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Capítulo 2: Curiosidad

Notas Importantes

Advertencia: La siguiente historia puede llegar a presentar escenas con contenido sexual explícito, situaciones de violencia y lenguaje adulto/vulgar no apto para personas sensibles. Si te resulta ofensivo este tipo de contenido o eres menor de 16 años, se sugiere discreción.

Queda estrictamente prohibida cualquier copia y/o adaptación de esta obra de ficción. Todos los derechos reservados.

Disclaimer: Los personajes y el universo donde se desarrollan no me pertenecen a mí, sino a la increíble y talentosa Rumiko Takahashi.

VOYEUR

"Si miras durante largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti"

Friedrich Nietzsche

Capítulo 2: Curiosidad

Dos días. Kagome había resistido dos días sumida en la más extraña de las monotonías e intentando convivir con las poco bienvenidas imágenes del masculino cuerpo de Sesshōmaru. Ni sus deberes con la aldea, ni las charlas con sus amigos, ni el recientemente retomado entrenamiento con la anciana Kaede habían podido distraerla lo suficiente para evadirlas.

Tenía cada una de las crestas del cuerpo masculino grabadas a fuego en la mente, cada marca púrpura que había alcanzado a apreciar firmemente anclada en su cerebro y ese diminuto asomo de sonrisa perturbando sus sueños.

—¿Te encuentras bien, Kagome? —preguntó con preocupación la exterminadora.

Sintiéndose completamente falsa al sonreírle, la joven del futuro asintió. Lo cierto es que probablemente estaría mejor si las imágenes tan intrusivas sobre el daiyōkai fuesen meramente estáticas, y no también esos recuerdos en cámara lenta sobre el sinuoso camino de las gotas de agua por cada uno de los músculos de su abdomen.

—Tengo muchas cosas en la cabeza. —agregó más tarde, buscando tranquilizarla.

—¿Muchas cosas? —hizo eco la exterminadora.

Demasiadas.

Demasiadas imágenes, demasiadas fantasías, demasiados sueños eróticos protagonizados por una criatura que odiaba prácticamente a toda su especie. Sí, demasiadas cosas.

Sango le devolvió una mirada confundida, como esperando obtener más información al respecto pero Kagome permaneció callada. No había forma en que pudiera externarle sus preocupaciones sin admitir su vergonzosa acción de observar a escondidas al daiyōkai.

—Tal vez yo-

—¡Keh! ¡Ese maldito bastardo! —el grito enfurecido del hanyō mientras irrumpía como un vendaval por la entrada de la cabaña interrumpió la conversación.

Kagome frunció el ceño aún más frustrada por ese hecho. No es que no estuviera agradecida por no tener que verse en la necesidad de entrar en una charla más profunda con su amiga, sino que lo último que necesitaba ese día era lidiar con el medio hermano de su pesadilla.

—Inuyasha, tienes que tranquilizarte. —suspiró un tranquilo pero resignado monje entrando unos instantes después de él.

Inuyasha se lanzó de inmediato a toda una diatriba que no tardó en causarle un considerable dolor de cabeza a la sacerdotisa. Algo sobre un encuentro, un bastardo presumido y un sin fin de cosas más para las que no tenía la cabeza para ponerse a pensar.

—Inuyasha, basta. —gruñó la chica, intentando conservar la calma.

El hanyō ni siquiera pareció registrar sus palabras pues la diatriba siguió y siguió. Kagome intentó contar hasta diez antes de tomar otras medidas. Cuando la calma no llegó al culminar el conteo y la joven sintió una de las venas en su frente comenzar a palpitar, lo restante de su paciencia se le deslizó de las manos.

—¡Abajo! —gritó.

Durante unos instantes después del comando y el consecuente azotón del medio demonio, el dulce silencio se instauró en la estancia. Finalmente la cabeza dejó de palpitarle a la sacerdotisa y alguna sensación de control le volvió al cuerpo. Entonces y sólo entonces, preguntó con dulzura:

—¿Qué fue lo que pasó allá afuera?

Para su sorpresa, Inuyasha permaneció mudo boca abajo sobre el suelo pese a que a la chica no le costó ningún esfuerzo sentir el palpitar de su ira. Cuando un poco más de tiempo pasó sin que nadie más hablara, Kagome enarcó una ceja en dirección a Miroku.

