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Alexia entró a trompicones en su habitación de hotel y encendió todas las luces. Maldijo por lo bajo. Aún no había tirado el maldito ambientador de lavanda.
Agarrándose a los marcos de las puertas, la rubia se arrastró hasta el baño, tratando de recuperar el aliento. Se echó agua en la nuca de forma abundante y cerró los ojos con fuerza antes de mirarse directamente en el espejo. ¿La había visto de verdad? ¿Se la había imaginado? ¿Había Irene pronunciado realmente su nombre o había terminado de perder la cabeza?
Alexia había hablado con ella millones de veces durante los dos años que se lo permitió, encerrada en una habitación a oscuras con el estómago demasiado entumecido por el abandono como para digerir nada. Sabía de memoria cómo funcionaba su cabeza, los chistes que haría, las cosas que le haría gracia si ella le decía. Podía escuchar su risa perfectamente clara en su cabeza, podía escucharla susurrándole que la quería antes de dormir.
Se había abrazado de nuevos buenos momentos a su lado que nunca habían existido, pero también había discutido, le había gritado, le había pedido explicaciones y había inventado para Elena mil excusas, mil explicaciones que la hicieran sufrir todavía más, teniendo la esperanza de que si conseguía odiarla lo suficiente conseguiría levantarse de la cama.
Tiró de la cremallera del vestido haciendo que cayera ligeramente por sus hombros. Se echó esta vez agua en la cara. Necesitaba espabilar, volver a sí misma.
¿Era siquiera posible que Elena hubiera estado allí? ¿Había Elena existido siquiera alguna vez fuera de su cabeza? No lo podía asegurar. La Elena que ella conocía, el amor de su vida jamás la hubiera dejado. Ella le dijo que estaría siempre. Y Elena nunca le hubiera mentido así. ¿La había engañado todos esos años? ¿Se había dado cuenta de que ella no merecía la pena?
Negó con la cabeza, no podía volver a ese bucle, no podía volver a pensarla, a rogarle, a llorarla. Debía enterrarla de nuevo. Aquella mujer no era Elena, no podía serlo. No lo era.
«Ale»
La oía. La estaba oyendo claramente. Era su voz. No podía creerse que todavía la recordara, que pudiera escucharla en su cabeza.
«Amor»
Que pare. Necesitaba que parase. Volvió a echarse agua en la cara, dejando que el maquillaje se le corriese por la piel. Se miró a los ojos en el espejo y trató de volver al lugar en el que estaba en aquel preciso momento.
— Soy Alexia Putellas Segura. Soy entrenadora de fútbol en el Mollet. Era futbolista. Estoy en un baño de una habitación de hotel en Zaragoza.
«Alexia»
No.
—Soy Alexia Putellas Segura. Soy entrenador de fútbol en el Mollet.
«Ale, ¿estás bien? ¿Me lo juras?»
—Era futbolista. Estoy en un baño de una habitación de hotel de Zaragoza. Soy Alexia Putellas Segura. Soy entrenadora de fútbol en el Mollet. Era futbolista. Estoy en un baño de una habitación de hotel en Zaragoza. Soy Alexia Putellas Segura.
«Lo siento mucho, Ale. No podía aguantarte más»
—Cállate! CÁLLATE CÁLLATE CÁLLATE. No está, no está. No puede estar. No hay nadie aquí.
Alexia se clavó las uñas en el brazo. Tenía que volver, tenía que recordar dónde estaba. Cerró los ojos y se dejó caer contra el suelo. Tocó las baldosas con las palmas de las manos, se centró en las sensaciones físicas, en el aquí y ahora. Estaba frío. No había nadie más allí.
Con las manos temblando, la rubia tomó el móvil y marcó el número de su madre. La foto de Eli sonriendo se le clavó en la cabeza. Hacía mucho que no perdía el control. No podía volver a preocuparla. Estaba bien. Ya se había pasado. No había nadie más allí.
