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Capítulo 1: Accidente

Notas Importantes

Advertencia: La siguiente historia puede llegar a presentar escenas con contenido sexual explícito, situaciones de violencia y lenguaje adulto/vulgar no apto para personas sensibles. Si te resulta ofensivo este tipo de contenido o eres menor de 16 años, se sugiere discreción.

Queda estrictamente prohibida cualquier copia y/o adaptación de esta obra de ficción. Todos los derechos reservados.

Disclaimer: Los personajes y el universo donde se desarrollan no me pertenecen a mí, sino a la increíble y talentosa Rumiko Takahashi.

VOYEUR

"Si miras durante largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti"

Friedrich Nietzsche

Capítulo 1: Accidente

El atardecer tiñó el cielo con tonos rosados y anaranjados mientras Kagome lo observaba sentada sobre el borde del antiguo pozo devora-huesos. Los largos cabellos azabaches se mecían con la brisa en rítmicos movimientos, al compás de una dulce melodía que sólo esa parte del día parecía capaz de evocar.

Siempre que necesitaba pensar, la joven del futuro acudía al lugar que tiempo atrás la conectaba con su vida real. Ahora el pozo no poseía más el poder de conectar ambos tiempos y, aunque Kagome había peleado duramente para evitar que lo destruyeran dada su actual inutilidad, todavía había días en los que deseaba que no estuviera más ahí, recordándole todo lo que había sacrificado y perdido.

¿Podría su vida haber sido diferente si hubiera optado por nunca volver al Sengoku? ¿Estaría en la universidad? ¿Seguiría viviendo con su amorosa y divertida familia? ¿Sería amada? Esa última pregunta era la que más la asaltaba. No era una que implicara ser amada por amigos o familia, sino como mujer. En estos momentos, si hubiera optado por cerrar el capítulo del pasado y seguir adelante con su futuro, la Kagome de esa realidad alternativa ¿podría estar siendo amada como la mujer que ya era?

Quizás sí. Quizás no. El problema con esas preguntas es que los "hubiera" no existen. La realidad era lo que vivía ahora y el futuro de donde provenía se había convertido en la fantasía lejana de un mundo que todavía tenía mucho que atravesar para llegar a ese punto.

—De alguna manera sabía que la encontraría aquí, señorita Kagome.

La ronca voz del monje la sacó de sus pensamientos. La chica sonrió sin dirigirle la mirada pero muy consciente de su serena presencia a unos pasos de ella. Desde hace poco más de un año, Miroku había comenzando esa extraña rutina con ella. Cuando se hacía tarde y la joven sacerdotisa todavía no había vuelto a la aldea, el hombre se dirigía al pozo en su busca y la acompañaba de regreso. Durante esos momentos raramente hablaban pero cuando lo hacían, el monje demostraba una sabiduría difícil de compaginar con su lado coqueto.

—¿Ya es tan tarde? —le preguntó muy consciente de la respuesta.

—Inuyasha estaba preocupado. —le respondió éste con simpleza.

Kagome asintió. Preguntar por qué entonces no había sido el hanyō el que había ido por ella estaba fuera de lugar. La relación con Inuyasha no había funcionado. Si debido a ella o debido a él, la verdad es que no importaba mucho pues a sus ojos, ambos habían cometido graves errores en ésta.

El primero de ellos y, probablemente el peor, fue idealizar. Por su parte, idealizar que su amor adolescente florecería a su regreso y crecería fuerte y robusto después de todo lo que habían pasado, ignorando que desde un inicio la semilla de ese amor había crecido lenta y retorcida. Por la de él, idealizar a la mujer que se parecía tanto a su antiguo amor, pensando que podría llegar a amarla de la misma manera o con la misma intensidad.

Inuyasha, de hecho, la había amado; igual que ella a él. Durante los primeros meses tras su regreso incluso habían sido terriblemente felices el uno con el otro. Sin embargo, al final no había sido suficiente. Quizás Kagome también había idealizado un poco el tipo de amor que esperaba de un hombre. Quería un amor abrasador. Quería sentirse querida, protegida, anhelada y...deseada. Inuyasha le había dado amor, protección e incluso amistad en todo el tiempo que habían estado juntos desde que lo despertó de ese eterno sueño. Pero el deseo...esa chispa que prende fuego a las venas e incendia hasta el alma nunca había surgido entre ellos.