—¿Excelencia? —preguntó con cierto nerviosismo la exterminadora. La tensión en el aire alcanzando nuevas escalas.

Por su parte, Miroku observó sorprendido el marcado contraste entre la dulce sonrisa en los labios de la sacerdotisa y el amenazante gesto de su ceja arqueada, ambos signos inequívocos de una furia hirviendo a fuego lento y de un fuerte intento por contenerla. Cuando los labios de la joven comenzaron a vacilar y un segundo llamado por parte de su nerviosa pareja lo alcanzó, finalmente respondió:

—Tuvimos un encuentro con Sesshōmaru.

El cambio en las facciones de la chica fue inmediato y, si acaso, eso sólo sirvió para confundir más al monje. Dado su trabajo y experiencia en el trato humano, Miroku se sentía seguro de haber llegado a conocer la mayoría de facetas y expresiones que la humanidad tenía para ofrecer. Sin embargo, no creía haber visto nunca a una persona pasar de una furia helada al blanco enfermizo de quien ha visto un fantasma. El rostro de la sacerdotisa literalmente se había drenado.

—¿Los atacó? —preguntó Sango confundida. —Pensé que habían llegado a una especie de tregua desde que la pequeña Rin vino a vivir a la aldea.

Miroku negó levemente con la cabeza, aún sin apartar la vista del curioso reaccionar de la sacerdotisa y la rapidez con la que se recompuso. —No realmente, mi querida Sango. Quiero decir, ni siquiera nos enfrentamos.

—No entiendo. —murmuró confundida Kagome.

—Ese maldito bastardo nos ignoró. —gruñó el hanyō, escupiendo un poco de la tierra que había llegado a tragar tras el golpe.

—Pasó de largo. —aclaró el monje. —Fuimos a explorar los alrededores de la aldea después de que uno de los aldeanos mencionara haber visto una especie de demonio rojo rondando el sendero que conecta con la aldea del Norte. Acabábamos de deshacernos de él cuando Inuyasha sintió la presencia de Sesshōmaru y salió corriendo tras él.

—¿Por qué demonios harías eso? —preguntó Kagome con la vena palpitándole de nuevo en la frente.

—No tiene por qué estar tan cerca de la aldea.

—En realidad no estaba cerca. —volvió a aclarar el monje. —Ni siquiera creo que se estuviera dirigiendo en esta dirección. —añadió pensativo.

—De cualquier manera, ese bastardo me las va a pagar. —gruñó nuevamente el hanyō.

Kagome se frotó las sienes incapaz de seguir lidiando con esto. La tregua por brindar asilo a la pequeña Rin era tan frágil como el cristal. Básicamente lo único que se le había pedido a Inuyasha era que no buscara pelear sin motivo con el daiyōkai, esperando que la respuesta por parte de éste último fuese la misma.

Por otro lado...Sesshōmaru estaba cerca. Lo que quiera que eso significara para ella sólo había logrado que por un breve momento su mundo se paralizara. ¿Y si había descubierto que lo había estado espiando? ¿Y si buscaba venganza por invadir su intimidad?

La serie de preguntas que siguieron a éstas la habían dejado pálida y paralizada durante unos momentos antes de que otra cosa se deslizara en ese mismo canal: la curiosidad. ¿Qué tal si se dirigía de vuelta al pequeño oasis? ¿Y si realmente ni siquiera sospechaba nada e iba a verlo de nuevo? Quizás esa noche hace dos días había sido una exageración de su libido hasta entonces dormida. Sesshōmaru probablemente ni siquiera tenía un cuerpo tan sensual como su cerebro se había empecinado en retratarlo las noches pasadas.

—Bueno, su presencia tampoco es tan extraña. —comentó con más confianza la sacerdotisa. —Todo el mundo sabe que le trae regalos a la pequeña Rin.

—Kagome tiene razón. —la respaldó Sango.

—Sólo olvidémoslo. Tenemos mucho que hacer en el día. —terminó tajantemente la conversación. —Inuyasha, andando. La anciana Kaede mencionó que hoy necesitaría nuestra ayuda.