Se levantó aproximándose de nuevo al fregadero y terminó de quitarse el maquillaje, aprovechando también para que el agua fría la ayudara. Esperó a que sus manos dejaran de temblar y se hizo una coleta alta.
Terminó de deshacerse del vestido y se puso la camiseta y los pantalones cortos que se había traído para dormir. Después, se tumbó en la cama y encendió la televisión, como si nada hubiera pasado.
Quizás podía pedir algo al servicio de habitaciones. No había cenado nada y no había cogido nada tampoco de lo que habían ofrecido durante el acto. Desecho la idea. No creía que pudiera mantener nada en el estómago en ese momento, pero sí optó por pedir ligero, por si después se veía con más ánimos.
Pensando en las esferas de limón que, aunque tenían una forma extraña debían estar buenísimas por la forma en la que todos los asistentes la devoraban, Alexia no pudo evitar volver a pensar en el acto. Querían que se uniera, que fuera el rostro, que fuera la seleccionadora. Era mucho para digerir y menos en una noche como aquella. No podía volver ahí otra vez y perder el control.
Se distrajo con la tele y se recostó recuperando la tranquilidad. Fue entonces cuando sonó la puerta.
Alexia se puso en pie y caminó los dos pasos que la separaban de la puerta. Pensándolo mejor, quizás sí podía meterse algo a la boca. Se le había abierto el apetito y la comida llegaba en el momento perfecto.
Al abrir la puerta, allí estaba. De pie frente a ella, como si se tratara de una aparición.
Su largo pelo oscuro estaba recogido con mimo en una coleta, sus ojos estaban ahumados, rodeados con bruma negra para hacer destacar todavía más sus ojos de mil colores que ahora veía tan de cerca, la mirada policromática que la perdía sin remedio. Su cuerpo seguía igual, como si el tiempo no le hubiese pasado factura y, habiendo dejado atrás los vestidos horteras, desprendía poder desde su vestido largo y oscuro. Todo en ella era aura, poder, presión.
—Hola, Alexia.
«Otra vez no por favor», pensó. Alexia cerró los ojos y los abrió varias veces, creyendo e intentando que la visión de ella se borrase. No podía estar aquí. No podía.
—Te has dejado el móvil abajo.
Alexia lo cogió un poco descolocada. Lo sentía en la mano, era real. Elena Garay estaba delante suya en ese preciso momento. A un escaso metro y medio.
—¿Puedo pasar?
Y sin pensar, sin ser capaz de controlar sus movimientos, sin ninguna expresión facial, Alexia asintió.
Hizo sitio a Elena y ella cerró la puerta después de entrar. Las manos le volvían a temblar. Clavó las uñas en el interior de su mano.
—Me han dicho que vas a decir que no —Silencio—. Sé que no es justo haberte puesto en esta situación —Mientras hablaba, Alexia no podía pensar en otra cosa. Estaba allí. Elena, que debería haberse mantenido muerta y enterrada desde hacía años, estaba de pie en su habitación de hotel. Y por si fuera poco, estaba preciosa. Todavía más. Su voz sonaba exactamente como la recordaba. Impertinente, cálida, rasposa. Sus ojos nunca podrían ser descritos de manera fidedigna. Tratar de abarcar lo inabarcable sería limitarlos—. Quiero que sepas que no me quedaré en NOVA. Se me pidió ayuda y la daré, pero no me necesitan para nada más. No tengo que estar aquí. Puedo moverme por mi cuenta y no volverás a verme.
—¿Qué haces aquí?
Fue lo único que le preguntó, ajena totalmente a lo que le estaba contando.
—Sólo quería avisarte. No me gustaría que dijeras que no a esto por mi culpa.
—Tú me propusiste a mí
—Eres la mejor.
—Pensé que harías todo lo posible por no volver a verme —Silencio—. ¿Por qué lo hiciste?
Elena apretó los ojos y dio un paso delante.
