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Capítulo 3: Voyeur

Notas Importantes

Advertencia: La siguiente historia puede llegar a presentar escenas con contenido sexual explícito, situaciones de violencia y lenguaje adulto/vulgar no apto para personas sensibles. Si te resulta ofensivo este tipo de contenido o eres menor de 16 años, se sugiere discreción.

Queda estrictamente prohibida cualquier copia y/o adaptación de esta obra de ficción. Todos los derechos reservados.

Disclaimer: Los personajes y el universo donde se desarrollan no me pertenecen a mí, sino a la increíble y talentosa Rumiko Takahashi.

VOYEUR

"Si miras durante largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti"

Friedrich Nietzsche

Capítulo 3: Voyeur

¿En qué punto comenzaba a desdibujarse la línea entre el deseo y la perversión? Kagome estaba segura de haber comenzado su insano entretenimiento por culpa de un accidente y de haberlo continuado por mera curiosidad, sin embargo, había perdido el hilo conductor a partir de ese punto y, ahora, no podría decir ni aunque su vida dependiera de ello qué era lo que la mantenía repitiendo la misma arriesgada rutina.

Suponía, pese a todo, que podría estarse acercando peligrosamente al punto de no retorno en que solían caer muchos adictos. Ese diminuto punto de fricción donde la cuerda sostenida en máxima tensión finalmente terminaba por deshilacharse a tal velocidad que pareciera haberse tronado de un solo tirón.

¿La convertía eso en un fenómeno? Lo dudaba. Así como dudaba que cualquier otra en su posición pudiese haberse resistido a la tentación que representaba el daiyōkai; al poder de cada uno de sus movimientos y la firme tensión de los abultados músculos; al seductor espectáculo de un cuerpo que exudaba fuerza, confianza y una pizca de altanería.

Porque sí, ese hombre era como la madura y jugosa fruta prohibida colgando de un árbol en espera de ser devorada. La misma de la que cualquier ser querido te prevendría de comer. Irresistible, peligrosa y mortífera.

Tamborileando sus dedos sobre el pasto donde yacía sentada y mirando fijamente el enorme árbol a unos metros de ella, Kagome se relamió los labios inconscientemente. Llevaba días sintiendo un hambre que nada tenía que ver con alimentos y mucho con una acuciante necesidad de satisfacer otra clase de apetitos.

—¿Qué demonios estás haciendo? —interrumpió de repente sus cavilaciones la malhumorada voz del hanyō.

—¿Ah?

—Lo estás viendo como si quisieras comértelo. —bufó burlesco.

Durante una pequeña fracción de segundo, la joven sintió el pánico invadirla conforme las palabras del medio demonio se clavaban en su cabeza. ¿Cómo la había descubierto? ¿Cómo había sido posible que el normalmente despistado Inuyasha supiera su pequeño y sucio secreto?

—Puedo explicarlo, yo-

—Pensé que eras más inteligente. —continuó el hanyō.

Kagome se estremeció internamente ante sus palabras. Lo cierto es que ella también se había creído más inteligente que esto. Por lo menos lo suficiente para mantenerse alejada de alguien como Sesshōmaru, y definitivamente más decente que la excitada humana que se escondía entre los árboles para verlo en todo su magnífico esplendor.

—Es que-

—De verdad eres tonta, Kagome. —la reprendió todavía burlón. —Ese...

—¡Oh, cállate! —le gruñó frustrada, hablando a la par de él. —Ya sé todo eso, no es mi culpa que él sea tan-

—...árbol no da frutos.

—...perfecto. —terminaron al unísono.

Durante unos momentos, ambos se miraron fijamente con distintos grados de sorpresa y confusión en el rostro. Kagome no tardó en comenzar a recriminarse su estupidez mientras sentía su pánico escalar a nuevas alturas frente a la extraña expresión que de repente había aparecido en el rostro del hanyō.

—Uhm, disculpa. ¿Q-qué decías? —le preguntó para romper el tenso silencio, con apenas una sola nota temblorosa colándose en su voz.