Bufando ante la mención de la anciana de la aldea, Inuyasha salió de la cabaña tras Kagome mientras la mirada inquisitiva del monje seguía la femenina silueta de la chica con aire pensativo.

Sí, y un infierno que lo olvidarían. —pensaron al mismo tiempo ambos, monje y sacerdotisa, sin saberlo.

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La curiosidad mató al gato. Un dicho popular que se enseñaba a los niños desde pequeños para evitar que se metieran en problemas. Uno que probablemente no funcionaba tan bien como los padres esperaban que lo hiciera. Kagome era el más claro ejemplo del por qué.

Después de haber peleado tan duro por controlarse a sí misma y a la curiosidad nacida a raíz de sus propios dilemas después de la conversación con Inuyasha y Miroku esa misma mañana, se había rendido.

La realidad era que finalmente había terminado de vuelta directamente frente a las desiguales plataformas de piedra. Su mente siendo bombardeada por toda clase argumentos sobre el por qué era y, al mismo tiempo no era, una mala idea estar dejándose arrastrar por la más insana curiosidad.

Demonios, para empezar Kagome siempre había sido curiosa. ¿De qué otra manera podría explicarse que hubiera terminado atrapada en el pasado y que su camino se hubiese cruzado con el de un sellado Inuyasha? Recordemos que si no hubiera sido por ese par de mullidas orejas en la cima de la cabeza del hanyō, probablemente ni siquiera lo habría despertado y, en cambio, habría terminado despedazada por aquel extraño ciempiés.

¿Su curiosidad la había matado en aquel entonces? No. Por el contrario, ¡le había salvado la vida! Bueno, más o menos. También había desencadenado una serie de eventos que finalmente había puesto su vida en la línea de fuego más veces de las que podía contar. Sin embargo, seguía viva.

Por consiguiente, ¿era un gato? No. Y aunque lo fuera y estuviera a punto de ser asesinada por la curiosidad, siempre tendría algunas vidas más en su contador para volverlo a intentar. Porque si de creer en viejos dichos se trataba, la joven no podía ignorar las siete vidas que un gato parecía poseer, en pos de encasillarse meramente en la alta probabilidad que tenía de morir debido a su curiosidad.

Satisfecha con ese razonamiento -o al menos con la suficiente determinación para creerlo- la joven del futuro comenzó el lento y difícil descenso hasta la primera de las plataformas. Venía mejor preparada que en su paseo anterior. Dado el triste final de su falda, había optado por una ropa ligeramente más cómoda para su excursión y, aunque no había conjunto que pudiera proteger su cabeza del implacable ataque de las ramitas y enredaderas reptando por las plataformas, estaba bastante satisfecha con su elección.

Cuando llegó a la plataforma, Kagome se tomó un momento para recuperar el aliento. Dos días no eran suficiente para recuperar del todo su condición física y aunque lo hubieran sido, dudaba seriamente que el aleteo de emoción en la boca de su estómago y el latir acelerado de su corazón le hubiesen facilitado la tarea.

Se trabaja con lo que se tiene. —pensó, encogiéndose de hombros.

El descenso hacia la siguiente plataforma resultó más sencillo. Sus manos encontraron con facilidad puntos de soporte en la terrosa pared y sus pies la sostuvieron con relativa firmeza en los diversos salientes; con el plus agregado de una zona casi libre de las afiladas y retorcidas ramas.

Si Kagome hubiera tenido más tiempo probablemente habría optado por la opción más sana de explorar a la luz del día el terreno y buscar caminos alternativos; tal y como lo había planeado dos noches atrás. Sin embargo, tiempo -y paciencia- era algo que le había faltado.

Después de debatir consigo misma, recriminarse su actuar y pasar un par de noches plagadas de sueños húmedos que la habían hecho despertar necesitada de un demonio en concreto, la joven había decidido volver al lago sólo para explorar la posibilidad de hacer uso del pequeño oasis cuando Sesshōmaru no estuviera ahí. No había planeado específicamente cuándo hacerlo y, ciertamente tampoco había estado sacando extraños cálculos mentales para intentar definir los hábitos de higiene del daiyōkai. Simplemente...había pensando que necesitaba encontrar el tiempo para irse de excursión.