—¿Podemos no hablar de eso por favor? —Suspiró—. Por favor —Alexia asintió, esclava del subconsciente. Era incapaz de decirle que no si ella se lo pedía. «Menuda estúpida», se reprimendó—. Ha sido extraño volver a verte. Sabía que lo haría, pero pensé que sería más... ordinario, supongo —Elena miró a todos lados en la habitación antes de mirarla a ella— ¿Cómo estás?
—Mejor.
—Me alegra mucho saberlo —Sonrió, aliviada—. Has conseguido muchas cosas en este tiempo. Sabía que lograrías ser la mejor del mundo —Se sentía tan raro. Eran Elena y ella. Frente a frente, como hace tantos años—. Tienes un bonito fondo de pantalla —Alexia apretó el móvil en su mano—. ¿Eres feliz? —Silencio de nuevo—. Me he preguntado muchas veces por cómo estarías. Estoy contenta por ti, de verdad —Elena posó una mano en su rostro y un escalofrío recorrió todo el cuerpo de la futbolista, erizando todo el pelo de su cuerpo. Sentía un estallido de sensaciones dentro de ella. Hacía demasiado tiempo que no se estremecía así—. Es raro, ¿no? Como si no hubiera pasado todo este tiempo. ¿Donde hubiéramos acabado?
—Seguiría jugando —respondió sin dudar ni un segundo. Elena frunció el ceño—. No me hubieras dejado rendirme. Hubiera vuelto mejor de lo que me había ido. Hubiera ganado otro balón de oro.
—Hubieras ganado más.
Elena todavía no había retirado la mano.
—¿Y yo dónde crees que estaría?
—Exactamente donde estás. Nunca me has necesitado
—En eso te equivocas —Prácticamente la interrumpió. Elena estaba muy cerca. «Apártate», se dijo. Le subieron las pulsaciones. «Apártate»—. ¿Podemos fingir sólo por hoy que nunca me fui?
—¿Sólo por hoy?
No podía negarle nada. No sabía si su corazón latía con fuerza por el miedo, por la ira o por el recuerdo; pero no podía apartarse, no podía echarla de su habitación, no podía gritarle. No podía hacer nada, como una niña abandonada. No podía echar lejos de ella a lo que tantas noches había suplicado por su vuelta. Era completamente incapaz.
—No volveremos a vernos.
Alexia probó sus labios de nuevo. No podía decir quién había tenido la iniciativa. Recordó todo lo que había echado al fondo de sí misma, que había encerrado en una caja llena de cadenas y candados que no se podía abrir, que no debía abrir, que acabaría con ella. La abrió sólo por hoy, porque ella se lo había pedido. No volvería a verla. Elena Garay volvería a morir, pero esta noche estaba viva, esta noche había resucitado y, con ella, había resucitado ella misma. El mundo había ganado color, el oxígeno era más refrescante, ni siquiera podía oler ya aquel estupido ambientador de lavanda. Solo podía oler la piel de Elena. Elena. Elena. Elena. Sólo Elena. Sólo hoy.
Elena Garay la arrastró hasta la cama y se sentó sobre sus piernas. Atacó sus labios de nuevo. Aferró la mano izquierda en su mandíbula, profundizando el beso y con la derecha tiró de la goma del pelo de Alexia, liberándolo y haciéndolo caer desordenadamente sobre su espalda.
Después, se enterró en su cuello y llevó la mano de Alexia a la cremallera de su vestido, en el centro de su columna, que la rubia deslizó hasta la espalda baja sintiendo como sus dedos rozaban su ropa interior.
Esos dedos recordaban perfectamente el camino por su espalda, por su pecho, como si lo recorrieran cada día. Sabía cada punto en el que debía presionar, morder, agarrar. La conocía perfectamente. Había aprendido con ella. Ella le había enseñado, ella la había guiado todas sus primeras veces.