Y lo habían intentado. Todas las primeras veces de Kagome le pertenecían al hanyō: su primer amor, su primer beso, su primera intimidad y, por consiguiente, su virginidad. Cada experiencia la había disfrutado y no sentía ningún remordimiento por habérselas dado, incluso ahora que ambos habían dejado su relación en un terreno extraño entre la amistad y el desamor.

—Creo que daré un paseo antes de regresar. —dijo tras unos minutos de silencio.

—Inuyasha...

—Lo comprenderá. —interrumpió al monje, sabiendo por dónde iría la cuestión.

Lo haría. Kagome sabía que por más irracional que fuera su amigo y por mucho que no le gustara la idea, finalmente comprendería su necesidad de tener unos momentos a solas. Él también tenía sus propios escapes.

—Seguramente. —respondió dudoso el monje. —Tenga cuidado.

—Lo tendré. —le dijo volviéndose hacia él y sonriendo con seguridad.

La sonrisa contagiosa de la sacerdotisa lo hizo sonreír de vuelta. Miroku nunca había sabido qué salió mal entre sus dos amigos cuando todo parecía ir bien entre ellos pero tampoco se había entrometido. Todavía dudaba que las cosas estuvieran resueltas del lado del hanyō aunque la joven señorita pareciera haber seguido adelante con mayor facilidad.

No, se corrigió. Mientras la veía ponerse en pie y comenzar a caminar con rumbo desconocido con las manos entrelazadas en la espalda y tarareando una extraña melodía, pensó que ella tampoco parecía haber cerrado ese capítulo. Todavía no. Aunque quizás pronto, si algo extraordinario sucedía en el horizonte hacia donde se dirigía. Algo extraordinario que en un mundo como en el que vivían podía no resultarlo tanto.

Sacudiendo la cabeza, el monje sonrió. En ocasiones, esa clases de pensamientos lo asaltaban sin poder evitarlos. Pensamientos con cierto parecido a premoniciones. Pensamientos que parecían ajenos a su ciclo usual.

Pensamientos...sólo eso, pensamientos. —pensó, ligeramente divertido.

Entonces se marchó de vuelta a la aldea.

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La joven del futuro siguió el suave murmullo de la corriente del río. Los pasos, más precavidos que apresurados, la guiaron sin problemas hasta la orilla del cuerpo de agua. Cuando la alcanzó, una paz inmensa la embargó, borrando cualquier vestigio de los oscuros pensamientos que más temprano habían echado raíces en su interior.

Igual que el constante líquido fluyendo por el cauce, el resto de sus preocupaciones, ansiedades y dudas tampoco tardaron en deslizarse por la suave corriente con rumbo desconocido, lejos de ella. Sonriendo, la sacerdotisa se acercó al agua y durante unos instantes, observó su reflejo distorsionado en la misma.

Los años que había pasado en el Sengoku, a su muy particular manera, habían hecho mella en ella. Atrás había quedado el espíritu adolescente que dependía constantemente de los demás para sobreponerse al miedo, la chica perdidamente enamorada que había estado dispuesta a entregar su vida por un amor no correspondido, y la sacerdotisa que recientemente había descubierto su poder espiritual, siempre viviendo a la cruel sombra de su poderoso antepasado.

En su lugar, una mujer de ojos oscuros le devolvía la mirada. El capullo florecido. La sacerdotisa que había aprendido a desarrollar todo su potencial y ahora era perfectamente capaz de defenderse a sí misma y a cuantos amaba. La chica convertida en mujer que había descubierto la importancia de amar libremente y la imposibilidad de forzar sentimientos en otros. Y le gustaba, todo cuanto representaba esta nueva versión de sí misma, realmente le gustaba.

El Sengoku la había roto pero también la había ayudado a forjarse. Después de la última y sangrienta batalla con Naraku, también le había enseñado a apreciar cada momento de su vida y atesorar cada lección. Ahora, cada chapoteo de un pez en el río, cada delicado aleteo de las alas de un insecto en el aire y la brisa de la noche, eran un respiro de vida que disfrutar. Porque sí, a pesar de todo, el Sengoku nunca fue capaz de arrebatarle la capacidad de asombro y el hambre por vivir rodeada de aventuras.

—¡Amo Sesshōmaruuuuuu!

