —repitió Alba, su voz teñida de incredulidad y rabia contenida—. ¿Y quién te crees que eres para decidir lo que es mejor para ella? —sus ojos se movieron con rapidez entre Elena y su hermana, con una mezcla de frustración y confusión—. Tú no tienes ese derecho, Elena. No más.
El silencio que cayó entre las tres fue pesado, casi palpable. Alexia respiró hondo, tratando de mantener la calma, pero sus manos temblaban ligeramente, y se las frotó en un gesto que no pasó desapercibido para Alba.
—No me lo recuerdes —murmuró Alexia, la voz cargada de cansancio—. Alba, por favor, no ahora.
Pero Alba no podía dejarlo pasar. No cuando había visto cómo Alexia había quedado rota durante tantos años. Había tenido que sacar a su hermana mayor de la cama más veces de las que podía contar, la había visto vomitar por la ansiedad, perder peso de forma enfermiza, perder el brillo de los ojos. La rabia y la tristeza de haber sido testigo de todo aquello volvieron a ella como un torrente imparable.
—¿No ahora? ¿Es que vas a seguir haciendo esto? —preguntó con el tono en aumento—. Cada vez que Elena aparezca, ¿vas a dejar que te arrastre con ella otra vez? Como si nada hubiera pasado, como si no te hubiera destruido y desaparecido sin más. ¡Y luego regresa y actúa como si no hubiera dejado una herida abierta! —Se volvió hacia Elena con los ojos encendidos de furia—. Y tú... ¡No tienes ni idea de lo que le hiciste!
Elena asintió lentamente, mordiéndose el labio. Su mirada cayó al suelo.
—Lo sé —susurró—. Sé lo que le hice, Alba. Créeme, no pasa un solo día en que no me arrepienta de todo.
—¡No, no lo sabes! No te atrevas a pensar por un segundo que sabes lo que le hiciste pasar —gritó Alba, dando un paso hacia adelante, lo que hizo que Alexia levantara las manos como si estuviera apaciguando a una fiera.
—Alba, por favor, escúchame —rogó Alexia, la voz quebrándose ligeramente—. No es lo que crees.
—¿Que no es lo que creo? —respondió Alba, cruzándose de brazos de nuevo, su cuerpo rígido, apenas controlando todas las emociones que la abrumaban—. ¿Otra vez lo mismo, Ale? ¿Otra vez cayendo en el mismo círculo? —Se llevó una mano a la cabeza, como si intentara aliviar el dolor de sus propios pensamientos—. Pasaste diez años hundida, Ale. ¡Diez años! Eso es una puta década. Tardaste una puta década en librarte de ella y cuando por fin parecía que había luz al final del túnel, vuelve y te metes de lleno otra vez. Lo siento mucho, pero no pienso quedarme a verlo. No puedo.
Alexia sintió el peso de sus palabras cuando Alba abandonó la habitación y la atmósfera le resultó asfixiante. Sabía que su hermana tenía razón. Sabía que Alba había estado a su lado, aguantando su dolor, recogiendo los pedazos en los que se había convertido después de la desaparición de Elena y que estaba en todo su derecho al sentirse traicionada.
—Alba... —su voz era apenas un susurro ahora, mientras trataba de alcanzarla a paso rápido por el pasillo—. No es tan simple.
—¿El qué? —Alba no bajaba la guardia—. ¿Intentar justificar a alguien que no se merece otra oportunidad?
Elena las observaba en silencio desde el marco de la puerta. No intentó defenderse ni acercarse, pues no tenía derecho a hacerlo. Lo que Alba decía era cierto. Había causado un daño profundo en alguien a quien la catalana menor quería y, por más que quisiera negarlo, no podía huir de esa verdad.
—Estoy intentando entenderme a mí misma —contestó Alexia finalmente—. Estoy intentando lidiar con esto, Alba. No es tan simple como olvidarlo todo y seguir adelante. Y sé que lo que hizo Elena estuvo mal, muy mal... Pero no es tan sencillo.