Arrugando la nariz ante la descarada mentira que se acababa de decir a sí misma, Kagome procedió a bajar a la siguiente plataforma. Sus pensamientos todavía flotando dispersos entre los motivos que habían contenido su natural curiosidad y todos los razonamientos que había estado intentando hacer respecto al daiyōkai.

Mirándose las palmas de las manos ligeramente raspadas por las rocas tras llegar a la penúltima plataforma, la joven frunció el ceño. ¿A quién estaba intentando engañar? Por supuesto que se moría de curiosidad por echarle otro vistazo a semejante espécimen demoniaco -y al pequeño oasis que había encontrado bajo las cristalinas aguas de la cascada. Para poder hacerlo había tenido que intentar deducir la rutina de un ser odiado y temido por casi todas las especies cuyo medio hermano -el único patrón guía que tenía la joven- no creía que compartiera muchas de sus costumbres.

Para dejarlo más claro, Kagome no había conseguido sacar nada en claro basándose en su conocimiento sobre Inuyasha. Esos dos hombres -aunque hermanos- eran tan diferentes como la luna y el sol. No es que el hanyō oliese mal pese a sus cuestionables hábitos de higiene, sino que en los pocos encuentros que había tenido con Sesshōmaru donde la distancia entre sus cuerpos había sido relativamente corta, éste siempre había olido a...limpio.

No el tipo de limpieza que provee un jabón con aroma a vainilla y coco, o a la especiada esencia impresa en los jabones masculinos, sino simplemente limpio; como una mañana brillante espolvoreada por el rocío natural del día o una noche impregnada con la brisa suave del viento.

¡Por todos los demonios, lo estoy haciendo de nuevo! —gritó en su mente frustrada.

Ver a Sesshōmaru en un momento tan íntimo había atrofiado su cerebro de muchas maneras. Una de ellas había sido precisamente volverla tan...analítica sobre sus encuentros pasados. No es que hubiesen sido muchos pero le daban material para echar a volar su imaginación y darle más cuerda a su curiosidad.

Distraída precisamente por esa misma clase de pensamientos, terminó el descenso desde la última plataforma de la misma manera que en su paseo anterior: semi-rodando cuesta abajo. Indignada por su torpeza, Kagome observó desde su posición en el suelo el camino ahora completamente despejado de ramas, enredaderas y otras cosas justo a la altura desde donde había resbalado no una, sino dos veces.

Maldita sea. —maldijo frustrada.

Se quedó un momento más con una mejilla apoyada sobre la tierra mientras esperaba que su cuerpo dejara de palpitar. Cuando la calma volvió a asentarse, se alzó sobre sus rodillas y se puso de pie, sacudiéndose la ropa con movimientos bruscos y enojados.

Sus ojos escanearon los alrededores mientras comenzaba a caminar en dirección al sonido de la caída de agua, siempre atenta a cualquier rastro de presencia que le indicase que ya no estaba sola en el terreno. La noche apenas estaba comenzando a caer sobre ella, extendiendo un manto púrpura oscuro por el cielo con el asomo de una brillante media luna en lo más alto.

Pese a que el comentario del hanyō esa misma mañana había acelerado todos sus planes, Kagome había estado segura de querer ser la primera en llegar al lago. Por ese mismo motivo, se había escabullido de la aldea poco antes de que el atardecer comenzara a teñir el cielo de púrpuras y anaranjados. Y aunque todavía no podía definir con exactitud el motivo por el que encontraba tan importante ser la primera, no podía dejar de pensar en todas las probabilidades.

Cuando el sonido de la cascada se volvió más fuerte, la joven del futuro ralentizó su marcha y se enfocó con mayor precisión en esconder su presencia. Deslizándose con el sigilo que se le había enseñado, Kagome llevó sus pasos hasta el mismo punto donde había permanecido resguardada por las sombras mientras observaba descaradamente al demonio.

Concéntrate. —respiró.

Cerró los ojos e intentó expandir sus sentidos para percibir lo más posible de su entorno. Ningún ruido más allá del amortiguado golpeteo de la cascada llegó a sus oídos, sin embargo, la joven sacerdotisa esperó un poco más hasta tener la certeza de que sus sentidos no la estaban engañando.