El sonoro llamado de Jaken la hizo apartar la vista de su propio reflejo. Sus ojos escanearon los alrededores, buscando la fuente del sonido. Cuando no pudo encontrarle, Kagome cerró los ojos y se concentró en rastrear su presencia. Lo encontró considerables metros corriente arriba del río, suficientemente lejos para evitar el incómodo encuentro con el demonio sapo pero lo suficientemente cerca para escuchar sin problemas el desespero en su chillona voz.

Sacudiendo la cabeza, la joven del futuro se puso de pie y comenzó a caminar en la dirección contraria, siguiendo el río corriente abajo, resguardándose en la línea de árboles y arbustos que bordeaba al mismo. El eco de los incesantes llamados de Jaken la acompañó quizás un par de minutos más, antes de que la calma en el bosque volviera a asentarse a su alrededor.

El grupo del medio hermano de Inuyasha y el suyo mismo, nunca habían llegado a congraciarse. Demasiados recuerdos, demasiados rencores y demasiados malentendidos lo habían hecho imposible. Sin embargo, con la llegada de Rin a la aldea habían alcanzado alguna especie de tregua. Raramente se encontraban y, cuando podía darse el caso -porque Kagome era perfectamente consciente de los hermosos kimonos nuevos de una Rin casi adolescente- el daiyōkai demostraba ser un As de los ninjas: entraba y salía sin ser nunca visto.

Ese último pensamiento la hizo reír. Tampoco era ajena a los rumores que circulaban por la aldea. Habladurías sobre el poderoso Lord del Oeste cortejando a una niña humana con hermosas y sedosas prendas de vestir que hacían crecer la envidia en aquellas mujeres humanas cuyo miedo hacia el daiyōkai era tan grande como la atracción por su elegante figura.

Porque Sesshōmaru era atractivo. Kagome no estaba ciega y su fracaso con Inuyasha tampoco la había vuelto inmune a los hombres. Por el contrario, tras un par de años en la absoluta soledad, era probable que ahora deseara algo de intimidad más que nunca. Quizás por eso evitaba cada vez con mayor frecuencia la aldea por las noches. Si no estaba ahí para ver al monje Miroku sosteniendo entre sus brazos a la exterminadora, si no se topaba por accidente a las diversas parejas robándose besos coquetos o abrazándose íntimamente, entonces podía fingir que tampoco necesitaba algo de ello.

Algo que durante unos felices meses después de que el pozo devora-huesos fuese destruido y la única conexión con su familia se hubiese cortado, le había pertenecido. Pero Kagome ya no era alguien que se lamentara constantemente por el pasado aunque la pérdida le hubiese dejado un vacío en el corazón que en sus momentos de mayor vulnerabilidad, todavía deseaba desesperadamente llenar.

No se llora sobre la leche derramada. —Las palabras de su madre expresadas con la maternal seriedad de quien imparte una importante lección, aligeraron nuevamente la carga de sus pensamientos y la hicieron sonreír.

Nunca, mamá. —pensó con nostalgia.

Sus pies golpearon una roca y la joven se detuvo, mordiéndose los labios para evitar maldecir en su dolor. Distraída como lo había estado metida en sus pensamientos, no se había dado cuenta de que el río estaba por desembocar en el final de su trayecto y, que de no haber sido por el repentino obstáculo contra el que golpeó, era probable que lo hubiera terminado acompañando en caída libre.

—Aquí termina mi buena reputación como poderosa sacerdotisa. —bromeó con nerviosismo.

Acercándose con cuidado al borde tras la roca, donde empezaba el descenso del río en una cascada, Kagome observó maravillada el paisaje. Probablemente se había alejado mucho más de lo normal de la aldea porque nunca se había dado cuenta que el cauce del río que tantas noches la había acompañado en su soledad, desembocaba en la mediana cascada que más adelante también daba origen a un pequeño lago.

Como toda buena chica atrapada en un pasado donde no se tenía acceso a duchas y la privacidad al bañarse era un lujo, eso era algo que definitivamente tenía que investigar. Kagome podía no estar en sintonía con los aldeanos la mayor parte del tiempo pero al final, los hombres eran hombres, e incluso con la guardia montada del monje y el hanyō, la joven ya había tenido un par de desagradables encuentros con algunos de ellos mientras intentaba darse un merecido baño en el lago cercano a la aldea.

De modo que si éste otro más pequeño le ofrecía la oportunidad de obtener su anhelada privacidad, no iba a desaprovecharla. No importa que tuviera que salir discretamente armada en sus futuras exploraciones o que tuviera que esperar a que todos en la aldea durmieran para escabullirse; si un pequeño paraíso estaba a su alcance, se haría con él.