Inuyasha la observó con cautela, entrecerrando muy ligeramente los ojos. Decir que recientemente había notado extraña a la joven del futuro sería mucho dado que no lo había hecho. Sin embargo, Miroku llevaba un par de días haciendo comentarios y preguntas raras referentes a la sacerdotisa y esos sí que los había notado.

—¿Inuyasha?

Pero, ¿cuál era el problema? A Inuyasha nunca le habían gustado los acertijos. Desafortunadamente, durante la búsqueda de los fragmentos había descubierto que la mayoría de sus enemigos -y amigos- no pensaban igual. De modo que a fuerza de tener que resolverlos para conservarse a él mismo y a sus amigos vivos, había tenido que aprender a descifrarlos.

—Ese árbol no da frutos. —repitió después de otro prolongado silencio.

Kagome, sin embargo, era uno de esos molestos acertijos que nunca había podido terminar de descifrar. Tan parecida como había sido físicamente a su amada Kikyo; su actitud, forma de pensar y sentimientos las habían hecho mundos completamente diferentes. Kikyo había sido hasta cierto punto predecible, una pieza de rompecabezas que encajaba perfectamente con la otra mitad de su alma. Kagome, por el contrario, había sido indomable, el tipo de pieza que en veces sí y en veces no encajaba en el mismo lugar.

—Tienes razón, qué tonta soy. —rió nerviosamente la sacerdotisa. —Sólo...olvídalo. ¿Me buscabas para algo?

No particularmente, pensó el hanyō. Lo cierto es que había estado holgazaneando por la zona cuando de repente le había llegado un sutil pero conocido aroma que lo atrajo. Con la luna nueva cada vez más cerca, Inuyasha se había sentido confundido por la presencia de dicha esencia antes de seguirla. Después de todo, no es que sus sentidos normalmente agudos fuesen particularmente fiables con su lado humano flotando tan cerca de la superficie.

—Miroku te estaba buscando. —mintió.

Mientras veía la pequeña nariz de la joven arrugarse en confusión, Inuyasha movió ligeramente la suya, buscando rastros. Aferrada de una forma sutil y casi imperceptible a sus prendas de sacerdotisa yacía la esencia de su excitación. Era ese rastro el que lo había atraído hasta este lugar.

—¿A mí? —preguntó confundida.

A ti, pensó reconociendo el dulce aroma que sólo le pertenecía a ella. Durante su breve "noviazgo", como lo había llamado la joven del futuro, Inuyasha había tenido la oportunidad de oler su excitación suficientes veces como para tenerla grabada a fuego en sí mismo. Ni siquiera la luna nueva cercana podía borrar eso de sus cada vez más humanizados sentidos.

Sin embargo, la pregunta realmente importante era: ¿qué la había despertado?

—¡Keh! Yo que sé. —le respondió falsamente fastidiado. —Ese monje pervertido ha estado diciendo que te comportas extraño últimamente.

Kagome se sonrojó levemente ante el comentario pero hizo su mejor intento por mantenerse tranquila. Si su apetito sexual más recientemente activado por el poderoso cuerpo del daiyōkai estaba comenzando a mermar su comportamiento habitual tenía que empezar a buscar soluciones.

Dejar de espiarlo podría ser un buen comienzo. —pensó.

Como si fuera a funcionar. Sacudiendo la cabeza, Kagome volvió a mirar a Inuyasha y frunció el ceño. Éste la estaba observando como si...como si...¡no podía encontrar la palabra! ¿Con sospecha? ¿Burla? ¿O algo más?

—El único actuando extraño aquí eres tú. —lo acusó.

—¡¿Qué?! ¿Yo, por qué?

—No hay forma de que vinieras a buscarme sólo porque Miroku te lo pidió.

—Bueno, yo- —comenzó balbuceando.

—Estabas holgazaneando por ahí de nuevo, ¿no?

Repentinamente distraído por cómo habían dado vuelta las cosas, Inuyasha retrocedió unos cuantos pasos, seguido muy de cerca por una amenazante chica.

—Sólo estaba tomando el sol.

