XIX
Elena saludó al entrar. Alegre, como siempre. Se había esforzado como nunca por mantener una sonrisa en el rostro al entrar a trabajar. Igual que el día anterior y el día anterior al anterior. Le costaba dormir. Lo hacía abrazada a su hija, incapaz de dormir sola o conciliar el sueño con la idea presente de perderla.
David no había vuelto por casa, no la había llamado. Tampoco había tenido noticias de su madre y eso era lo que más intranquila la tenía. Había pensado mucho en cambiar de número de teléfono; pero sabía que tarde o temprano tendría que contactarlo. Su hija preguntaría por él y ella tendría que arreglar el papeleo propio del divorcio. David no se quedaría con lo puesto y mucho menos después de que le hubiera sido infiel. Su madre tampoco lo dejaría estar, que no tuviera noticias de ella todavía sólo la hacía sospechar que no se lo había tomado a la ligera.
Las ojeras bajo sus ojos eran notables y el café humeante del comercio de al lado en su mano las hacía todavía más llamativas, como si quisiera decirle a todo el mundo que no había dormido en, al menos, una semana.
También sabía que su hija había escuchado muchas cosas en aquella discusión sobre las que aún no había preguntado, pero seguro la tendrían bastante confusa. Estaba extraña, distante, pero al mismo tiempo necesitada. No le gustaba estar sola, siempre terminaba entrando a su cama en medio de la noche (cosa que agradecía), pero disfrutaba de estar acompañada sin que se la molestara, en silencio.
Sabía que lo estaba digiriendo, que necesitaba un poco de tiempo y muy probablemente ayuda, pero quería darle unos días para reposar lo sucedido antes de enfrentarse a hablar de ello con un desconocido. Podía soportar unos cuantos días de compartir espacio en silencio, mientras su hija leía algún libro y ella adelantaba el trabajo del día siguiente.
A pesar de todo aquello, estaba intentando por todos los medios aferrarse a ese motivo que la estaba ayudando a mantener la sonrisa en la cara mientras subía al ascensor del edificio y caminaba por los pasillos de la oficina, dando los buenos días a aquellos con los que se cruzaba. Y el motivo era simple: Era buena, muy buena en su trabajo.
Las últimas semanas había visitado a nada más y nada menos que dieciséis directivos importantes del deporte, haciéndolos partidarios de lo que estaba ocurriendo con NOVA y hablándoles de los beneficios de apoyar la revolución en la federación desde sus inicios. Había conseguido ayudas tanto de influencia, como monetarias. Estaba en su mejor momento. Había recibido varias llamadas del equipo felicitándola, agradeciéndole, nunca se había sentido tan útil, tan necesaria.
Habían pasado infinitud de cosas. La primera filtración de NOVA se había llevado a cabo. Desfalcos, fraude, corrupción. Había sido expuesta junto con sus respectivas pruebas, generando de nuevo una infinidad de críticas para el presidente de la federación. Se había comentado en prensa nacional e internacional, redes sociales y programas de opinión.
Habían guardado silencio. Nada más. Era lo que siempre habían hecho, lo que funcionaba. Y la organización lo sabía y lo esperaba. No contaban con tirar la federación con un par de casos de corrupción como otros de los que ya se habían salpicado anteriormente, pero querían señalarlos, reavivar las dudas y, sobre todo, asustarlos, hacerlos sentir intranquilos. Las aguas estaban en calma ahora, pero quién de ellos sabía si en cualquier momento podrían volver a agitarse.
Debía reunirse con uno de los responsables de los derechos televisivos de la UEFA. Sería un gran apoyo tanto económico como de influencia y, Elena podía presumir de que ese apoyo fuera a estar en uno de sus jefes y amigos, con el que llevaba trabajando varios años. Sería una de sus reuniones más fáciles.
Caminó a paso firme por el último pasillo de su recorrido, deteniéndose justo en frente de una puerta de madera bien cuidada. Massimo Greco estaba apoyado contra el lateral de su mesa, frotando su barba recortada con la barba izquierda.
—¡Massimo! —exclamó con familiaridad, dispuesta a acercarse y abrazarlo, pero la mirada hacia la derecha de su jefe la hizo bajar los brazos y detenerse.
La visión le heló la sangre. A su derecha, en un lugar del despacho imposible de haber visto hasta estar dentro, tres hombres vestidos de traje oscuro la observaban con cara de pocos amigos. Podía identificar claramente a uno de ellos: Luis Rubiales.