Satisfecha con el conocimiento, se aventuró a observar por un lado del árbol que la resguardaba y escaneó el pequeño lago con lentitud. Avanzó un par de pasos más hasta otro árbol y repitió el proceso de escanear la superficie, sin ningún cambio en el resultado.

El grueso tronco que tan fuera del lugar le había parecido noches atrás obstaculizaba su visión a la misma altura desde donde el daiyōkai se había alzado. Habiendo contado con ese pequeño problema desde que planeó regresar, la sacerdotisa se movió varios metros hacia su derecha en dirección a la cascada.

Protegida por el potente sonido de la caída y resguardada por los altos centinelas que bordeaban el lago, Kagome buscó el punto más alto cercano a la cascada y estrechó los ojos en dirección al tronco, forzando su vista lo más lejos posible por encima de éste.

Mantuvo el esfuerzo en su mirada lo más que pudo hasta que estuvo convencida de que no había nadie más ahí y entonces respiró tranquila. Sus ojos se deslizaron por el oasis mientras volvía sobre sus pasos en dirección al tronco atravesado sobre la acuosa superficie y los últimos rastros de luz se consumían bajo la llegada de la noche.

Incluso así, con la oscuridad devorando el claro, Kagome permaneció tranquila. Los ojos humanos no estaban diseñados para ver en la oscuridad pero las noches en esa época del año en el Sengoku tendían a ser ligeramente más claras y el ángulo en que los rayos de luz de luna parecían llegar al centro del lago le daban otro poco más de margen para moverse.

Es tan hermoso. —suspiró mentalmente extasiada, olvidando momentáneamente el verdadero motivo de su presencia ahí.

Estaba convencida de que si Sesshōmaru no hubiese reclamado antes ese pequeño rincón de paz en medio de una tierra sangrante, ella lo habría hecho sin dudarlo. Era perfecto.

Sus pasos la llevaron al tronco caído donde las extrañas flores blancas, cuyo aroma al arrancar los pétalos la había extrañado, destellaban en una combinación de gotas de rocío con pálidos rayos lunares. Incapaz de resistirse, extendió una mano y con la punta de uno de sus dedos acarició suavemente uno de los pétalos, cuidadosa de no lastimarlo.

La flor se movió bajo el peso del dedo en un rápido vaivén que arrancó las gotas de rocío de su superficie antes de volver a asentarse. Era una cosa curiosa. Desde la forma tan particular de sus pétalos, la coloración ligeramente anaranjada inclinándose hacia su centro, hasta el curioso aroma al que no había sido capaz de definir como agradable o desagradable.

Atraída por la extraña belleza de la flor, Kagome colocó su otra mano sobre el tronco con la intención de inclinarse más cerca y entonces un crujido partió el silencio a su alrededor.

Como si el tronco de repente quemara, la sacerdotisa se apartó con rapidez de éste y escaneó el terreno en busca de intrusos. Sin rastro de alguna presencia discernible pero con el acompañamiento de otro crujido tan fuera de lugar, la chica volvió sobre sus pasos lo más rápido y silenciosamente que pudo, internándose de vuelta en el bosque.

El tercer crujido, semejante al de una ramita rompiéndose bajo el peso de un cuerpo alcanzó su audición en el mismo momento en que tomaba posición detrás del árbol más cercano al que pudo llegar, apenas unos pocos metros por detrás de la línea principal de pinos que bordeaban el lugar.

¿Cómo pude distraerme de esa manera? —se recriminó.

Sus ojos revolotearon por el lago hasta que la figura alta y estilizada del daiyōkai comenzó a emerger por el lado contrario del bosque; sus movimientos tan fluidos y elegantes que le robaron momentáneamente el aliento.

Era simplemente un hecho. No importa hacia qué clase de peligro o evento se dirigiera, Sesshōmaru siempre se movía como el más perfecto de los depredadores. La seguridad impresa en cada paso, el centro perfectamente equilibrado de su cuerpo incluso bajo la pesada armadura, y el sigilo letal, eran todos signos de un peligro sin igual.