—¿Tomando el sol? —repitió con incredulidad la chica. —¡Ja! Apuesto a que estabas dormido sobre la rama de algún árbol.

Ésta vez fue el turno del hanyō para sonrojarse hasta las orejas. Incluso después de todos esos años de conocer a la joven del futuro, todavía no había podido desprenderse de la vergüenza que lo invadía cada vez que lo confrontaba o regañaba. Cada que sucedía, simplemente no podía evitar sentirse como un niño al que su madre reñía por no cumplir con sus deberes.

—Como sea, mejor volvamos juntos a la aldea. —dijo Kagome. —No confío en que vuelvas por tu cuenta.

Inuyasha bufó pero igual comenzó a caminar a la par de ella. Se conocía lo suficiente a sí mismo para reconocer que probablemente la chica tenía razón: difícilmente volvería por voluntad propia a una aldea que lo esperaba con cientos de tareas aburridas y muy pocas -por no decir ninguna- batalla.

—Por cierto, Inuyasha. —lo llamó con suavidad Kagome.

—¿Qué?

—¿Cuántas veces me llamaste "tonta" hace unos momentos?

Confundido por la repentina pregunta, el hanyō se detuvo a considerar seriamente la respuesta. La había llamado "tonta" explícitamente quizás una vez, pero indirectamente una o dos veces. Eso serían...

—¿Tres veces? —respondió a modo de pregunta.

—Claaaaro. —canturreó con la misma suavidad la chica. —Sí, yo diría también que fueron unas tres veces.

Demasiado tarde, la sospecha comenzó a filtrarse en el cerebro del hanyō. Kagome había estado regañándolo hasta hace poco, la había llamado "tonta" explícitamente y no había habido represalias inmediatamente después, además, la chica nunca le hablaba con tal suavidad a menos que-

—Una por cada vez. —murmuró con una tensa sonrisa. —¡Abajo! ¡Abajo! ¡Abajo!

El primer azote contra el suelo lo hizo tragar tierra; el segundo, arrepentirse por no haber insistido en que le quitaran ese maldito collar con todo y maldición y, el tercero, maldecir la existencia de esa maldita mujer con el poder para controlarlo.

—Ahora sí, volvamos. —sonrió alegremente la chica comenzando a caminar.

Y, por esa razón, comenzó pensando el hanyō, fue que no funcionó.

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Kagome se mordisqueó el labio inferior con nerviosismo. Llevaba casi todo el día desde que ella e Inuyasha habían vuelto a la aldea, evadiendo al monje. No es que se hubiera tragado la mentira de que la buscaba pero sabía que si había estado haciendo comentarios y preguntas por ahí, era muy probable que sospechara algo.

Lo cierto es que Miroku le parecía una figura subestimada. El mayor porcentaje de personas que lo conocían no eran capaces de ver más allá de sus galantes formas, gran elocuencia y pervertidos modales. Sin embargo, Kagome lo sabía mejor. Detrás de todo eso aguardaba una inteligencia y astucia aguda que había conseguido sacarlos de más de un problema en los años que llevaban de conocerse. Por consiguiente, tenerlo sospechando de ella no auguraba nada bueno.

Mientras la joven del futuro se movía sigilosa por la aldea, asegurándose de evitar a Miroku y esperando el ocaso para poder marcharse al pequeño lago, no pudo evitar rememorar su intercambio con el hanyō esa misma mañana.

Lo cierto es que no sabía qué pensar. Habérselo encontrado no era raro, después de todo seguían conviviendo en un mismo entorno; el intercambio de palabras en sí tampoco era tan preocupante ahora que había tenido la calma suficiente para analizarlo. El problema había sido esa mirada. Esa fugaz pero extraña expresión que había dejado entrever un montón de cosas a las que no podía darle sentido todavía.

—Estás dándole demasiadas vueltas, Kagome. —se reprochó, sacudiendo una y otra vez la cabeza para despejarse.

Sus pequeñas aventuras en el bosque estaban comenzando a volverse un juego de espías demasiado complicado. La paranoia estaba comenzando a crecer y por más que disfrutara de las espectaculares vistas nocturnas, sabía que no podía continuar mucho más tiempo escabulléndose.