El presidente de la RFEF dio un paso adelante con una sonrisa escalofriante. Sus dos acompañantes se quedaron atrás. Uno era un chico rubio, bastante ancho, de ojos claros y gran barba. El otro, un hombre de pelo castaño con entradas y los ojos oscuros.
—¡Elena! Ha pasado mucho tiempo desde que no nos vemos —La saludó, todavía desde una distancia prudencial.
La nombrada miró al momento de vuelta a su jefe, a su amigo, que parecía molesto. La asturiana estaba muy confundida, tratando de ubicar a aquellos hombres en el mismo espacio que ella, con aquella aura tan pesada, tan escalofriante.
—Verás, Elena —Comenzó a hablar, enderezándose, pero sin abandonar el apoyo en la mesa del todo—. Hemos estado recibiendo avisos de lo que has estado haciendo estas últimas semanas, de personas con las que has hablado y algunas cosas que les has comentado sobre la federación española —Estaba enfadado, bastante—. Como comprenderás, esa no es la confianza que espera la gente de mi equipo, empleados que en cuanto me doy la vuelta se dedican a poner a caldo a las federaciones. Estamos en el mismo equipo, Elena.
—¿Qué? —Fue lo único que fue capaz de articular. Le resultaba imposible creer que alguno de sus contactos la hubiera traicionado—. ¿Quién?
—¿Acaso importa? —replicó—. La federación está muy disgustada. Se supone que somos imparciales, que tenemos una buena relación con todas ellas y me sale que tú estás haciendo esto por la espalda. No sé qué intentas conseguir poniéndolos contra la federación española. ¿Es algo personal?
—Mass, ¡son unos corruptos! Hacen lo que quieren, pasan por encima de quien s-...
—O sea que tú también estás detrás de eso —Elena tragó saliva en el momento en que la voz de Luis Rubiales se escuchó en el despacho de nuevo. Rasgada, grave— ¿Quiénes estáis metiendo las narices donde no os llaman, jugando a Sherlock Holmes? ¿Eh? —La increpó.
Elena buscó ayuda en Massimo, que los observaba impasible, de brazos cruzados y sin nada que diera a entender que iba a hacer algo al respecto.
—No tengo nada que decir a eso —sentenció.
—En ese caso Elena no me queda otro remedio que prescindir de tus servicios —dijo su jefe, frío, opaco, como si no hubieran estado trabajando codo con codo durante años.
No. No en ese momento. Elena no podía perder su trabajo si quería tener alguna posibilidad de conservar la custodia de su hija. Massimo no podía estar haciéndole eso, era imposible.
—¿Qué? —exclamó, mirando al italiano—. ¿Es en serio? ¿De verdad te importa tan poco lo que hagan? Te han comprado. No me puedo creer que te hayan comprado —acusó.
Massimo se mantuvo serio, frunció mucho el ceño. Era incapaz de mirarla a la cara. Y eso era suficiente confirmación para Elena de que el que creía su amigo, era tan sólo un vendido más.
—Estáis incendiando las redes con mentiras y cosas sacadas de contexto.
—Mass —Le llamó, casi como un ruego. Le dolía dejar que Rubiales la viera flaquear, le dolía en lo más profundo; pero no podía perder a su hija. No podía perderlo todo de aquella manera—, tú sabes lo que ha pasado con David. Sabes qué es lo que pasará si me quedo sin trabajo.
—Elena, lo siento mucho; pero no puedo confiar en ti —respondió en un susurro, apartando la mirada de la asturiana—. Sólo dinos a quién estás encubriendo y todo esto será agua pasada.
Podía notar en su mirada que quería que dijera que sí, que escribiera una lista de nombres en uno de los folios y se marchara a casa, con su hija, lista para volver el lunes. Pero Elena aguantó las lágrimas en los ojos y negó con la cabeza.
—No tengo nada que decir —repitió con un hilo de voz.
Sabía que nada de aquello era cierto. Elena no recuperaría su trabajo por muchos nombres que escribiera en el papel. Luis Rubiales no era así, pero eso Massimo todavía no lo sabía. Por si fuera poco, NOVA se había convertido en algo mucho mayor que ella, en un movimiento del que tenía realmente constancia de en qué se podía traducir, de las implicaciones, no sólo nacionales, sino internacionales. No podía hacerle eso a ninguna de las personas que tan duro habían trabajado para que por fin hubiera un cambio, pero, sobre todo, no podía hacerle eso a Alexia. A ella no. No después de que NOVA le hubiera permitido abrazar el fútbol de nuevo, no desde que la había vuelto a sonreír de aquella manera que tanto conocía dirigiendo los movimientos de la plantilla desde el lateral.
