CAPÍTULO VEINTISIETE: Andy
Miami, 13 de julio de 2022, 19:43 pm.
Queda poco más de una hora para el fin del mundo.
Unas ciento cincuenta personas bailan en la pista. Por sus movimientos se hace evidente que la gran mayoría está drogada con alucinógenos o éxtasis. Bajo las luces parpadeantes de la discoteca, todos parecen una masa que palpita y que se mece al mismo tiempo, coordinada por algo superior.
Andy los observa, demasiado sobria. Para ella, esa fiesta del fin del mundo comenzó varias horas antes, porque fue una de las organizadoras. El viaje químico que muchos están teniendo allá abajo para ella es pasado. Se plantea por enésima vez volver a drogarse, pero sabe, en el fondo, que no lo hará. Se hizo esa promesa a sí misma cuando asumió que lo de la alarma era verdad: las horas previas haría todo lo necesario para olvidar, pero los últimos momentos de la humanidad los quería presenciar en sus cabales.
Lo cierto es que tiene curiosidad. Se pregunta si acaso el final será como un chasquido, rápido e indoloro, igual a esa película tan famosa cuyo título no recuerda. O, por el contrario, si se tratará de algo más apoteósico. Tiene en claro que para la segunda opción, que ella imagina con terremotos, inundaciones, tornados y cuanta cosa sea necesaria para acabar con todo, ya queda poco tiempo. Poco más de una hora según la cuenta regresiva en su teléfono. ¿Cómo es posible que el mundo tal como lo conoce esté por acabarse en menos de dos horas y que no haya señales de ello?
Y, si el anuncio es cierto, ¿cómo es posible que tanta gente, jóvenes en su mayoría, haya decidido pasar ese tiempo drogada y bailando en vez de con sus seres queridos? Tiene sentido y a la vez no lo tiene; como todo en la vida, realmente.
A su lado, una chica de unos dieciséis años (a pesar de que a la fiesta solo se podía entrar siendo mayor de edad) graba una story para su cuenta de Instagram. Le habla a esa masa indefinida que los influencers llaman "seguidores". Sí, seguidores, como en las sectas y en los cultos. Seguidores o fans, que es una forma más bonita de decir fanáticos, otra palabra que en ese momento le hace pensar en suicidios colectivos. ¿Eso es lo que han ido a hacer allí? ¿Suicidarse colectivamente al asumir la muerte que se aproxima de forma tan pasiva?
—¡Es falso! —grita la chica con el celular aún en la mano, sacándola de sus pensamientos. Tiene la mirada desenfocada y su cabeza se mueve casi en círculos. Debe estar hasta arriba de LSD—. No puede que se acabe el mundo. Lo notaríamos... Sí, seguro que lo notaríamos. Es imposible que...
Da un traspié, producto de su estado, y el celular se le resbala de las manos. El aparato se da de lleno contra el piso y luego se desliza hacia el borde de la baranda junto a la que se encuentran, y cae a la pista de baile. Andy se asoma para verificar que no le haya caído a nadie en la cabeza, pero al parecer no. Al menos, no ve a nadie chillando de dolor. El grito lo da la chica al darse cuenta de lo ocurrido.
—¡No! ¡No, mierda, mi celular!
La joven se agarra de la baranda y, bajo la mirada incrédula de Andy, está a punto de saltar. Por fortuna, sus reflejos son buenos, ya que alcanza a agarrarla para luego dejarse caer hacia atrás con ella entre los brazos.
—¡Déjame! ¡Suéltame, perra! —exclama la adolescente mientras se retuerce para liberarse del agarre.
Andy, ya de rodillas, le toma el hombro derecho con una mano y con la otra le da una fuerte cachetada en la mejilla.
—¿Qué...?
El golpe surte el efecto deseado, porque la muchacha pierde de pronto toda su energía y deja de retorcerse. Tiradas ambas en el suelo, jadeantes, se miran. La adolescente ya no tiene la mirada tan desenfocada, aunque está pálida, excepto por el punto en que los dedos de Andy chocaron contra su piel.
—Lo siento —dice esta cuando ve que la calma de la desconocida no es pasajera. El volumen de la música es alto, pero aún así la otra la escucha o quizá le lee los labios—, pero tenía que calmarte. No quise pegarte tan fuerte.
—No, está bien...
—Tienes mal aspecto... ¿Quieres agua o algo?
—Quiero mi celular. —Los ojos de la chica se desvían hacia la baranda; esta vez no hace ademán de moverse—. Pero debe haberse hecho añicos allá abajo.
—Sí. Además, ¿qué importa ya?
Andy se pone de pie, así que no puede ver la mirada de desprecio y sorpresa que le lanza la adolescente.
—¿Qué? No me digas que eres de esa gente que está en contra de la tecnología.
—No, no es eso. Ven, te ayudo a pararte.
La muchacha hace caso de su gesto y le toma la mano para ponerse de pie. Andy es un poco más alta que ella, lo justo y necesario para tener que inclinar unos centímetros la cabeza para mirarla.
—¿Entonces?
—¿Qué cosa?
