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I: Preludio de una maldición

—Ve a sus profanos templos:

destruye a sus falsos ídolos,

devora a los traidores,

destroza su impía fe.

Costa de Maraele, Antheros.

La lluvia seguía cayendo, cada vez más helada, y Annarieke estiró sus manos para tocar las gotas con la punta de los dedos, que no estaban cubiertas por sus guantes de cuero. Estos ardían.

Cuando sintió la tierra temblar por tercera vez, supo que debía apresurarse. Corrió, cruzando el imponente puente de mármol que la recibía llevándola hacia la entrada de Maraele, al mismo tiempo que el suelo volvía a sacudirse, cada vez con mayor frecuencia y fuerza, advirtiéndole que algo se acercaba.

Alcanzó a divisar un enorme trozo de concreto lanzado a su dirección, y apenas tuvo tiempo para esquivarlo deslizándose en el suelo gracias a la lluvia, y Heinrich, que le seguía el paso atrás, la ayudó a continuar, sujetando de su mano. Acabaron de cruzar el gran puente, entrando a la ciudad que parecía sumida en el caos, como si fuera una zona de guerra.

Ella cruzó la mirada con su compañero: un chico de cabello largo que recogía en una baja cola, y ojos oscuros. A ambos caballeros les costaba mucho pensar que eso podía ser obra de una bruja, como indicaba la razón principal de su incursión.

En medio de la niebla, Maraele lucía como una colección de hogares y edificios enteros derrumbados, que se aferraban a las laderas de un enorme barranco que bajaba hasta el océano sur del continente. Debido a la misma bruma, no habían sido capaces de ver aún a la enorme bestia que causaba estragos saliendo a recibirlos.

No podían darle otro nombre en ese instante al no reconocer qué era. Parecía una colosal mezcla de ramas de árboles y pelaje sucio con astas en su cabeza, que se aproximaba a ellos.

La mirada de Annarieke se dirigió hacia lo lejos de la calle, notando a dos chicas con la misma cabellera negra y vestidos oscuros que parecían esperar por ella y su equipo. La mayor acarició el cabello de la niña, como si estuviese contenta por algo que había hecho.

En aquel momento llegó el capitán del grupo junto a Ludwig, un chico de cabello color castaño y ojos verdes, que a pesar de tener la misma edad de Annarieke, lucía más pequeño en estatura a comparación de sus compañeros.

—No es verdad... —farfulló él, a la vez que Annarieke y Heinrich empezaban a retroceder sus pasos a medida que la criatura se acercaba, uniéndose al resto de su equipo, y deseando un poco más de tiempo para trazar un plan.

Si en verdad aquella niña había conseguido invocar esa inmensa cosa, no se imaginaban de qué podría ser capaz la mayor.

—¡Capitán, no debemos permitir que escape! —exclamó Annarieke, con la intención de adelantarse hacia las brujas, en espera de que su maestro lo aceptase.

Él asintió y enseguida la chica corrió, intentando evadir a la bestia que la empujó con una de sus patas, lanzándola al borde del puente.

—¡Annarieke! —exclamó Ludwig al ver que el ser contraatacaría.

Sacó con rapidez una flecha de su carcaj y apuntó hacia su rostro, o lo más parecido a ello, logrando que soltara un enorme alarido y desviara su atención de su compañera.

—¡Ve a cubrirla! Heinrich y yo nos podremos encargar mientras tanto.

—Entendido, capitán Aldrich —aceptó el chico, corriendo hacia Annarieke para ayudarla a terminar de levantarse—. ¡No van a ir muy lejos! En nombre de Avra y los Espíritus, ríndanse y tal vez a tu hermana le espere un juicio justo. —Apuntó hacia la bruja mayor, quien le contestó con una mirada de odio.

—¡Solo respondo ante los Primeros dioses! Y ustedes deberían temerles también.

Ludwig volvió a apuntar, y esta vez la flecha apenas rozó el cabello de la pequeña bruja, que se sobresaltó.

Su hermana mayor no iba a ignorar su amenaza. Cerró su puño con rabia, a la vez que trataba de no dejarse intimidar por los caballeros de Avra, incluso cuando se veía que no tenían problema alguno en meterse con su hermana. Soltó un largo suspiro y se arrodilló hacia la niña, tomando su rostro entre sus manos y besando su frente.

—Katja, corre... —pidió, con una extraña sensación en su interior que juraba no haber sentido antes, o al menos, no en un largo tiempo. Sus manos temblaban, y su mente no dejaba de gritarle que en aquel instante eran ella y Katja contra el mundo.

Tenía miedo de quedarse sola.

—Odyle... —musitó la niña, confundida—. Tú dijiste que si lo hacía...

—Lo sé, y lo has hecho estupendo. Estoy orgullosa, pero ahora me toca a mí —pidió—. Corre, no permitas que los caballeros te encuentren. Te prometo que iré por ti cuando termine...

Katja asintió con inseguridad, pero no dudó en hacer lo que su hermana le había ordenado. Corrió sin detenerse, adentrándose más a la plaza principal de la ciudad, y observaba cada lugar que le podría servir como un posible escondite.