El cuerpo de Elena cayó sobre el de Alexia. La besó con ganas y la exfutbolista respondió de la misma manera, levantando su cuerpo dejándola sentada sobre su regazo. La morena aprovechó el momento para arrancarle la camiseta y aprovechar la nueva piel expuesta con los labios.
Alexia gimió. Se asustó de su propio placer, tan conocido, a la vez tan forzada a olvidarlo. Las uñas de Elena se clavaban en su espalda, se enredaban y tiraban de los mechones de pelo de su nuca, la traían de vuelta a la realidad. A una realidad que no lo parecía, donde Elena estaba viva, estaba con ella.
Elena se aferró más al cuerpo de Alexia, que dejaba utilizar su muslo derecho mientras la escuchaba respirar con fuerza en su oreja. La agarraba de la cintura, siguiendo su ritmo, intensificándolo.
Cuando la rubia podía notar como el cuerpo de su acompañante comenzaba a estremecerse, Alexia la detuvo. Ganándose una sonrisa de medio lado de Elena, todavía con los ojos cerrados, todavía recuperando el aliento.
Estaba esperando exactamente eso. Lo que más loca la volvía de acostarse con Alexia era que sabía el exacto momento en que terminaría, haciéndose con el control de cuándo realmente debía hacerlo y de cuándo se había terminado. Y que hubiera sido tan pronto no le había gustado.
Con el brazo derecho, la giró, posicionándose esta vez sobre ella y dejando besos húmedos a lo largo de su cuerpo.
No estaba pensando. Alexia había tomado al pie de la letra lo que Elena le había pedido. Sólo por hoy. Sólo por hoy, Elena nunca se había marchado, nunca la había dejado sola y aquel día era uno más de tantos en los que las manos de su novia arrancaban la sábana bajera de las esquinas del colchón cuando el placer se le hacía insoportable.
Mantuvo la mente en blanco. Sus movimientos era automáticos, auténticamente primarios, lujuria y nostalgia.
Mientras se entretenía en su pecho, la morena llevó su mano al centro de la que sería su Alexia por el día de hoy. Gimió en cuanto sintió el contacto, desacostumbrada a reconocer su tacto y su ritmo.
Alexia se perdía en sus manos, en cuerpo, en su culo, en la mandíbula, en el pecho. La exfutbolista luchaba por mantener los ojos abiertos mientras sentía el calor de las palmas de las manos de Elena acariciar su cuerpo expuesto. Se escondió en su cuello, inhaló el olor de su piel y gimió contra su oído, haciendo que se estremeciera debajo de su cuerpo. No podía mirarla a los ojos, no podía visualizarla al completo o no volvería a olvidarla.
Elena aprovechó el momento de debilidad de Alexia para recuperar el control, levantando su espalda del colchón. La rubia no abandonó su cuello, dejándola trabajar y encaramándose a su cuerpo.
La mayor no podía parar de mirarla, de buscarla, de tantearla con los dedos para asegurarse de que estaba allí y poder memorizarla. Quería recordarlo todo, quería poder verla cuando cerrara los ojos, tocarla cuando deslizara las manos por su propia piel.
—Mírame —Le rogó.
Alexia sólo gimió de nuevo, rindiéndose a los estragos que la mano derecha de la asturiana estaba haciendo en su interior.
—Mírame... —Elena usó la mano que tenía libre para levantar el rostro de Alexia hasta el suyo, descansó una frente contra la otra y haciendo chocar sus respiraciones pesadas la una con la otra. La dejó gemir de nuevo, sus uñas se clavaron en su nuca—. Amor, mírame.
De forma automática, los ojos de Alexia se abrieron totalmente. Analizó sus labios, en busca del rastro de la palabra que creía haber escuchado en ese preciso momento. Y cayeron de nuevo a los suyos, perdiéndose, rompiendo del todo la puerta que tanto tiempo había tardado en sellar.
—Así. Mírame, así.
Y le hizo caso, a sabiendas de que se quedaría en esa mirada por meses. No podía decirle que no, no podía negarle nada.
Elena necesitaba que la mirase. Necesita ver a Alexia entre sus brazos, temblando de placer por ella, enredada en sus labios. Necesitaba verla otra vez, como si nunca se hubiera marchado. Sólo una y nada más.
Alexia clavó los dedos y las uñas en su espalda un par de veces aquella noche y Elena no dejó una sola sábana en su sitio. Eran las tres de la mañana y la habitación se había quedado en un silencio atronador, espeluznante, tan sólo interrumpido por las respiraciones de ambas, cuyos pulmones trataban de recuperar la normalidad tras unas horas en absoluto ordinarias.
La rubia tenía miedo de mirarla, de descubrir que nunca había estado allí, que su cerebro había vuelto a inventarla y Elena no dejaba de hacerlo. De reojo, por supuesto, preparada para negarlo si era necesario, deseando poder mirarla entera sin que ella pudiese darse cuenta, desde un plano existencial paralelo, como el fantasma en el que, sin saberlo, Alexia ya la había convertido.
La exfutbolista no estaba bien. No lo había estado en ningún momento. Ni siquiera sabía realmente por qué había hecho lo que acababa de hacer. ¿Por inercia? ¿Por dolor? ¿Por reafirmación? La burbuja del sólo por esta vez se había ido junto con la lujuria y, la poca consciencia de la realidad que se aferraba a ella estaba gritando dentro de su cabeza.
—¿Existes de verdad?
Elena abrió mucho los ojos, asustada ante la idea de que quizás lo había vuelto a hacer. Quizás la había roto.
—¿Qué?
—A veces pienso que te he inventado.
La expresión de Alexia era indescifrable, estaba casi catatónica, tumbada boca arriba con los brazos a ambos lados de su cuerpo y la ropa a medio poner. Más bien a medio quitar. Elena ni siquiera se había tomado el tiempo de desnudarla y maldijo al saber que el ansia la había privado de otro gran placer que hacía tiempo que no experimentaba.
La asturiana se dio la vuelta y se apoyó sobre sus codos, mirándola completamente, sin ocultarse.
—Estoy aquí —Le dijo.
—Es efímero. Cuando me quiera dar cuenta, eso que dices se habrá convertido también en mentira.
No había tono en su voz. Era lineal, impersonal, desprovisto totalmente de emoción. ¿Estaba Alexia disociando? ¿En este momento? Tragó saliva. Había sido egoísta. Había sido tan egoísta que la había roto.
—Alexia, existo —Con una de sus manos trató de girar el rostro de la rubia hacia ella—. Claro que existo.
—Existe alguien que se ve como tú, ¿pero existes tú?
—Soy yo. Soy Lena. ¿Ves? —Le preguntó sacando su mano derecha de debajo de la sábana y mostrándole el dorso de la misma—. Mira.
Con la izquierda, tomó la mano de Alexia e hizo que sus dedos rozaran la piel tatuada con su dorsal desde hacía más años de los que podía contar. Y al tomarla, vio que en la mano de la exfutbolista lucía ahora exactamente el mismo tatuaje, con unas líneas más marcadas que indicaban sin duda que era bastante más reciente.
—¿Cuándo te hiciste esto?
Alexia miró con pesadez el tatuaje de su mano. Rodó los ojos ante su propia ocurrencia, ante la estúpida idea de llevarla siempre en la piel una vez ya se había marchado.
—Cuando asumí que no ibas a volver.
—¿Por qué?
La había abandonado. ¿Por qué querría nada que ver con ella?
—Pensaba que al hacérmelo sentiría alguna conexión contigo, estuvieras donde estuvieras. Y que si te sentía conmigo, podría seguir.
Cada frase que la rubia decía se le clavaba todavía más en la culpa. Maldito el momento en el que había dejado escapar el control y había venido a esa habitación.
—¿Y funcionó? —preguntó con miedo.
—No.
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