Está bien, quizás todo estaba en su cabeza y ni Miroku, ni Inuyasha sospechaban nada de lo que sucedía. Sin embargo, esa mirada del hanyō...Kagome volvió a sacudir la cabeza. Sus pasos la habían conducido inconscientemente hasta el límite de la aldea desde donde el sol ya podía apreciarse comenzando a esconderse. Dividida entre el deseo y la fuerte atracción hacia el daiyōkai, y el sentido común que gritaba por la precaución y el final de todo esto, la joven permaneció ahí unos minutos, sin moverse.

La mente ágil que la caracterizaba la había abandonado hace mucho. Ahora sólo quedaba un cuerpo hirviendo a fuego lento anhelando cosas que definitivamente no podía tener, y un rastro de moralidad que suplicaba por abandonar sus perversas acciones.

Tengo que terminar con esto hoy. —pensó tensa.

No sólo por la calidad moral que le quedaba, ni por el miedo a ser descubierta por sus amigos, sino por el riesgo. No era tonta, sabía que hasta este momento había logrado sortear muy bien los sentidos del demonio pero dudaba que su suerte se extendiera por mucho más tiempo y sería verdaderamente estúpida si creyera aunque fuera por un segundo, que Sesshōmaru le perdonaría la vida si la descubría acosándolo.

Firme en su decisión, Kagome cerró las manos en puño y abandonó la aldea. En ningún momento notó la túnica morada ondeando en el viento, ni a la figura a la que le pertenecía dicha prenda, apoyada contra una de las chozas, semi-oculta por las sombras.

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Kagome respiró hondo de pie en la cima de las plataformas y se dispuso a bajarlas una a una sin prisa. Una vez que había memorizado el camino, los accidentes en su trayecto se habían reducido drásticamente. Hasta el momento, la chica no había vuelto a tener ni una sola caída y, aunque el descenso por las plataformas seguía pareciéndole un infierno, los rasguños y contratiempos con las ramitas y enredaderas ya no eran gran problema.

O algo así, pensó mientras arrancaba la última hoja de su cabello. En la vida había cosas inevitables y, llenarte de ramitas al escalar sin casco o el equipo adecuado, era una de ellas.

Mientras avanzaba por el bosque en dirección al lago, Kagome intentó repasar todas las razones por las que éste desliz debía ser el último. Necesitaba convencerse de que lo era, que por el bien de su salud mental y buena reputación era imprescindible que dejara en paz al daiyōkai.

Sin embargo, cuando sus pasos la dejaron a unos metros de su destino, todavía no estaba convencida. Minutos después, tras escanear toda el área, afortunadamente había llegado si no a un convencimiento, al menos sí a un acuerdo. Es decir algo como un: No quiero pero tengo que hacerlo.

—Ésta vez será la última. —susurró en un intento por mantenerse firme frente a una desagradable decisión.

Simultáneamente y absurdamente nostálgica de tener que renunciar a ese pequeño oasis -y a su perverso entretenimiento- la sacerdotisa recorrió con la mirada el pequeño lago hasta detenerse sobre una de las extrañas flores sobre el tronco caído que partía el cuerpo de agua.

¿Qué tan probable era ser descubierta si se llevaba una de esas flores? Para el recuerdo, claro. Riéndose de sí misma, Kagome negó con la cabeza. Estaba a punto de añadirle a su reciente voyeurismo una buena dosis de hurto. ¿Quién sabe? Quizás podría añadirle después un asesinato o violación.

—Caray, al parecer Inuyasha tiene razón, soy una tonta.

Escaneando nuevamente la zona del lago en busca de cualquier presencia en el perímetro cercano o los alrededores, la joven del futuro se dirigió al tronco y se inclinó sobre las flores. Su nariz no tardó en arrugarse levemente ante el potente aroma de éstas, mismo que todavía no estaba segura de querer u odiar.