Annarieke la siguió con la mirada, pensando en ir tras ella.

—Ni lo sueñes... —gruñó Odyle, antes de que con un movimiento de su mano, llamase a la criatura que su hermanita había invocado, que fue tras Annarieke y Ludwig.

Este lanzó una flecha nuevamente hacia el rostro de la bestia, haciéndola retroceder, y Heinrich y el capitán llegaron para llamar su atención, adentrándose más en la ciudad, mientras le daban la oportunidad a sus otros dos compañeros de seguir a la bruja.

Heinrich notó que la seguridad de Antheros había armado una barricada.

—Parece que ya los evacuaron a todos —apreció, pero la bestia tomó uno de los escombros de la misma defensa para lanzárselo, y con una veloz voltereta por el suelo, él pudo esquivarla. Luego rodó una vez más hacia su lado izquierdo, para evadir el golpe que la bestia asestó contra el suelo, haciéndolo temblar.

Se puso de pie, empuñando su mandoble, y lo clavó luego con fuerza en la pata delantera de su oponente, antes de que este volviese a intentar golpearlo. No obstante, su arma se había quedado incrustada, y en cuanto el ser se apartó, lo arrastró consigo, lanzándolo por los aires y haciéndolo caer varios metros contra el capitán en una de las tiendas destruidas de la calle.

Aturdido, solo tuvo unos pocos segundos para tratar de recuperarse, rodar por el suelo una vez más antes de ser golpeado. Tomó su espada con firmeza, atacando a su enemigo sin detenerse junto al capitán con su lanza, solo hasta prever que este volvería a intentar golpearlos y apartarse a tiempo.

Entre tanto, Annarieke y Ludwig buscaban dónde se había escondido Katja, deseando que sus compañeros aguantaran hasta que pudieran ayudarlos.

Apartada de la plaza, sobre una cascada en las laderas de la ciudad, se encontraba el templo de Maraele, uno de los pocos lugares aún en pie, y sus puertas estaban abiertas.

Los dos entraron hacia el lugar, que parecía haber sido atacado también; casi todos los altares estaban rotos, y no había señal de nadie, ni un solo civil o sacerdotisa.

Annarieke se acercó a la puerta, donde encontró un incensario apenas gastado.

«El incienso mantiene alejadas a las bestias», recordó con precaución. Notó todo el caos, tanto dentro del templo, como afuera de la ciudad, y miró a su compañero, alarmada.

—Nunca había visto nada parecido... —murmuró, sintiendo un nudo en la garganta—. ¿Realmente ellas dos hicieron todo esto? ¿Por qué ahora? Si todavía no las habían encontrado, podían elegir cambiar...

—El duque de Antheros ordenó la incursión debido a las declaraciones de la gente que habían visto a esas dos brujas. Es posible que se hayan enterado a tiempo, y decidieran recibirnos así —analizó su compañero, sorprendido también por el estado de ruina en el que se encontraba la ciudad de Maraele—. Vamos, Ann. La niña no pudo haber ido muy lejos...

Pensativa, Annarieke recorrió con la mirada todo el lugar. Las reglas de los templos impedían a otras personas que no fueran las sacerdotisas ir más allá del salón de congregaciones, pero su misión tenía más importancia que una regla que nadie la vería romper.

Ambos caballeros sacaron de sus uniformes unos collares con una gran gema del color del ámbar.

—Buscaré a la niña —avisó la chica, tomando la piedra y llevándola hacia sus labios.

De esta empezó a brillar una luz dorada, la cual se materializó en un gran hacha de guerra que empuñó.

Volvió a guardar la piedra entre los broches de su uniforme, decidida a traspasar los interiores del templo.

—¡No demores mucho o te lo perderás! —le respondió Ludwig, a lo que Annarieke sonrió mientras abría las puertas, perdiéndose en su interior.

Al entrar, encontró una especie de fuente que seguía a lo largo del templo, y por el ruido del agua cayendo, adivinaba que conectaba con la cascada. Advirtió con duda en que a la salida de la fuente había algunas gotas de sangre ya seca, y agachándose para inspeccionar, encontró unas pequeñas escamas tornasoladas, manchadas también. Guardó algunas como evidencia, y se aproximó a las escaleras que se encontraban a ambos lados de la fuente, rodeándola.

Corrían en espiral, llevando hasta la torre de la campana del templo, donde se encontraba la pequeña Katja, abrazando su cuerpo y mirando la piedra ónix de su anillo, mientras hacía su mejor esfuerzo por aguantar el deseo de llorar. Podía sentirlo, los caballeros de Avra se acercaban. Seguramente ya habían atrapado a su hermana y ella sería la siguiente.

Alzó un poco la cabeza para ver el estado de Maraele, y sintió su estómago revolverse. Tal vez era lo que merecían.

Cuando el duque de Antheros y la orden de Avra condenaron a toda su familia por sus prácticas oscuras con la magia, solo se habían salvado ella y Odyle. Era una nueva oportunidad para vivir cuidando de la otra, pero Odyle quería venganza, y luego se enteraron de que no tenían más tiempo. O actuaban, o serían separadas y castigadas con el mismo destino de su familia.