—¿Por qué no importa ya mi celular?
Al escuchar la pregunta, Andy suelta una carcajada.
—Porque el mundo se va a acabar.
La chica pone los ojos en blanco.
—¿De verdad te crees esa mierda?
—Nada me dice que sea mentira.
—Pero tampoco nada te dice que sea verdad —refuta la otra.
Andy se encoge de hombros.
—Pues no. Supongo que no lo sabremos hasta que se acabe la cuenta regresiva.
—Si es que se acaba.
—Aún así no importaría. Es solo un celular.
—Es mi vida —la corta la muchacha, como si en vez de hablar de un objeto estuvieran hablando de su ser más querido—. Es mi vida, ¿entiendes?
Sí, Andy la entiende. O, mejor dicho, la habría entendido hace un año, en la época en que aún creía a pies juntillas que lo que hacía en redes sociales tenía algún sentido. Que los números la definían como persona y que lo que pensara la gente de ella a partir de una foto o de un vídeo era más relevante que el hecho de que su madre no la quisiera o que su novio le hubiera puesto los cuernos con alguien más. Fue entonces que hizo ese maldito comentario sobre el peso de otra influencer y todo se vino abajo: sus números, el cariño de sus seguidores y ese castillo en el aire que se había construido bajo el alero del algoritmo. Hizo terapia por primera vez en su vida y, cuando su psicóloga le dijo que no podía dolerle más el abandono de personas que conocía que el de aquellos que tenía cerca, algo hizo click en ella.
Se había estado escondiendo a la vista de todo el mundo en redes sociales.
—¿Cuántos años tienes? —le pregunta a la chica.
—21 —miente.
—Sí, claro.
—Ok, tengo 17. ¿Y tú?
—25.
—Wow.
—¿Qué? —La adolescente quiso restarle importancia con un gesto, pero Andy sabe lo que está pensando—. Te parezco vieja, ¿cierto?
—Bueno, tienes casi una década más que yo.
—Sí, disfruté una década más que tú el mundo que está a punto de acabarse.
—No se va a acabar.
—¿Entonces?
—Esto es como un reseteo. Una actualización del sistema, ¿entiendes? Quince horas para que el sistema se limpie de todo lo que no le sirve.
—¿Te refieres a... gente?
—Sí.
Mira a su interlocutora sorprendida.
—Si es así, supongo que de este lugar y nosotros no quedará nada entonces.
—Habla por ti, vejestorio.
La muchacha lo dice con un tono risueño que le deja claro a Andy que se trata de una broma. Pero en el fondo ella sabe que, de ser cierto lo que la chica plantea, ella debería desaparecer. Y, si lo hiciera, nadie en el mundo la echaría de menos, ni siquiera esos miles de seguidores que según sus métricas siguen siendo sus fans.
—Yo creo que —comienza a decir Andy por sobre la música—, si no es cierto lo del fin del mundo, los que lanzaron la alarma lo hicieron para que viéramos qué es lo que más nos importa. Lo que nos importa de verdad.
Se gira hacia la muchacha, que la mira a los ojos, atenta.
—Debe haber gente en todo el mundo haciendo ahora lo que más le gusta. O estando con la gente que más quiere. Quizá... quizá muchos aprovecharon para pedir perdón o para decir "te amo" por primera vez. O están cumpliendo algún sueño o fantasía, cerrando ciclos. Qué sé yo. Aprovechando el tiempo... Y, si el mundo no se acaba, mañana recordaremos lo que hicimos durante estas quince horas y... lo sabremos... Sabremos qué es lo esencial en nuestras vidas.
Ambas guardan silencio durante casi un minuto. Abajo, la gente sigue bailando. Están drogados, perdidos en sus viajes lisérgicos o tan ebrios que apenas son conscientes de lo que está ocurriendo.
—Tú estuviste a punto de lanzarte desde varios metros de altura por tu celular, así que supongo que es cierto lo que dijiste: es tu vida. Y si estás aquí en lugar de con tu familia o tus amigos... si antes de que se te cayera el bendito celular lo más importante para ti era grabar un vídeo para tus seguidores, será que ellos son lo que más quieres. ¿O no?
Andy nota cómo la muchacha se seca una lágrima, pero no dice nada al respecto. Por primera vez en un buen rato, desea volver a estar drogada. Así quizá duela todo un poco menos.
—¿Y a ti? —dice de pronto la adolescente—. ¿Qué es lo que más te importa según el fin del mundo?
—Nada. No hay nada que me importe. Les dije a mis amigos que convocaran esta fiesta para no estar sola, eso es todo. Vimos que en otras ciudades también las estaban organizando y nos pareció una buena idea imitarlo.
Sonríe ante la mirada de la joven y se da la vuelta. Ya no tiene ganas de seguir hablando. Mandará al traste su plan de recibir el fin del mundo sobria y limpia de drogas. Mejor beberá hasta perder el conocimiento y rogará no despertar más. Y, si lo hace, si lo de la alarma es mentira, quiere que la resaca le recuerde, al menos en parte, lo que significa estar viva.
GRACIAS POR LEER :)
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