Sopesando sus posibilidades, deslizó sus dedos por los pétalos de la más grande de ellas antes de mover sus manos a una más pequeña. Si su inteligencia todavía no se había anulado por completo, podía decir que mientras más grande fuese la flor, más potente sería su fragancia. De modo que, si elegía la más pequeña entre sus manos, podría ser tolerable su transporte a la aldea.

Más dispuesta a convencerse de dicha idea que de la veracidad de su deducción, Kagome arrancó la flor más pequeña sobre el tronco y se dio la media vuelta, dispuesta a volver a su escondite favorito.

Mientras caminaba de vuelta, poco cuidadosa en su andar, observó la flor con nuevo detalle. No era nada especial, ni siquiera era tan bonita como le había parecido con anterioridad. Extraña con sus pétalos en forma oblonga, tal vez, pero bonita difícilmente. Además, estaba ese aroma que después de un rato picaba los sentidos, como una mezcla fuertemente especiada y una nota muy baja de algo más dulce.

Igual que el daiyōkai que se rodea de ellas. —pensó tontamente.

Volviendo a reírse de sí misma, Kagome se apoyó brevemente en el tronco de su escondite. No podía recordar cuándo había sido la última vez que se había reído tantas veces a solas, o cuándo había comenzando a pensar tan poética y ridículamente en las cosas.

Cuando me emborraché en aquella fiesta por culpa de Ruka. —pensó riéndose ante el gracioso recuerdo en el que, además, Inuyasha había tenido que ir en su rescate.

Con la espalda recargada contra el tronco, la sacerdotisa volvió a inspeccionar la extraña flor y, por una fracción de segundo, pensó que después de todo, sí tenía su encanto. No era su culpa que fuese tan...rara. Así la habían creado.

Fue el sonido de ramas y hojas secas quebrándose bajo el peso de unos pasos lo que finalmente la hizo apartar su atención de la flor y ponerse en alerta. Conteniendo la respiración, la sacerdotisa hizo lo posible por ocultar su propia presencia y comenzó a girarse muy lentamente sobre sí misma, sustituyendo el peso de su espalda por el de su pecho contra el tronco y sus manos a los costados.

Entonces el nerviosismo la invadió. Ésta era la última noche y era importante. Tenía que grabarlo todo a fuego en su cabeza porque no habría otra oportunidad.

Raspando ligeramente sus uñas contra la madera del tronco, Kagome le dio el mayor tiempo que pudo al Lord para que se acomodara en el oasis. Cuando su impaciencia la dominó, se asomó ligeramente para observarlo.

Sesshōmaru lucía contrariado. Se había quedado inmóvil a unos metros del lago y la dorada mirada estaba firmemente clavada sobre algo. ¿El qué? Kagome no podía decirlo desde la distancia a la que estaba.

Cuando largos momentos transcurrieron sin ningún cambio, la sacerdotisa se planteó por primera vez irse sin ese último vistazo. Un mal presentimiento había comenzando a formarse en la boca de su estómago y no estaba segura de querer averiguar si se haría realidad o no.

Sin embargo, cuando estaba por marcharse, el daiyōkai volvió a moverse. Girándose de perfil comenzó a desprender su armadura pieza por pieza antes de dejarla contra el mismo árbol de cada noche. A continuación deslizó los finos dedos por la abertura del kimono a la altura del cuello y se detuvo.

Kagome ahogó un gemido frustrado. En lugar de recurrir a la calma para disfrutar sin prisas del último espectáculo que vería, sentía una urgencia que la hacia sentir torpe y desorientada. Como si no fuera ella misma.

Mientras intentaba darle sentido a eso, sus ojos siguieron el movimiento de los brazos del Lord. Con una gracia que no habría esperado en un hombre, lo observó recoger el largo cabello blanco plateado en una coleta alta y atarlo con un trozo de cuerda que no le había visto sacar de ningún lado.

Un diminuto asomo de colmillos destelló cuando un segundo trozo de cuerda que no lo había visto sosteniendo con la boca, fue a parar en el mismo destino que el anterior, alrededor de su largo cabello.

¡Por Kami!.—gimió internamente.