En cuanto vio a Annarieke, se levantó precipitadamente, acercándose más a la pared, pero olvidando que esta era muy pequeña. Miró atrás. Un movimiento en falso y caería varios metros. Sin embargo, alcanzó a ver a la criatura que había invocado y sintió que tenía aún una pequeña oportunidad.

—Katja Ruenom, en nombre de Avra y el ducado de Antheros...

—¡No vas a atraparme a mí y a mi hermana! ¡Odyle no va a dejarte! —chilló la pequeña, pegándose hacia una de las columnas de la torre, y tocando su anillo una vez más.

Aún en la entrada de la ciudad, la bestia que Katja había invocado estaba a punto de aplastar al capitán Aldrich, cuando sintió a su ama llamarle, y empujó a su presa más lejos.

Tanto Odyle como los dos caballeros, desconcertados, sabían que eso solo podía significar problemas para Katja, Annarieke y Ludwig.

Este último al advertir la aproximación de la bestia, miró con cierto deseo de esperanza al incensario ya apagado, pero el monstruo irrumpió con toda su fuerza en el templo, aplastando el objeto con una de sus patas, y causando gran estruendo en el lugar.

Las paredes empezaban a romperse, y Ludwig miró arriba, esperando que su compañera estuviera bien.

En la torre, Katja perdió el equilibrio por la entrada de su invocación, y apenas se aferraba al borde del muro. Annarieke, desesperada por salvarla, le extendía su mano, pero la niña la rechazó. Aquella seguía siendo la mano de una caballera de Avra que no dudaría en apresarla y asesinarla como hicieron con toda su familia, incluso si muy dentro de ella, quería vivir cuanto más le fuera posible.

Cuando la bestia estaba a punto de atacar a Ludwig, este tomó el collar de su uniforme, extendiéndolo hacia la bestia, y al instante desprendió una enorme luz dorada, que cegó y ahuyentó a la criatura. Esta retrocedió sus pasos con fuerza hasta chocar con la estructura, provocando una sacudida mayor.

La torre empezó a colapsar, y aferrada a la columna de esta, Annarieke se negaba a abandonar a una Katja cuyo rostro estaba cubierto de lágrimas.

—¡No te soltaré, lo prometo!

—¡No tiene caso! —exclamó la niña entre sollozos. Su corazón latía con una prisa imposible de frenar, y la helada brisa revolvía sus oscuros cabellos, cubriéndole el rostro—. Jamás seré de ustedes, ¡Odyle jamás será de ustedes!

—Por favor...

Katja se había entregado al vacío con decisión, pero dejó escapar un pequeño grito de arrepentimiento y ya era muy tarde. Lo supo Annarieke más que nadie, al haberse movido tratando de sostenerla a tiempo y en vano.

Sin oportunidad para recuperarse, pues la torre terminaba de derrumbarse, Annarieke se dejó caer hacia las escaleras, bajando entre saltos con agilidad. Vio abajo en la fuente a sus compañeros aún pelear contra la bestia, que empujó a Ludwig frente a las escaleras y tenía atrapado al capitán en su mano. Este aprovechó para asestar su lanza justo en uno de sus ojos.

Mientras, la enorme campana caería sobre la caballera, y se apartó en un salto para golpearla con su hacha con todas sus fuerzas, empujándola hacia la bestia. Ella cayó sobre su cabeza, asestando una vez más su arma y se aferró a las astas cuando la criatura se sacudió, soltando al capitán Aldrich, a punto de aplastarlo, pero él lo evitó con su lanza, provocando que la bestia se alzara en medio de su dolor.

Heinrich clavó su espada en el cuerpo de la criatura.

—¡Ann, baja de allí ya! —exclamó, apartándose, pero la caballera tenía problemas para recuperar su hacha, a lo que la bestia la arrojó contra la fuente, y apartó de un zarpazo la lanza de Aldrich, volviendo a agarrarlo para golpearlo contra el suelo múltiples veces.

Ludwig disparó varias flechas para conseguir que lo soltara y Heinrich aprovechó la distracción de la bestia y asestó una vez más su espada, cruzando gran parte de su cuello y rodando en medio de la fuente al caer. La criatura iba a perseguir a los dos caballeros restantes mientras emanaba de su herida un líquido espeso bastante oscuro, perdiendo poco a poco el equilibrio.

Al disparar otra flecha en la herida, la bestia estaba a punto de caer sobre Heinrich, quien tomó su mandoble, logrando que la criatura se la clavara a sí misma.

Podía respirar aliviado al sentir que el ser había muerto, pero eso solo la hacía más pesada. Trató de arrastrarse, recuperando su espada, y Ludwig lo ayudó jalándolo.

Inmediatamente fue hacia Annarieke, que había perdido la conciencia, y la cargó, acercándose a su compañero, que se encontraba con su capitán, tendido en el suelo y apenas respirando.

Buscaron entre los uniformes de ambos, y por fortuna, sus collares aún mantenían cierto resplandor. Era todo lo que importaba.

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