Volviendo sobre sus pasos, la sacerdotisa se internó más en el bosque, buscando alguna zona por la cual descender sin tener que lanzarse directamente al agua. Atenta a no perder el sonido del agua corriendo -señal inequívoca de que se habría internado demasiado- continuó sorteando árboles, rocas y arbustos hasta encontrar lo que buscaba.

No se trataba de un camino directo cuesta abajo, ni siquiera de una pendiente suave por la cual descender, sino más bien de una serie de desiguales plataformas semi-ocultas entre piedras y hierbajos que podrían funcionar como altos y enormes escalones si se les manejaba con cuidado.

Sí, claro, escalones. Seré afortunada si no me rompo el cuello bajando. —pensó con un bufido.

Concentró su vista en el primer nivel, intentando analizar la distancia real entre su posición actual y éste. A continuación, dirigió sus ojos a la escarpada pared en busca de puntos de apoyo ocultos entre el follaje desde donde pudiera sostenerse para comenzar a bajar y, más tarde, para escalar cuando decidiera regresar. Ubicados los más resistentes, Kagome se acercó al primero y probó con su pie la estabilidad del mismo; cuando estuvo satisfecha, se puso de cara a lo que sería el muro y bajó sus pies hasta el primer saliente, ayudándose a equilibrarse con las manos enterradas a fondo entre las ramas y hojas a su alcance.

De ese modo, comenzó a descender muy lentamente, paso a paso, hasta llegar a la primera plataforma de piedra. Una vez ahí, se detuvo para recuperar el aliento y gimió ante la vista de las cuatro plataformas restantes. Maldijo en silencio, dolorosamente consciente de que no debía haberse comido todos esos pasteles de arroz que su muy recientemente antojadiza amiga Sango había estado preparando sin parar en las últimas semanas.

Estoy en forma, puedo hacerlo. Esos pasteles no me van a detener. —pensó, dándose ánimos.

Repitió el mismo procedimiento que en la anterior y así también con las siguientes. Cuando llegó a la penúltima plataforma, finalmente decidió que tal vez lo mejor sería prescindir de algunos de esos bocadillos y quizás retomar algo de su entrenamiento con la anciana Kaede. Después de todo, Kagome nunca en toda su vida había desarrollado tanto músculo o perdido tanto peso como cuando estuvo bajo la dura mano de esa "dulce ancianita". Sí, había perdido un poco de todo ello cuando los demonios de los alrededores comenzaron a escasear y dejó de entrenar, pero nunca era tarde para volver a empezar.

Unos instantes después, cuando su pie resbaló a unos pocos metros de llegar al final de su descenso y todo su cuerpo rodó cuesta abajo, esa decisión de retomar el entrenamiento sólo se afianzó. Así, con las ropas cubiertas de tierra, el cabello enmarañado y lleno de ramitas y quién sabe qué otras cosas más pero relativamente ilesa, la joven se rió de su situación.

Si vengo a bañarme aquí, cuando decida volver voy a hacerlo más sucia que cuando llegué. —pensó sin dejar de reírse de la situación.

Poniéndose de pie, la joven se sacudió la ropa lo mejor que pudo y se alisó el cabello, arrancando a los intrusos de éste. Después observó con ojo crítico el camino recorrido y sonrió satisfecha por su logro. Volvió a agudizar sus oídos en busca del característico sonido de una cascada y cuando lo atrapó, emprendió la marcha en su dirección.

Llegada a este punto, tenía poco sentido echarse atrás. Quizás mañana, ya a plena luz del día podría darse el lujo de recorrer el terreno en busca de otras alternativas de camino. Esta noche, no habría más que pudiera hacer.

Mirando rápidamente a su alrededor, la joven del futuro recogió un par de escuetas flores que encontró y comenzó a arrancarle los pétalos mientras comenzaba a caminar. Cada cuatro pasos, uno de los oblongos pétalos se deslizaba por el aire hasta el suelo, dejando tras de sí un camino de migajas que la chica podría fácilmente reconocer a su regreso.

Kagome era consciente de sus habilidades y su propio potencial, incluso confiaba plenamente en éste y, sin embargo, había aprendido que la orientación no era su fuerte. Los caminos de migajas habían sido algo que había aprendido mucho tiempo atrás entre las páginas de un cuento con trasfondo oscuro. Hasta el momento, nunca le habían fallado.