Si Sesshōmaru le había parecido estoico e imponente con el cabello suelto, ahora sostenido en una coleta era simplemente impresionante. No sólo le daba una apariencia mucho más relajada, sino que acentuaba los afilados y perfectos rasgos de todo su rostro, armonizando perfectamente con las orejas puntiagudas características de su raza.

Una vez doblemente atado el moño, Kagome observó al daiyōkai proceder con su kimono. Lentamente, como si estuviese seduciéndola, el demonio tomó las solapas de la prenda y se desprendió de ella. Sólo que ésta vez, la joven del futuro no apartó la vista.

En cambio, sus ojos se deslizaron sin premura por el masculino cuerpo, intentando memorizar cada cresta, cicatriz y marca esparcida sobre la superficie. Por primera vez desde el accidente que la había llevado al punto de no retorno, Kagome observó sin recato y con total descaro el cuerpo del Lord.

Consciente de que se trataba de la última noche, no quería andarse con remilgos innecesarios. Por el contrario, deseaba absorber cada trozo de piel para futuras fantasías y candentes recuerdos. Se lo merecía como recompensa por abandonar su vicio.

Empezando desde la cima de su cabeza, Kagome fue deleitándose con cada pequeño detalle, devorando todo a su paso. Cuando sus ojos alcanzaron el nivel de la cintura del daiyōkai, gimió frustrada por la posición que éste había adoptado y que le impedía ver lo que quería.

Sin embargo, no se detuvo mucho en ello. En su lugar, bajó la mirada hasta sus pies descalzos y comenzó un lento ascenso por las musculosas pantorrillas y los pesados muslos, trazando un pecaminoso camino hasta su bien formado trasero y a ese par de hoyuelos que tanto la habían fascinado cuando los descubrió.

Excitada ante la vista, Kagome se relamió los labios y se permitió imaginar cómo sería trazar con su lengua las dos marcas púrpuras que recorrían la piel del demonio a la altura de la cadera y un poco más arriba en ambos lados de su cuerpo.

Demonios. ¿Cómo se suponía que ésta sería la última vez? ¿Cómo podía siquiera plantearse no volver a ver nunca el pecado hecho persona -o demonio? La sacerdotisa sintió cómo su determinación comenzaba a flaquear y cerró las manos en puño contra el tronco. Tenía que ser fuerte. Mejor aún, tenía que marcharse ahora, antes de que fuese demasiado tarde para detener su insana perversión.

Respirando aceleradamente, Kagome intentó dar un paso atrás pero rápidamente se congeló. Un jadeo ahogado escapó de sus labios cuando Sesshōmaru se dio la vuelta, dispuesto a ingresar en el agua, y puso en exhibición su miembro. Un gran y muy erecto miembro.

Con los ojos desorbitados, la joven del futuro se mordió fuertemente los labios para evitar emitir alguno de los vergonzosos sonidos que pugnaban por salir. Tenía que marcharse de ahí. Ahora, ahora, ahora.

Una alarma se disparó en su cerebro, llamando al orden en un cuerpo nublado por el deseo y la excitación pero no le hizo caso. En cambio, observó anonadada la entrada del masculino cuerpo en el agua y la forma en que su dueño comenzó a esparcir riachuelos de agua por éste, sin llegar a sumergirse.

El cerebro de Kagome comenzó a hacer cortocircuito y tuvo que volver a aferrarse al tronco para no hacer algo de lo que después se arrepentiría.

No hay forma de salir de esto. Ya es demasiado tarde. —pensó derrotada.

La idea comenzó a echar raíces con la misma rapidez con la que Kagome había arrancado la extraña flor. Por eso cuando la mano del daiyōkai bajó por su cuerpo y se cerró en torno a su erecto miembro, bombeándolo un par de veces, la joven quedó atrapada en las implicaciones de dicha acción y el porvenir; y se perdió la diminuta sonrisa ladeada en los labios del Lord.

Porque lo que Kagome había ignorado todas esas otras noches y hasta ese momento, demasiado absorta en sus propios pensamientos y emociones, había sido que para que un voyeur pudiese seguir alimentando su perversión, primero era necesario que también se encontrase con un...

...Exhibicionista.

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