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IX: La piedad de la bruja (Pt. II)

Annarieke no dejaba de seguir con la mirada al duque Viadia, mientras este se paseaba por su despacho, y Heinrich le comentaba todos los detalles de lo que había sucedido con la bestia para llenar el informe que se enviaría a la orden de Avra.

Arno Viadia parecía tener más de treinta años, y no se había casado y mucho menos tenía hijos. También, había extraños rumores sobre la forma en que había llegado al ducado, a pesar de ser el menor de tres hijos, pero Benedikt solía contar a modo de broma que el fraticidio se veía muy repetidamente en la historia de la monarquía de Antheros.

Ojalá pudiera encontrar una sola prueba contundente para que con ayuda de su padre, pudiera destituirlo, pero sabía que algo así podría ocasionar un grave conflicto internacional que preferiría evitar.

—No encontramos a la niña —añadió la princesa, en cuanto Heinrich terminó de relatar su informe. El duque regresó a mirarla con sorpresa—. La niña que nos envió a buscar. Ya sabe, pequeña, cabello negro y corto, ojos azules...

—Oh, claro... —entendió el hombre—. Lo recuerdo. Supongo que no importa ya...

Annarieke dirigió a sus compañeros una mirada llena de sarcasmo, como si el hombre no pudiera ser más obvio, y Heinrich le indicó que debía mantener la compostura.

—Disculpe que interrumpa —dijo Heinrich—, pero todavía no sabemos a qué se debió el ataque entre las personas de la ciudad. ¿Qué sucederá si vuelve a ocurrir?

—Los médicos indican que está bajo control, los sobrevivientes han recuperado ya la consciencia —señaló el duque—, y se han tomado varias muestras de sangre para identificar si se trató de alguna especie de sustancia alucinógena.

Los jóvenes pensaron que podría ser una buena deducción, y asintieron.

—Cuando tengan los resultados, no dude en compartirlos con la orden de Avra y el resto de ducados de Therina. Sería información muy valiosa para evitar que este evento vuelva a repetirse —sugirió Annarieke, y el duque asintió con fingida amabilidad.

El hombre apenas les prestaba atención, luciendo inquieto, y Annarieke sabía que no era para menos con todo lo que había sucedido en la capital del país que cuidaba, considerando que su actitud al inicio no había sido la más digna de un buen gobernante. En cuanto los ojos del duque se dirigieron hacia la puerta los caballeros de Avra siguieron su mirada y encontraron a una joven que observaba la escena, intranquila, e inesperadamente el semblante del hombre se iluminó e invitó a la chica a entrar a la oficina.

—Alaia, querida, ¿podrías ocuparte de los caballeros de Avra? Tengo mucho de lo que debo hacerme cargo.

La joven asintió, y con un movimiento de su mano, le indicó a Annarieke y a sus compañeros que la acompañaran fuera de la oficina.

La caballera se adelantó a los otros dos, siguiéndola, y al tenerse frente a la otra, se miraron con una extraña familiaridad, a pesar de ser la primera vez que se encontraban. No obstante, la fama que precedía a ambas les hacía sentir que sabían con quién trataban. La primera en reverenciar a la otra fue Annarieke.

—Reciba un cordial saludo, infanta Alaia Viadia Dorado —dijo con una sonrisa amable, y un poco avergonzada de no mostrarse más presentable ante la joven.

—Sea bienvenida, princesa Annarieke Zavet —correspondió la reverencia Alaia—. Lamento que haya tenido que encontrar Iltheia en estas condiciones —murmuró, como si quisiera indicarle que su aspecto personal era lo que menos importaba ante ella, pues también se sentía apenada con los hechos en su ciudad.

También, la muchacha mostró un semblante de profunda preocupación, y tomó del brazo de la caballera para llevarla un poco más lejos de las miradas de los guardias.

—¿Ha encontrado a la niña? ¿Aester está bien? —inquirió con necesidad, y, sorprendida, Annarieke no supo qué contestar—. Si la ha encontrado, solo manténgala segura. De ser posible, lo más lejos de Iltheia que pueda —suplicó, insistente.

La caballera decidió no responder, una vez más, por la promesa que le había hecho a Aester y Blai, pero se limitó a asentir, sin dejar de mirar a la joven heredera como si se tratara de un pichón enjaulado.

—No es una mala persona, ¿sí? —murmuró la chica, como si sintiera que Annarieke juzgaba a su familia. Sin embargo, no podía añadir nada más para garantizar sus palabras, y eso solo la hacía sentir más ingenua.

—Si acaso necesita ayuda, no dude de que haré lo que sea necesario para mantenerla segura —Annarieke respondió con seriedad. Arno Viadia era solo un duque regente hasta que su sobrina, la heredera legítima, pudiera acceder al trono de Antheros, y con lo que ya había observado a su alrededor, no podía evitar temer por la muchacha.