—¿No es tan sencillo? —repitió Alba, negando con la cabeza—. Ale, no puedes volver ahí. Lo que sea que te esté diciendo, olvídalo. No estás pensando con claridad, como aquella noche en el hotel, se te está yendo la cabeza.
Alexia se acercó a su hermana, colocando una mano suavemente sobre su brazo, en un gesto que intentaba tranquilizarla.
—Alba, pasaron diez años y no logré olvidarla. No puedo seguir huyendo de lo que siento, de lo que pasó. Y tampoco puedo pedirte que lo entiendas o que lo aceptes. Sólo... dame tiempo.
Alba miró a su hermana, y por un momento su rostro mostró una tristeza profunda. Era doloroso para ella ver a Alexia lidiar con aquello, era doloroso siquiera pensar en la idea de que la hubiera dejado entrar de nuevo en su vida, también que nunca hubiera conseguido borrarla de ella del todo. La había visto intentarlo, la había visto luchar por ello; pero había algo entre ellas dos que no había sido capaz de romperse. Y ella, de nuevo, no podía salvarla.
—No confío en ella, Ale —dijo finalmente, con la voz más baja, casi derrotada—. Y no quiero que vuelvas a pasar por lo mismo.
Alexia asintió.
—Lo sé —dijo—. Pero necesito hacer esto. Necesito saber qué hubiera pasado si lo intentara.
Elena observó la escena en silencio, sintiéndose más fuera de lugar que nunca. Sabía que había irrumpido en un espacio que no le correspondía y que quizás nunca volvería a ganarse la confianza de Alba, o incluso de Alexia. Pero no podía evitar estar allí, aún cuando sabía que su presencia sólo traía complicaciones.
—Alba... —Elena habló suavemente—. Entiendo que no me perdones. Y no espero que lo hagas. Sólo quiero que sepas que no estoy aquí para hacerle daño otra vez. Estoy intentando ser mejor, para ella, y para mí misma. La quiero.
Alba la miró con dureza.
—No me importan tus intentos, ni lo que digas que sientes por ella. Lo que me importa es que no vuelvas a hacerle daño —sus ojos se volvieron hacia Alexia una vez más—. No vuelvas a romperla, Elena, te juro que no volverás a tener otra oportunidad. Por favor, no vuelvas a hacerle eso.
Elena asintió, sin discutir. Sabía que cualquier palabra adicional sólo empeoraría las cosas.
—Odio verla a tu lado —insistió—. Me revuelve el estómago. ¿Qué pensará mamá?
Alba dio un paso atrás. No podía apartar la mirada de Elena, como si en el momento en que sus ojos soltaran los de la asturiana, ella se sentiría libre de acercarse de nuevo a su hermana, como si nadie las viera, como si nadie tuviera nada que decir. Sentía cómo todas las formas verbales de herir a la mujer que la observaba con vergüenza desde el marco de la puerta trataran de atravesar su piel para llegar a ella. Pero Alexia estaba en medio y ella también saldría herida.
Aquello no estaba planeado. La rubia no estaba lista para enfrentarse a la desaprobación de su familia, al pudor de haber faltado de tal manera al respeto por sí misma, a la memoria del dolor al que tanto le había costado superponerse. Los ojos llorosos de su hermana, enmarcados por una expresión de genuino dolor y confusión se tendían sobre su pecho como una losa.
—Tú no cambias —murmuró Alba, dirigiéndose a Elena—. Estás aquí otra vez, prometiendo lo que sea necesario para tener a Alexia cerca, pero no me engañas. No he olvidado lo que hiciste, ni lo que le causaste.
Elena mantuvo la mirada baja, sintiéndose más pequeña con cada palabra que Alba arrojaba contra ella. Sentía la culpa, el peso de su pasado aplastándola, pero no podía simplemente ignorar lo que aquello también significaba para ella, el hecho de que en aquel momento, por mucho que las palabras de la menor de las hermanas la estaban hiriendo, sólo podía pensar en lo que aquello podía estar dañando a Alexia. Y eso lo cambiaba todo, pues ella siempre era la primera en sus prioridades. Respiró hondo y, por primera vez, alzó la vista hacia Alba con firmeza.
—Sé que no tengo derecho a pedirte que confíes en mí —dijo Elena, su voz temblando pero decidida—. Pero quiero que sepas que no estoy aquí para jugar con Alexia. Todo lo que he dicho es cierto. No importa si no me crees, no importa si ni siquiera ella me cree. Estoy enamorada de tu hermana. Y ojalá hubiera tenido la fuerza necesaria para quedarme y enfrentarme a todo lo que estaba pasando de una manera mejor; pero no lo hice. De verdad pensé que mi marcha la ayudaría. No pregunté por miedo a no saber volver a marcharme.
Alba se rio con amargura, sacudiendo la cabeza con incredulidad.
—¿Ayudarla? —repitió con desprecio—. Ni aunque pasaran cien años sería capaz de perdonarte lo que le hiciste. Si ahora mismo estoy manteniendo un mínimo de respeto por ti es por el simple hecho de no querer que mi hermana sufra más por ti.
Alexia sintió un nudo en la garganta, luchando por mantener la compostura mientras su hermana hablaba. Quería interceder, defender a Elena, pero también sabía que Alba tenía razón en muchos aspectos. Las cicatrices que había llevado durante esos años todavía dolían, y no podía ignorar el miedo que sentía en el fondo de su alma: ¿Y si realmente estaba cayendo en el mismo error? ¿Y si perdonar a Elena era traicionarse a sí misma y a todo el dolor que había soportado?
Por un momento, las palabras de Alba resonaron en su cabeza, y Alexia se sintió débil, como si estuviera a punto de derrumbarse bajo el peso de sus propias dudas. Pero entonces, una voz suave, apenas un susurro, rompió su letargo interno.
—Ale... —Elena la llamó, con cautela, dando un paso hacia ella—. No tienes que decidir nada ahora. No tienes que decir nada. Sólo quiero que sepas que estoy aquí, que no me voy a ir. No esta vez.
Alexia cerró los ojos por un momento, sintiendo el conflicto revolverse dentro de ella. Quería creerla, lanzarse a la piscina; pero aquellas mismas palabras habían salido de su boca poco antes de marcharse, mientras ella misma, envuelta en la ansiedad de sentir que algo no iba bien, suplicaba a Elena que le contara la verdad, si había dejado de quererla. El amor propio que Alba tanto le recordaba, la lealtad hacia su hermana, el miedo a repetir los errores del pasado... Pero también el amor profundo, innegable, que aún sentía por Elena, a pesar de todo. Las emociones chocaban entre sí como olas furiosas en su interior, dejándola sin aliento.
Cuando abrió los ojos, vio a Alba ya de espaldas, alejándose por el pasillo. Su figura rígida y decidida, cada paso un recordatorio de que no iba a permitir que Alexia se destruyera con su beneplácito. La voz de su hermana resonaba en su cabeza: "No confío en ella... No puedo verte así otra vez".
—Lo siento, Ale —dijo Alba finalmente, antes de girar la esquina y desaparecer de la vista—. No puedo apoyarte en esto. Cuando abras los ojos, estaré aquí para recogerte. Pero no voy a quedarme mirando cómo te destroza otra vez.
El golpe final de la puerta hacia las escaleras cerrándose resonó en el aire, dejándolas a ambas, Alexia y Elena, sumidas en un silencio incómodo y opresivo.
Alexia se quedó inmóvil, en medio del pasillo, mirando en dirección a la puerta por la que su hermana acababa de marcharse. La estancia se sentía más pequeña, asfixiante, como si las paredes se cayeran sobre ella.
Elena, de pie a unos pocos pasos de distancia, sintió la presión de las lágrimas amenazando con caer, pero las contuvo. Este no era el momento para mostrarse vulnerable; sabía que no tenía derecho a exigir más de Alexia. La había lastimado antes, y ahora su lugar era esperar, demostrarle que esta vez estaba aquí para quedarse. Merecía la culpa que en aquel momento la destrozaba, merecía las palabras que había escuchado de la boca de la catalana; pero no Alexia. Ella no merecía nada de lo que acababa de escuchar.