Después de caminar unos metros, la joven notó que las flores desprendían un aroma muy particular cada que uno de los pétalos era arrancado. No era una fragancia olorosa ni desagradable, sino algo picante con una nota de menta cuyo conjunto era difícil de asimilar. Arrugando la nariz para apartar el atractivo aunque ligeramente incómodo aroma, tardó unos segundos en darse cuenta que finalmente había alcanzado nuevamente el lago.

¡Oh, vaya! —exclamó maravillada en su mente.

El rugido de la cascada era mucho menos ensordecedor de lo que había esperado y no tardó en adjudicárselo al tamaño a escala de la misma. Pues, aunque su altura era destacable, la fuerza de su corriente no parecía ser la suficiente para imprimirle mayor impacto al sonido de la caída.

De cualquier manera, la imagen seguía siendo imponente. Una cortina de líquido claro que a la luz de la luna parecía plata fundida cayendo en un pozo de agua cristalina en mitad de un prístino oasis. Un oasis. No había mejor manera de describir el desemboque del río. Un paraíso íntimo flanqueado en uno de sus frentes por la cascada y en el resto de sus lados vulnerables por una serie de árboles parados cual altos centinelas.

Y es todo mío. —chilló mentalmente llena de emoción.

Sus ojos recorrieron con avidez el semi-círculo que formaba la piscina. Extrañas flores blancas de cuatro y cinco pétalos con sub-tonalidades rojas y anaranjadas crecían a la orilla y sobre el enorme tronco que cruzaba en diagonal el lago. El tipo de flores que lanzaban destellos cada que algunas gotas traviesas las alcanzaban y entraban en contacto con la pálida iluminación.

Aún maravillada por la belleza del pequeño oasis, Kagome frunció el ceño. El grueso tronco parecía fuera del lugar en medio de un paisaje por demás pulcro. Sin embargo, tenía que llevar mucho tiempo ahí pues por más artificial que pudiera haber parecido su presencia, la vegetación parecía haberse acomodado a su intrusión, creciendo y rodeando la rugosa corteza con enredaderas verde oscuro y más de las extrañas flores blancas que rodeaban el resto del lago.

También puede servir como puente. —pensó un momento después.

Desde su posición al borde de la línea de árboles y arbustos, Kagome intentó establecer cuánta resistencia podría tener un tronco semi-sumergido en el agua cuya corteza podría haberse ablandado lo suficiente para hundirse bajo su peso. Incapaz de poder definirlo a esa distancia, se dispuso a dar un paso más en esa dirección cuando un repentino chapoteo la congeló.

Rápidamente en alerta, la sacerdotisa retrocedió un par de pasos, aprovechando las sombras del bosque para ocultar su posición. Cerró los ojos e intentó concentrarse en cualquier otra presencia que pudiera estar cerca, sin obtener ningún resultado. Un nuevo chapoteo alcanzó sus oídos y, frunciendo el ceño, abrió los ojos.

Su poder espiritual yacía en calma fluyendo bajo su piel. Vibrando en sus venas durante los segundos que ella lo forzaba a pulsar para asegurarse que seguía ahí, listo para ser usado en defensa.

Un tercer chapoteo atrajo en automático su atención hasta un punto indefinido por detrás del enorme tronco que atravesaba el lago. De inmediato, su cuerpo entró en tensión, preparándose para luchar y ocultando su propia presencia.

Los espaciados y solitarios chapoteos comenzaron a convertirse en un sonido más fluido, como si un grifo que había estado goteando hubiese sido abierto para dar paso a una corriente más potente. El poder espiritual de la chica chisporroteó en su interior, reaccionando ante el posible peligro y la sacerdotisa rápidamente lo atenuó, buscando mantener su perfil bajo. En un mundo donde la mayoría de los enemigos eran más rápidos, resistentes y fuertes que un humano, el factor sorpresa siempre era un agregado.

Concéntrate, Kagome. —se instruyó, recordando su entrenamiento.

De repente se quedó sin aliento. Los ojos color chocolate se ampliaron con asombro y su boca cayó entreabierta cuando una estilizada silueta comenzó a alzarse desde el otro lado del tronco. Una cascada de brillante cabello perlado cubriendo la mitad posterior de un cuerpo muy masculino y también muy...desnudo.

¡Hay alguien desnudo en el lago! —pensó atónita.