Ella, en cambio, cerró sus puños con rabia.

—No se burle de mí, princesa. No todos nacimos con sueños brillantes y la oportunidad de poder seguirlos, pero eso no me convierte en ninguna tragedia —masculló Alaia.

La caballera solo bajó la mirada, y volvió a reverenciarla.

—Mis mayores disculpas, su alteza —dijo en voz clara y grave, para luego mirar directamente a la chica, sosteniendo su mano entre las suyas—. No lo digo como una heredera hacia otra, más bien de mujer a mujer: si en algún momento su seguridad peligra, puede confiar en mí —reafirmó.

La infanta también mantuvo la mirada en ella, un poco desafiante, pero decidió asentir.

—Lo tomaré en cuenta. Gracias por su ayuda, princesa.

En cuanto se retiraron del palacio, Annarieke estaba segura de que el duque Viadia no les diría nada sobre las investigaciones que harían. Solo esperaba que los Espíritus pudieran amparar a todas las personas de Antheros, dado al gobernante que les tocó.

—¿¡Vieron la expresión que puso cuando le pregunté!? ¡Ni siquiera se tomó la molestia de mentir mejor! Cómo desearía volver al palacio y romperle la cara...

—¿Esta es tu manera de ser diplomática? —preguntó Heinrich, burlón.

—Sabes que no pienso cambiar mucho mi opinión sobre la monarquía, pero si en el futuro llegas a convertir una cumbre internacional en un ring de boxeo, serás por mucho mi duquesa favorita...

Ludwig ignoró la mirada seria de Heinrich, y aprovechó que habían llegado a donde se supondría que debía estar el cuerpo aún completo de la bestia, y solo estaban sus huesos, Mallory delante de ellos en un torpe intento por ocultarlos, y los dos niños que llevarían a Larya.

—¡Permítanme explicar antes de que se enojen conmigo! —advirtió la bruja, alzando sus manos en señal de rendición.

—Empieza ya —dijo Heinrich con un tono muy serio de voz, elevando una ceja.

—No estoy segura, pero creo que debía tener algo que impidiera que fuera capaz de investigarla, ¡no sé qué! Pero apenas empecé a recolectar pruebas y tratarlas... sucedió esto. ¡Ellos están de testigos de que fui muy cuidadosa! —Señaló a los niños.

—Espero que el resto de equipos crean eso cuando vengan a llevarse ese costal de huesos. Al menos, si se desintegró como parece, tal vez no hay peligro de que en algunos años vuelva a salir otra bestia de la tierra.

Annarieke quiso calmar a Heinrich, pero sabía que no podrían continuar su investigación si no tenían ya prueba alguna de una bestia tan particular.

—Podemos enviar algunas pruebas a Benedikt para que pueda estudiar su sistema óseo —insistió la bruja.

—Está bien —Annarieke se acercó a su amiga, poniendo sus manos sobre sus hombros—. Sé que no lo hiciste a propósito, ya veré qué haremos para continuar la investigación. Espero que a este paso no nos la quiten definitivamente.

Mallory sabía que su amiga no la estaba culpando, pero saber que no le había resultado de utilidad le dolía.

Sabía que la próxima vez que vieran una bestia, tendría que apartarse, pues no quería que otro de sus compañeros se detuviera para cuidar de ella. Su principal función dentro del equipo era investigar cualquier situación sospechosa a su alrededor si eso le daba una pista para encontrar a Odyle.

—Viadia no nos va a decir nada sobre los resultados de los exámenes, así que mejor vayámonos de aquí —propuso Ludwig, que después se acercó a los niños—. ¿Están listos ya para acompañarnos a Larya?

Blai miró a Aester. Lo había pensado durante todo el tiempo que pudo mientras procesaba lo que ahora sabía de ella, y entendía que quería volver a ver a su maestra. Después de todo, él también deseaba tener una familia con la cual regresar.

Regresó la mirada hacia los caballeros de Avra y asintió con decisión.

***

Larya, Orevia.

A pesar de la helada lluvia y que la neblina no les dejaba ver más allá de ellos mismos, Odyle corría tomando las manos de varios niños, formando un círculo.

Giraron sin descanso, entre risas, hasta que la bruja no pudo más y fue la primera en caer, y los niños se abalanzaron sobre ella, abrazándola.

No habían sido nunca tan felices, y la sonrisa de la joven bruja también era de lo más sincera y cálida. Suspiraban a propósito para ver cómo se formaba el vaho, y las yemas de sus dedos ardían de lo heladas que estaban, y jugaban a poner sus manos sobre los rostros de los otros.

Odyle tomó un diente de león en medio del césped que hacía su mejor esfuerzo en sobrevivir sgrior, y lo arrancó para decorar la cabeza de una niña, y creaba mariposas con las gotas de lluvia, dejándolos a todos impresionados.