—Ale... —murmuró con voz suave, dudando si debía acercarse o no—. ¿Estás bien?
Alexia no levantó la vista. Sus pensamientos seguían sumidos en un sinfín de preguntas. No sabía cómo conseguiría decidir entre lo que la lógica dictaba que debería hacer, lo que las personas que la querían, que de verdad se habían quedado le aconsejaban y lo que su corazón pedía en aquel mismo momento, a gritos, protegerse en ella, esconderse en Lena.
—No sé si puedo hacer esto otra vez —dijo finalmente, su voz quebrada—. No sé si soy lo suficientemente fuerte.
Elena sintió una punzada en el pecho. La había querido lo suficiente como para dejarla marchar, pero en aquel momento la necesitaba demasiado como para renunciar al egoísmo. Sabía que podía hacerlo mejor, sabía que podía hacerla feliz. No podía dejarla marchar sin pelear de nuevo.
—No voy a marcharme —La rubia se mantuvo en silencio, todavía con los ojos fijos en la puerta—. Siento mucho que todo esto haya ocurrido. Sé que es mi culpa. Siento que haya sido de esta manera.
Elena dio un paso más hacia la rubia, que respiró hondo al escuchar el movimiento de sus pies sobre la alfombra. Cerró los ojos, tratando de contener el llanto que la dualidad y el conflicto entre sus deseos y su pensamiento crítico estaban formando.
Se volvió hacia ella. Su labio inferior formando un puchero propio de la niña abandonada que se había sentido hacía años. Las manos de la asturiana recogieron su rostro con cuidado, sosteniendo el peso con delicadeza que la rubia dejaba poco a poco al cuidado de la chica de la mirada multicolor.
Después llegó su hombro, su cuello, el vértice de aquellos dos lugares que tanto tiempo había sido su refugio. Su brazo izquierdo juntó su cuerpo al suyo y su mano derecha trató de calmarla con movimientos repetitivos en su nuca. Alexia inhaló el aroma a casa y se colgó todavía más de su cuerpo con los brazos.
—Ojalá pudiera quitarte todo el daño y cargar con él por ti.
La respiración de la rubia tomó de ejemplo las exageradas compresiones del pecho de la asturiana, apaciguándose, hasta la relativa calma con la que los pulmones de Elena se hinchaban teniéndola tan cerca.
—Júramelo.
Pronunció, su voz, el aire caliente que transportaba aquella tan antigua promesa chocó contra su cuello, erizando su piel y después perdiéndose en la atmósfera de la habitación, como si no fuera para tanto, como si su cuerpo no hubiera reaccionado por completo.
—Te lo juro.
Alexia se quedó allí, sin decir nada más, siendo mecida de un lado a otro, con un ritmo melódico, cuidada, consolada, sostenida, por unos minutos más, unos de pausa.
Elena fue quien insistió en que siguiera a su hermana, hasta alcanzarla en el aparcamiento del hotel. Alba no lo entendió. No sabía si nunca sería capaz de entender el hecho de que su hermana prefiriera traicionarse, sufrir; pero también sabía que no podía continuar como lo había hecho, con todo por cerrar. Las hermanas Putellas se abrazaron con posiciones contrarias. Alba odiaba a Elena con cada centímetro de su ser, podía escuchar los sollozos desgarradores de Alexia cada vez que la veía a su lado; pero de una manera sutil, prestando suma atención a sus ojos, encontró aquella pequeña mota de brillo que se había marchado con la asturiana, aquel que tanto había echado de menos. Y se mantuvo en silencio.
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Perdón, pero no me resulta nada fácil perdonar a Elena. No es tan fácil como no me voy a marchar y decir, ah, no pasa nada. Y creo que Alba estaría de acuerdo conmigo. No me odiéis los Team Elena.
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