Las ruedas en los mecanismos de su cerebro comenzaron a girar lentamente, como si apenas hubieran sido engrasadas para funcionar. Imágenes del hanyō desfilaron por su mente, todas incompatibles con la imagen frente a sí. Kagome recorrió los sedosos mechones platinados bajo la luz de la luna, negándose todavía a aceptar lo que su cerebro trataba de decirle. Simplemente no había forma de que fuera posible.

Incrédula, se forzó a mover la mirada hacia cualquier otro punto que negara lo que ya sabía. Sin embargo, cuando el hombre en el lago echó la cabeza hacia atrás y la vista de perfil que tenía sobre éste mostró la punta de una oreja puntiaguda junto con un par de inconfundibles marcas púrpuras en la mejilla, no pudo negarlo más.

Era Sesshōmaru.

Brazos de abultados bíceps ascendieron para sostener los largos mechones de cabello en una improvisada coleta mientras delgados riachuelos de agua corrían desde las húmedas puntas en un sinuoso recurrido por cada músculo tenso desde su pecho hasta más allá de la cintura a partir de donde el tronco resguardaba lo restante de su pudor.

Atónita, Kagome sintió que se le secaba la garganta. Su atención estaba atrapada por el perfil del daiyōkai de una manera en que probablemente nunca lo había estado por otro hombre. No era solamente la atracción por un cuerpo bien formado cuyo abdomen parecía tener más músculo que el de cualquier otro ser humano promedio o el intrincado patrón de marcas púrpuras y tintas que decoraban algunas de las zonas en sus costados que alcanzaba a apreciar.

Era también la cadencia y elegancia de cada movimiento, la expresión relajada de un rostro cuya ausencia de tensión parecía casi angelical: cabeza hacia atrás, ojos cerrados delineados por el mismo tono de la luna en su frente, gruesas pestañas acariciando sus mejillas y el perfil de unos labios curvados en el más mínimo asomo de una sonrisa torcida.

Era la caída de algunos de los largos mechones de cabello sobre su hombro y la forma en que rozaban más allá de su cintura; el recorrido de algunas traviesas gotas por su cuello y el parsimonioso camino hacia su...¡Santo infierno, Kagome! Deja de pensar en tonterías, se riñó rudamente.

Sin embargo, no pudo apartar la mirada del espectáculo. Sabía que estaba mal espiar a cualquiera en un momento tan privado, ella misma se había quejado de su propia experiencia en la aldea. Pero no podía evitar pensar en lo sedienta que de repente estaba y en cuánto le gustaría poder beber de esas provocativas gotas deslizándose en seductores riachuelos por su cuerpo.

Con la boca más seca que antes, la joven del futuro lo vio soltar el agarre en su cabello y observó con fascinación la forma en que cada músculo de su cuerpo se tensó en una muestra de absoluto poder antes de volver a relajarse. Manos ahuecadas con afiladas garras en las puntas llevaron más agua hasta el pecho y, cuando ésta hizo contacto con la piel y los masculinos pezones se erizaron, Kagome no pudo evitar ruborizarse hasta la raíz del cabello.

Indecisa sobre qué hacer a continuación pero irremediablemente atraída por el cuerpo del daiyōkai más peligroso de todos que no dudaría en asesinarla si la descubría espiándolo, la joven intentó retroceder un paso lo más silenciosamente posible.

—¡Amo Sesshōmaruuuuuu!

El estridente grito de Jaken casi la hizo tropezar pero fue suficiente para devolverle el sentido común. Sacudiendo la cabeza para terminar de despejarse, la sacerdotisa dio media vuelta y, aprovechando los subsecuentes gritos del demonio sapo, echó a correr por donde había venido.

Con la poderosa motivación de evitar la ira del daiyōkai, el ascenso le pareció mucho más corto y rápido que su descenso anterior por las plataformas, incluso aunque una parte de su falda quedó enganchada a una rama particularmente filosa en cuyo forcejeo, ligeramente se desgarró.

Cuando alcanzó la cima y el fuerte deseo por echar un último vistazo hacia el lago la embargó, Kagome se detuvo. Se mordió los labios con duda, giró medio cuerpo dispuesta a echar sólo ese pequeño vistazo más y, finalmente, tras una difícil batalla contra sí misma, continuó su acelerado camino de vuelta a la aldea.

Después de todo, el encuentro de esa noche había sido únicamente un...

Accidente.

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