Entonces, ¿por qué- —el importante pensamiento se cortó en su cabeza antes de que pudiera terminar de darle forma.

Su mente hizo corto circuito cuando lo vio desprenderse de la armadura y vio a ésta abollar ligeramente la superficie terrosa bajo su peso al tocarlo. La imagen restante, un Sesshōmaru únicamente cubierto por el kimono masculino, sólo generó otro corto.

Se veía...ni siquiera tenía una palabra para definirlo. La ausencia de armadura daba a su aspecto cierto grado de vulnerabilidad y una elevada dosis de aristocracia que no podía ignorar. Kagome imaginó que así debía verse la realeza en realidad. Elegante, atractivo, seguro de sí mismo y, aún con esa nueva nota de vulnerabilidad, terriblemente peligroso.

Sacudiendo la cabeza con incredulidad, la sacerdotisa apartó la mirada. No era la primera vez que veía a Sesshōmaru sin armadura, Inuyasha se la había destrozado en alguna ocasión y, sin embargo, la imagen en batalla y la de un momento como éste cambiaba por completo el panorama.

Cuando el crujir de la tela atrajo su atención de vuelta al lago, Kagome casi respingó. Sesshōmaru se había dado la vuelta sobre su posición, permitiéndole una vista en ángulo de la larga abertura al frente del kimono masculino y el asomo de los mismos músculos que no había podido sacarse de la cabeza.

Manos grandes con dedos elegantes alcanzaron el cuello de la prenda y comenzaron a bajarla, descubriendo primero uno de los hombros y después el otro. Sin el sostén de ambas partes anatómicas para mantenerla en su lugar, la prenda cayó rápidamente hasta sus caderas, donde sólo la maravilla de la gravedad -y probablemente algún nudo escondido- la mantuvo en su nuevo lugar.

Con la boca abierta, la joven del futuro sintió que se le secaba la garganta. Ni siquiera en su primer encuentro íntimo con Inuyasha había encontrado tan erótico el momento en que un hombre se desnudaba. ¿Qué hacía tan diferente a Sesshōmaru?

El daiyōkai volvió a darle la espalda y por unos instantes, Kagome lo vio más con sorpresa que deseo. Pálidas cicatrices sombreaban un mapa en su espalda. Heridas largas y gruesas, cortes profundos que dejaron marcada su carne y otros interesantes puntos a los que no lograba darle sentido desde la distancia observada.

Entonces Kagome se dio cuenta. Sesshōmaru no era perfecto. En realidad, dudaba seriamente que hubiese tal cosa como la perfección en el mundo y, sin embargo, todo el mapa de cicatrices atravesando la piel por demás prístina de su espalda mostraban una total armonía con todo lo que este hombre era y profesaba.

La joven no tenía la menor duda de que cada pequeño tajo en su piel era evidencia de los duros entrenamientos a los que debió someterse para llegar a ser quién era, recuerdos de sangrientas batallas y violentos encuentros sumidos en una guerra que no pareció tener final hasta hace un par de años, cuando Naraku fue finalmente derrotado.

Con el corazón acelerado ante la maravilla de ese nuevo descubrimiento y el delator cosquilleo entre sus muslos intensificándose, Kagome observó al demonio tensarse y vio fascinada la ondulación de cada músculo en su espalda dando relieve a un par de las cicatrices.

Voy a morir. —pensó.

Lentamente, los músculos en tensión volvieron a relajarse. La oscura mirada continuó acediándolo con avidez mientras lo restante del kimono masculino terminaba su descenso hasta el suelo. Entonces sí fue su momento para jadear.

Voy a morir y me voy a ir directo al infierno. —corrigió rápidamente.

Nunca se había considerado una mujer que prestara atención a los glúteos de un hombre pero Sesshōmaru parecía estarle haciendo cambiar muchas perspectivas. Redondeados y musculosos sin alcanzar los perturbadores niveles de algunos fisicoculturistas de su tiempo, encajaban y armonizaban con el resto de su cuerpo.

Además...¡tenía un hoyuelo! El punto donde su fuerte cadera daba paso a la curvatura de su nalga izquierda se hundía ligeramente con algunos de sus movimientos, igual que sucedía con algunas personas cuando sonreían. A menos que se tratase de una herida particularmente grave que hubiera recibido, la chica estaba segura de que se trataba de un hoyuelo.

Casi al ras de éste, en ambos lados de sus caderas, marcas púrpuras muy semejantes a las de su rostro pero con un poco más de grosor atravesaban la zona en pequeños tajos que le recordaron a las huellas desgarradas de poderosas garras.

Más fascinada con cada pequeño descubrimiento, Kagome observó al Lord girar brevemente la cabeza en dirección al tronco atravesado del lago y mirarlo pensativamente. Entonces lo vio comenzar a darse vuelta y, antes de que pudiese morder más de lo que podría masticar, la joven se dio la vuelta y cerró los ojos.

Respetar su intimidad. Ser respetuosa, ser respetuosa. —recitó aceleradamente.

Sí, podía estar violando descaradamente la intimidad del daiyōkai pero mientras de ella todavía dependiera, iba a conservar lo restante de su moralidad y a respetar lo poco que aún podía mantener para sí el demonio.

Con la espalda apoyada contra el tronco del árbol que era su refugio, las palabras recitadas en su cabeza y el corazón latiéndole a mil por hora, Kagome arriesgó una mirada más en dirección al lago.

Se encontró a un Sesshōmaru cubierto por el agua hasta el nivel de la cintura, inspeccionando una de las flores sobre el tronco podrido sin siquiera tocarla. Su rostro, aunque relajado, parecía destilar más frío que el invierno más crudo mientras miraba fijamente la blanca flor.

Incómoda por la sensación de estarse perdiendo algo importante pero al mismo tiempo distraída por el nuevo espectáculo de los abultados bíceps, Kagome se dejó llevar por el momento. Si iba a morir, quería hacerlo sacando el mayor provecho.

Entonces una sombra pasó volando muy por encima de ellos. La joven alzó la mirada para ver de qué se trataba y jadeó de terror al reconocer la forma. Olvidada toda emoción, Kagome echó un último y apresurado vistazo a los largos mechones platinados flotando en el agua y al apuesto rostro del Lord girado hacia arriba, y se largó de ahí.

Mientras se internaba de vuelta en el bosque sólo rezaba porque la cobertura de los altos pinos del oasis protegiera la presencia del Lord mejor de lo que lo habían hecho con ella como espía. De lo contrario, probablemente ella tendría mucho que explicar.

Más allá de las plataformas de piedra, la sombra volvió a cruzar el cielo, fluyendo en el aire tan torpe y lentamente como su rechoncho cuerpo le permitía. El cuerpo de Kagome se congeló a media subida, intentando llamar lo menos posible la atención.

Que no me vea, que no me vea, por favor. —imploró mentalmente.

Igual que en la ocasión anterior, la sombra flotó nuevamente por encima de ella en dirección al camino por donde había llegado. Kagome se apresuró detrás de ella, alejándose lo más posible del camino hasta alcanzar el páramo abierto más cercano de la aldea.

Entonces finalmente fue vista. El enorme globo rosado comenzó a descender hasta su posición y, con un plop, volvió a la forma real de un Shippō sumamente emocionado.

—¡Kagomeeeeeee! ¡Qué bueno que te encontré! —chilló lanzándose directamente a sus brazos.

La joven lo recibió con ternura, aferrándose a su pequeña forma. No tenía una idea clara de por qué la había estado buscando pero podía sospecharlo con facilidad.

—¿Sucedió algo? —le preguntó son suavidad.

—Ese tonto perro de Inuyasha estuvo molestándome en la cena.

¿La cena? ¡Santo infierno! ¿Había pasado tanto tiempo en el lago? Asustada a partes iguales que sorprendida, Kagome se quedó observando en blanco al pequeño zorro. Entonces sacudió la cabeza y palmeó suavemente la de la criatura entre sus brazos.

—No te preocupes, yo me encargaré de él. —le dijo con seguridad.

Shippō chilló con emoción mientras recorrían los restantes metros hacia la aldea y un ineludible pensamiento la alcanzaba: Sí, evidentemente la curiosidad terminaría matando eventualmente al gato. ¿Y qué? De cualquier manera, este gato tan curioso...

...moriría sabiendo.

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