—Tranquila —habló el presidente de nuevo—, nos enteraremos antes o después.
Después de aquellas palabras, la mano del hombre rubio se posó sobre su hombro, instándola a girarse. Trató de buscar los ojos de Massimo una última vez, sin éxito.
—Recoge todas tus cosas, por favor.
Le temblaban las manos, aferradas al volante con fuerza. Ni siquiera había encendido la radio. Todos los ruidos la molestaban. Necesitaba mantenerse impasible, no podía venirse abajo. Encontraría la forma. Siempre la encontraba. No iba a permitir que le quitasen a su hija.
David aparecería con todo, probablemente con algún papel, con algún abogado, que le acreditara todo el derecho a llevarse a la niña y Elena no podía estar en casa. De hecho, no lo estaría.
Se tomó un momento para respirar antes de salir del coche. Cruzó, con cuidado de no destrozar las plantas que pasaría los próximos días sin cuidar hacia el jardín de la casa contigua y llamó a la puerta, practicando una sonrisa en el porche mientras oía pasos en el interior.
Cuando oyó la manilla la dejó salir. Una sonrisa de dientes perfectos, amable, alegre, cercana. Mary la recibió con la misma. No pudo evitar pensar en si ocultaría también, de igual manera, que estaba a punto de venirse completamente abajo.
—¡Elena! —Su vecina la abrazó. Siempre había sido así, muy táctil. Nunca le había importado hasta aquel día, donde cada muestra de afecto la desestabilizaba, la acercaba mucho más a que su sonrisa dejara de ser convincente—. Llegas pronto. Pensaba que no estarías aquí hasta las nueve.
—Sí, he salido un poco antes de la oficina —Mary asintió, girándose para avisar al interior de la casa que Elena había llegado y las hijas de ambas debían dejar de jugar.
—¿Quieres pasar a tomar algo? —Ofreció—. Las niñas acaban de poner una película hace tan sólo un momento. Y tú y yo hace mucho que no nos ponemos al día.
—Te lo agradezco mucho, Mary; pero no va a ser posible —Se disculpó. Mary frunció el ceño y la asturiana se vio en necesidad de explicarse—. Debemos salir esta noche para un viaje. Aprovechando que he salido antes, quizás podríamos tomar un vuelo anterior y no llegar tan cansadas.
No era mentira. La idea la había abordado durante el viaje en coche. Debía marcharse antes de que David apareciera y debía llevarse a su hija con ella. Harían las maletas en ese mismo momento, cogerían lo esencial e irían directamente al aeropuerto.
—¡Qué interesante! ¿A dónde vais? —Se interesó.
Ya podía ver a su hija terminando de coger los juguetes que había traído y caminando hacia la puerta, molesta por haber terminado su sesión de juegos con su amiga Lily varias horas antes de lo esperado.
—A Asturias.
—¡Anda! ¿A visitar a la familia?
No, desde luego que no.
—¡Sí! Ya hace varios años que no me paso por allí. Como siempre vienen ellos a vernos aquí...
—¡Claro! —rio—. Si así es lo más cómodo.
Sólo había una persona a la que podía recurrir y, desde luego, no era nadie de su familia. Ella no la dejaría tirada, por muchos años que hubieran pasado, por mucho daño que también le hubiera hecho.
—Mamá... —Habló la pequeña de ojos multicolor, de morros —. Ya estoy lista, vámonos.
Las dos españolas se despidieron de las vecinas. Caminaron en silencio los escasos cincuenta metros que separaban las dos puertas, la menor de las dos de brazos cruzados. Nada más entrar, Elena se arrodilló y la tomó de las manos.
—Cielo, necesito que hagas una maleta con tu ropa. Yo te ayudaré en cuanto termine con la mía, ¿de acuerdo? —dijo, tratando de que su voz no temblara lo suficiente para que su hija se diera cuenta.
—¿A dónde vamos? —preguntó con el ceño fruncido.
—Vamos a conocer a la tía Xénia —Elena asintió, tratando de contagiar la emoción a su hija—. Pasaremos allí el fin de semana.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro