XIX: Lamento de nostalgia
Beyla, Giannir.
Odyle se mantenía junto al alféizar de la ventana, con la mirada fija en el cielo oscuro mientras caía la nieve. Suspiró, observando el vaho que se formaba, y sintió sus propios huesos helarse, al punto de hacerla tiritar.
Jamás había conocido la nieve; jamás había visto el sgrior de aquella manera, tan blanco, puro y silencioso. Estaba tan lejos de casa...
No tenía a dónde volver, de todas formas. El lugar donde había vivido y alguna vez sonreído, estaba reducido a cenizas, y ella misma acabó con el último lugar donde empezaba a sentirse cómoda, antes de que su corazón se atreviera a llamarle «hogar».
Nada volvería a ser igual, por lo que se preguntaba cómo era posible sentir nostalgia por recuerdos. Podía ser solo por el frío, pero sentía su corazón encogerse y provocarle dolor con solo pensar en sus hermanas. Al menos a Odette todavía la tenía en su reflejo, pero con cada día que pasaba, apenas podía recordar la voz de Katja, y Ma'aer sabía por sus oraciones, que Odyle preferiría morir antes que olvidarla.
Quería llorar porque aquel era su último esfuerzo, y el que la ponía en mayor peligro. Había llegado tan lejos, pero el dolor y la impaciencia empezaban a consumirla. Se mantenía a la espera, pensando en su siguiente movimiento, y a la deriva de la rendición.
El deseo de acabar consigo misma era cada vez más fuerte que todo el odio que sentía, como si de alguna forma ella tuviese la culpa. Como si desquitarse con su existencia tuviera mayor sentido.
Quería decirse a sí misma que debía seguir esperando, y aprender a soportar aquel frío, pero el tintineo de una campanilla la desconcertó, haciendo que se volteara al instante y limpiando cualquier rastro de lágrimas sobre su rostro.
Estaba en una cocina muy amplia y lujosa, y una mujer mayor que ella y en un avanzado estado de gestación colocó sobre una bandeja un juego de té, y Odyle se aproximó hacia ella con rapidez, apartándola con cuidado.
—Disculpe, yo misma lo entregaré —pidió la joven, mirando a la mujer con insistencia.
Ella respondió con una mirada dulce de amabilidad, dejándola tomar la bandeja.
—Te noté un poco distraída. ¿Estás bien?
Odyle asintió.
—Por favor, vaya a descansar —pidió, preocupada, y la mayor no pudo evitar reír ante lo tierna que le parecía la muchacha.
—Descuida, Odette. Mi bebé y yo estaremos bien.
La bruja suspiró, mientras se llevaba el juego de té y después de un largo recorrido a través de un enorme castillo, llegó hacia un cuarto de estudio, donde encontró al conde Oskar Wagner, quien le indicó que podía servirle una taza.
Ella obedeció y extendió la bandeja que llevaba ante las manos del hombre, manteniendo la mirada baja en todo momento. Aun así, el noble no podía dejar de observarla, como si se tratara del enigma más extraño que apreciara en su vida.
La muchacha llegó a su castillo pidiendo un trabajo con total naturalidad, como si supiera y a la vez no con quién trataba, y su presencia parecía intrigar también a los guardias, pues ni siquiera intentaron realmente detenerla de ir a buscarlo. Y, curioso, decidió que no podía hacer más que acceder a su petición.
Además de su nombre, no conocía mucho más de ella, y en el corto tiempo que la joven había permanecido en su hogar, no mencionó nada acerca de su vida o de por qué había decidido pedirle un trabajo. Por su acento, podía adivinar que procedía de Antheros, y sabía que la situación en los últimos meses había sido crítica, por lo que podía hacerse una idea de qué la llevó a emigrar al otro extremo del continente.
La chica le parecía muy joven, pero a la vez, su forma de hablar y los vestidos que solía usar le hacían sentir que había salido de otra época. Todo un misterio, a su parecer.
Notó que en la bandeja que extendía la muchacha también se encontraba un sobre, y al reconocer el sello del ducado de Giannir, se dispuso a abrirlo.
—Ah, una extraña enfermedad azotó a Iltheia, y las bestias últimamente aparecen con más frecuencia en todo el continente, pero nada de eso va a detener al duque Frederick de organizar una vez más su celebración del fin del ciclo —comentó con diversión al leer la invitación.
Aunque no lo había demostrado, Odyle puso más atención de lo que parecía a sus palabras, y solo se mantuvo en su lugar con impasibilidad.
—Su té es realmente exquisito, señorita Odette, pero me apetece algo más fuerte ahora —señaló con la cabeza en dirección al estante donde guardaba sus bebidas alcohólicas, a lo que la joven lo miró con preocupación y duda, esperando a que le asegurara que se trataba de una broma, y el conde no pudo evitar reír—. Está bien. Un poco no hará daño.
—Dice eso siempre —suspiró la chica, obedeciendo su orden y sacando una botella de Jägermeister que con suerte duraría solo un día más—. ¿O acaso es desde que llegué?
El hombre volvió a reír, sintiéndose encantado con la presencia de la joven.
—Nada de eso. En realidad se debe a sgrior, no soporto más la nieve y el frío —explicó—. No se preocupe por mí. A propósito, ¿qué tal le ha sentado Giannir a usted y a su familia?
Esperaba no incomodarla con una pregunta tan personal, pero quería saber un poco más de ella. Por el contrario, Odyle asintió con candidez, poco antes de servir la bebida.
—Tengo dos hermanas, pero están muy lejos. Creo que ha notado que apenas domino el gianés —explicó ella, pero el hombre negó con la cabeza.
—Lo habla a la perfección —la halagó, recibiendo el vaso—. ¿Quién es la cabeza de su familia? —preguntó, antes de beber un largo trago.
La chica bajó la mirada, y esbozó una pequeñísima y triste sonrisa.
—Me temo, su excelencia, que soy yo —respondió con ironía—. Descuide. Ha pasado un tiempo desde que mi madre se fue —mintió.
—Aun así, lo lamento —expresó el conde, entendiendo de repente la situación de la joven—. Si no le molesta, ¿podría contarme más sobre ella?
De forma repentina, las manos de la bruja, una sobre la otra, se tensaron, y sorprendida, supo que tenía que responder.
¿Era realmente algo que le molestara?
Con solo mencionarla en sus adentros, podía sentir las primeras memorias en su piel, a través de sus golpes cuando se negaba a obedecer una orden; podía escuchar con una claridad terrorífica las demandas que la hacían bajar la cabeza con sumisión. Pero cuando conseguía satisfacerla, se volvía la persona más radiante y bondadosa, y la llenaba de halagos que ella quería creer, mas en el fondo lo sabía: ella no estaba allí para ser su madre, ni con ella ni con sus hermanas. Era su reina. Ella solo cumplía con su deber, y el de sus hijas era obedecerla.
Suspiró, mientras sus manos se relajaban más, y accedía a responder al conde.
—Sin duda, era una mujer excepcional —contó con honestidad—. Ella era todo lo que sostenía a nuestra familia. Era tan astuta, feroz... rapaz. Como un cuervo —afirmó, al tiempo en que abría más sus ojos, como si contara un cuento de terror con el que el hombre estaba fascinado, incluso cuando parecía una manera muy extraña de referirse a una madre—. Era así como la llamábamos: «la reina de los cuervos».
—Ojalá hubiera tenido el gusto de conocerla —expresó el conde en respuesta, y Odyle asintió, pensando que seguramente, él no viviría para contar dicho encuentro—. Como nueva cabeza de su familia, no dudo de que usted también pueda ser tan astuta como un cuervo si se lo propone, señorita Odette.
Odyle abrió más sus ojos, como si acabara de reparar en algo que antes no había notado.
—Espero que sí, su excelencia —replicó la joven, disimulando los apresurados latidos de su corazón, y las ansias que recorrían sus manos con su calma característica.
Ocupar un gran legado nunca fue fácil, pero la joven bruja había aprendido lo suficiente de su antecesora para saber que en aquel momento rendirse no era una opción.
«Astuta, feroz... rapaz. Como un cuervo», se repitió constantemente.
—¿No piensa reunirse con sus hermanas antes de acabar el ciclo? —preguntó el conde, como si quisiera otorgarle el permiso de volver a su hogar por un tiempo, mas la chica negó con la cabeza, con una sonrisa muy amable.
—Oh, pronto me reuniré con mi familia. Lamento si le estoy causando algún problema...
—Descuide —aseguró el conde, entendiendo su negativa—. Puede quedarse el tiempo que quiera, disfruto su compañía.
—Igualmente —respondió con suavidad la muchacha, haciendo una pequeña reverencia, antes de marcharse.
Al cerrar las puertas del estudio, caminó en dirección hacia su nueva habitación, y colocando el seguro, leyó la invitación que había alcanzado a tomar, y que con certeza el conde Wagner no echaría en falta mientras siguiera bebiendo.
Procuraría dejarla en su lugar después, pero por el momento no podía dejar de verla como si fuera una respuesta de sus mismas deidades.
Pensó en lo que el conde le había dicho, y estaba en lo cierto. Ella era ahora la reina de los cuervos.
Era todo lo que restaba de su aquelarre. Era la única que quedaba de pie para vengar a sus hermanas. La única que podía enseñarle al mundo a temer a sus dioses.
Era bien sabido que los aquelarres guardaban sus secretos al punto de estar dispuestos a morir por ellos, pero el suyo se había extinguido hasta quedar en el anonimato. Aunque su reinado prometía ser más corto que el de su antecesora, se aseguraría de que también fuera el último y el más oscuro de todos.
La sola idea le hacía reafirmar sus propósitos, aunque sabía muy bien que nunca provocaría en el mundo el mismo terror que a veces su madre causó en ella. Incluso después de su muerte, debía satisfacer sus expectativas una vez más.
No obstante, su propia sed de venganza por sí sola era muy grande, y solo sería saciada si conseguía ver caer a aquella guardiana que se las había arreglado para ser princesa y caballera de Avra a la vez, junto con el mundo que había prometido cuidar.
***
A punto de llegar a la oficina de la maestre, Annarieke tuvo que apartarse de la puerta en el momento en que esta se abrió, dejando salir a Maria De Alba.
La mujer la miró, en tanto sostenía en sus manos algunas cartas de correspondencia, y esbozó una dulce sonrisa.
—Señorita Zavet, justo la persona que buscaba —la saludó, a lo que Annarieke saltó sorprendida.
—¿A mí?
La mujer asintió, entregándole un sobre que por su sello y decoración, reconoció de inmediato.
—¡Ah! Es la invitación al baile del fin del ciclo que hace mi padre siempre —explicó Annarieke con emoción, para luego bajar la cabeza un poco, pensando en que cada año recibía el mismo sobre y siempre terminaba rechazando la invitación.
—Como maestre, no debería estar pendiente de su correspondencia —reclamó la mujer, a lo que su alumna se ruborizó de la vergüenza, pero Maria rio—. Descuida, señorita Zavet. También, si desea ir, tiene mi total permiso.
Eso la había sorprendido aún más, y la miró como si esperase una explicación.
—Creo que tanto usted como sus compañeros necesitan un descanso. Está bien, lo merecen —insistió, y la joven sintió que sabía a qué se refería.
Había sido la misma razón por la que quería hablar con ella, y alzó la mirada, intentando proceder con cautela.
—¿Pero qué hay de usted? ¿Va a decirlo? —inquirió con rostro de preocupación.
Cabizbaja, parecía que la maestre no lo había terminado de pensar todavía, pero al final, negó.
—Si arriesgo a la orden de Avra, condenaría también a Therina —explicó, esperando a que aunque solo se tratase de su alumna, Annarieke fuese capaz de comprender su elección—. Me alegra saber que usted y sus compañeros reafirmaron su compromiso, pero por ahora, me aseguraré de que el resto de caballeros, y futuros alumnos sean lo suficientemente fuertes para enfrentar cualquier desafío.
Annarieke asintió con lentitud. No estaba totalmente de acuerdo, pero de estar en su lugar, no habría sabido qué hacer. Además, ella misma había decidido mantener el secreto ante su propia familia para evitar preocuparlos.
—Entiendo. Muchas gracias, maestre De Alba —se despidió, señalando el sobre.
—¡Señorita Zavet! —La mujer le detuvo antes de que se alejara—. No se olvide de reponer nuestro juego de té.
Aunque no tenía un espejo en frente suyo, Annarieke podía apostar lo que sea a que incluso sus orejas estaban rojas; sentía todo su rostro arder.
—¡Claro que sí, maestre De Alba! ¡Lo siento muchísimo! —se disculpó varias veces, en tanto la mujer reía.
Al llegar a su habitación, junto a Mallory y sus compañeros, abrió el sobre, encontrando otra invitación junto a la original, y al reconocer la caligrafía estilizada pero con algunas faltas ortográficas, su rostro se iluminó, mostrándole también la misiva a sus amigos.
—¡Es de Krisel! —anunció ilusionada, dispuesta a leerla en voz alta—. «La casa real Zavet de Giannir se complace en invitar —una vez más— a la princesa Annarieke Zavet y compañía (lleva a Ludwig, por favor) al Baile del fin de ciclo que tendrá lugar como siempre en el palacio Bellémont, el 28 del mes de Braugfest.
Sé que todos los años decimos esto, pero por favor, Ann, papá estaría encantado de verte una vez más antes de que acabe el año. ¡Prometo que habrá todos los sabores de té que te gustan! Además, me tomé la molestia de encargar tu vestido, así que no tienes excusa.
Papá, el Señor Fritz y yo te queremos y extrañamos mucho. Benedikt también, aunque está un poquito enojado contigo y con la señorita Amarose.
P.D.: ¡No olvides llevar a Ludwig!»
Junto a la invitación que había escrito y decorado Krisel, se encontraba un dibujo muy elaborado en el que la niña se incluía junto a sus hermanos, en forma de galletitas de jengibre. Annarieke leyó en voz alta también el pie de nota en el dibujo:
—«Preparé las galletas en verdad, pero Benedikt dijo que no llegarían en buen estado hasta Orevia. Si vienes, prometo hacer muchas más.»
La caballera observó enternecida toda la correspondencia de su hermanita, y detrás de ella, Mallory la rodeaba con sus brazos, mirando también los regalos. Cuando Annarieke volteó hacia ella, con rostro de cachorrito, no podía decidir qué era más tierno.
—Tengo que ir, ¡va a hacer galletas con nuestra forma! —explicó ella, y la pelirroja no pudo evitar reír.
—Admito que la pequeña princesa sabe hacer regalos —apreció Ludwig, entendiendo que su compañera se sintiera convencida de volver a su país, aunque sea solo por un baile.
—Estás de suerte —repuso Heinrich, sentado en el sofá—. No es como si tuviéramos más trabajo que hacer u otra pista que seguir...
Annarieke le miró sorprendida al notar que apoyaba su idea de volver a Giannir una vez más.
—¿Lo dices para darle el gusto a Ann, o solo crees que volviendo más seguido, mantendrás mejor tu puesto como guardia? —inquirió Ludwig, enarcando una ceja, mirando a su compañero con diversión.
—Las dos. —El pelinegro se encogió de hombros—. Pero si Ann quiere ir, por mí está bien.
—¡Sí! —La chica saltó de emoción, sosteniendo repentinamente las manos de Mallory para mirarla con profundo cariño e ilusión—. Mallory, ¿quisieras ser mi compañera?
Aunque las mejillas de la bruja no demoraron en ruborizarse, rio, entrelazando sus manos también con las de su amiga.
—Estaré encantada de ser tu compañera —aseguró, parándose de puntillas para darle un pequeño beso en la punta de la nariz.
Tal vez porque aún Annarieke no podía procesar que finalmente estaban juntas de la forma que tanto ansiaba, se había demorado en besar sus labios en respuesta, y en su lugar, permanecía quieta, como si tuviera mucho a lo que acostumbrarse. Mallory no pudo evitar reírse de lo tierna que le parecía.
También aparecieron en la puerta de la habitación Blai y Aester, que recién terminaron su desayuno, y se las habían arreglado para conseguir al menos unos cinco envases de postres.
—No pretendía escuchar, ¿pero van a irse? —preguntó el niño, dejando sobre la cama de Aester los envases, para recibir en sus brazos a Jan.
—También están invitados ustedes tres —aseguró Annarieke, a lo que el niño la miró dudando bastante.
—¿A Giannir? —preguntó muy extrañado—. ¿Qué se supone que haga tan lejos?
—Yo creo que sería estupendo conocer Giannir —dijo Aester en voz baja, pero con total seguridad de que quería ir tan lejos como las aventuras lo permitían—. Además, ¿no te emociona pensar lo grande que debe ser el palacio, Blai? —se dirigió hacia su amigo, que lo único que podía ver, eran sus ojos azules brillando de emoción.
Hizo una pequeña mueca, tratando de esconder inútilmente que haría lo que sea por complacer a su amiga, pero de repente abrió mucho sus ojos, como si acabase de recordar algo importante.
—¿Segura que quieres que me quede en tu castillo? —sonrió con astucia, a lo que la princesa solo rio, sacudiendo su mano.
—Oh, creo que subestimas a los guardias reales...
—Lo que tú digas, princesa. —El niño se encogió de hombros, volviéndose a Aester—. Nos apuntamos.
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