Sin embargo, las mariposas traían recuerdos amargos a su mente, y aunque prometía que era genuinamente feliz al lado de aquellos huérfanos, ninguno de ellos era su dulce mariposa.

Los gemelos se acercaron a ella, pidiendo que los acompañara, en cuanto la señora Ilena los llamó para que entraran todos a la mediana casa de campo en la que vivían, al extremo de la ciudad de Larya.

La bruja tomó las manos de ambos niños y caminó junto a ellos, pues en el poco tiempo que llevaba a su lado, admitía que eran sus favoritos.

Había algo enigmáticamente atrayente en los gemelos; en el tiempo que compartían antes de nacer, y lo desgarradora que era la idea de que aun así, la muerte podría separarlos.

La lluvia parecía caer aún más fuerte cuando recién entraron con los niños, y no dejó de pensar en su sonido al golpear el techo, en tanto ayudaba a la señora Ilena a preparar la comida.

Solo el ruido del temporizador que puso para el horno la sacó de sus pensamientos, y se dispuso a sacar el pastel de manzanas que había horneado.

Lo colocó en el centro de la mesa, viendo cómo todos los niños enloquecían de emoción.

—¡Quiero el pedazo más grande! —exclamó uno.

—Todos van a recibir la misma porción —sonrió la bruja, empezando a separar las porciones—. Espero que les guste.

—Gracias, Odette —dijo la señora Ilena, agradecida de haber encontrado tan espléndida chica dispuesta a ayudarla. Le ilusionaba ver lo mucho que sus niños se habían encariñado con ella, y viceversa. Esperaba tenerla por un largo tiempo junto a ellos.

Odette.

Había algo tan enigmáticamente atrayente sobre los gemelos...

Katja siempre había sido su pequeña mariposa, pero Odette era su imagen replicada, y tal vez su lado más angelical.

No le importaba haber tomado prestado su nombre, pues respetaría su memoria al darle todo su amor a aquellos niños.

Katja y Odette habían sido demasiado bondadosas para un mundo en el que la esperanza era la ilusión más falsa que se había creado, y que solo quedara ella de pie aún, era señal de que era tan cruel y egoísta como para sobrevivir entre el resto de los herejes que desconocían a sus propios creadores.

A menudo soñaba con irse con ellas también, pero debía resistir un poco más. Debía destruir primero la ilusión, así los herejes serían capaces de ver el reflejo de lo que en verdad eran.

Cuando llegó la hora de dormir, todos los niños estaban en sus respectivas camas, Odyle fue a verlos para asegurarse de que estaban bien.

—Señorita Odette —dijo uno de los gemelos, moviéndose en su propio lugar con entusiasmo—, mi hermano y yo no podemos dormir aún. ¿Nos contaría otra de sus extrañas historias?

Odyle se acercó, sentándose al borde de la cama.

—¿Están seguros? La señora Ilena podría enojarse conmigo...

—¡No le diremos a nadie! ¿Verdad, João?

El otro niño, reflejo de su hermano, asintió con emoción.

Odyle suspiró, y se acomodó más en el lugar, apreciando los dulces rostros de ambos niños, y sus ojos de ese hermoso color verde tan brillante.

—Al llegar a Terravent desde la segunda luna, el Señor de todo decidió que él y toda su corte necesitaban ser adorados, y le pidió a su concubina, Ma'aer, que creara a través de la tierra a todos los humanos y animales. Ma'aer también había dado a luz a muchos de los herederos de Nesserth, y por tanto, los príncipes son nuestros hermanos también.

—Señorita Odette, ¿entonces ellos crearon también a los Espíritus?

Odyle frunció un poco el ceño al escuchar ese nombre, y negó con la cabeza.

—En contra de lo que habían creído el Señor y su corte, Terravent no estaba sola al inicio. Los Espíritus siempre estuvieron allí, escondidos, y cuando el Señor terminó su obra, ellos decidieron arrebatarle todo.

—¿Quién le contó todo eso a usted? Nadie cree que en verdad los Eminentes hayan existido, incluso la señora Ilena solía asustarnos con ellos para que fuéramos a dormir temprano.

La bruja rio, guiñándole un ojo traviesamente a los niños.

—Mi familia me lo contó, y ahora yo se los cuento a ustedes.

—¿Somos su familia ahora, señorita Odette? —preguntó el otro niño con ojos relucientes ante la idea, abrazando su almohada con miedo de que la respuesta fuera negativa.

Odyle besó las frentes de ambos.

—Claro que sí. Tengan dulces sueños...

La joven se retiró de la habitación, observando sus pestañas rozando sus mejillas, y sus manitas sosteniendo el borde de las cobijas, descansando tan inocentes.

Había algo tan enigmáticamente atrayente acerca de los gemelos...

No permitiría que la muerte los separara. Estarían juntos hasta el final. 

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