XXIII
Bajo el manto de la noche, con el cuerpo cansado y la mente desvanecida, aprovechaste para empujarme en una dirección por mi ya conocida.
Fue Arturo el que abrió la boca y dijo, con ese siempre elocuente mal carácter suyo (tan característico de mí mismo también) que escribiera lo que tenía que decir, que escuchara con atención aquello que por tanto tiempo le había estado obligando a callar: había empezado a relatarme su historia.
Pero Arturo no existe, al menos no como exististe tú, Alejandro.
Arturo no es más que un personaje, una representación fantástica ideada por mí tras los muros de un reino que existe en lo profundo de mi cabeza, en mi imaginario.
Él habita ese reino y, por lo que veo, te has colado un poco tras la tormenta que me ha mantenido alejado de sus costas.
Hiciste de las tuyas porque te vi -y no estoy loco- como disimulado entre línea y línea, porque dejaste huella en tu acción: lograste hacerme escribir de nuevo, desde tu ausencia, desde el silencio.
Arturo no existe, al menos no como tú existes todavía... y hoy vuelves a inspirar mis palabras con la esencia que solo tu nombre tiene, hermano, Alejandro.
Te amo, desde el ayer... y te extrañaré hasta que me extinga en algún mañana venidero. Mientras tanto: tú estas conmigo... estarás conmigo siempre.
A.V.
19/11/2021
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