CAPÍTULO VEINTICUATRO: El policía
Londres, 14 de julio de 2022, 00:03 hrs.
Quedan aproximadamente dos horas para el fin del mundo.
Frente a Oliver hay diez cadáveres. De esos diez, uno claramente es un adolescente y hay un par más de los cuales duda si llegaron a la mayoría de edad antes de que los abatiera una bala de la policía. Espera que sí, de verdad lo espera. A pesar de que en teoría le quedan un par de horas de vida antes de que el mundo se acabe, no quiere vivirlas con la culpa de haber matado o ayudado a matar a tres menores de edad.
Baja la mirada hacia la mano con la que sostiene la pistola para verla con la luz débil que llega desde una farola, de las pocas de que debe seguir funcionando en la ciudad. Está temblando, algo que no le había sucedido desde que era un cadete, o sea cinco años atrás. No le había temblado al llegar a ese lugar como uno de los últimos representantes de la seguridad de la ciudad, con el fin de tratar de recuperar un poco el orden en las calles. Desde la central le habían dicho que en una librería del Soho había un hombre armado que retenía a un grupo de rehenes desde hacía horas. El número de rehenes y de muertos era desconocido en ese momento y, dado que el barrio (la ciudad entera, en realidad) era un caos, algunos de sus compañeros habían preguntado si era realmente necesario atender a ese llamado. Era como apagar una vela en medio de un incendio, escuchó decir a uno de los policías más veteranos. Aún así, la jefatura insistó, porque las autoridades se habían propuesto, al menos, atender a los casos más graves y peligrosos: explosiones, atentados a edificios de instituciones del gobierno o al Palacio de Buckingham (la familia real ya había sido evacuada, pero de todas formas no podía dejarse la infraestructura en manos de los ciudadanos más radicales) y a los locos con armas de fuego. Por supuesto que la policía no daba abasto, en especial desde que la mayoría se dio cuenta de que el anuncio iba en serio y dos tercios de los oficiales habían dimitido para pasar esas últimas horas con sus familias.
Él es uno de los que se quedó, básicamente porque no tiene una familia con la que pasar el fin del mundo y porque quiere contribuir en algo a la sociedad.
Con esa idea había salido con sus compañeros del precinto; por ese motivo, al sacar la pistola y apuntar hacia la puerta de la librería, su mano no había temblado. En ese momento, se había sentido como un héroe, alguien enviado allí con el propósito de salvar vidas, por mucho que la gente que salvara no fuera a vivir más que unas horas. Era un policía y eso es lo que hace la policía: salvar y proteger a los inocentes.
Sin embargo, de pronto todo se había salido aún más de control cuando uno de sus compañeros, de apellido Evan (un completo loco, acaba de comprobarlo, pero en el fondo siempre lo supo), gritó en dirección a la librería para que el asesino saliera con las manos en alto. La puerta de la tienda había estado cerrada tres horas o más, pero se abrió apenas dos minutos después del grito de su compañero. Salieron en tropel una docena de personas y los disparos sonaron detrás de ellos. El protocolo es que, con rehenes o sujetos desarmados en medio, no se dispara; para eso, ellos tenían chalecos antibalas y estaban parapetados detrás de los autos.
Deberían haber mantenido la calma unos segundos más... pero no.
Evan fue el primero en disparar, tan desaforado que tardó solo unos segundos en vaciar el cargador. Los demás dudaron un instante, pero uno a uno lo comenzaron a imitarlo. Incluido él. Sí, también había disparado y no tenía ninguna excusa fuera del pánico, la confusión y esa necesidad tan humana de seguir a la manada, no importaba si el jefe de dicha manada era un psicópata como Evan.
Mientras observa a cada uno de los cadáveres, se le vienen recuerdos rápidos y vagos: una mujer que cojeaba, herida en la pierna por una bala que pudo haber sido de sus compañeros o del asesino en el interior de la librería; el chico que claramente era una adolescente con la cara distorsionada por el horror; un anciano con dos libros abrazados contra el pecho, como si los protegiera.
Fue él quien abatió al anciano, lo sabe, está seguro. De los otros no lo tiene tan claro. Pero no importa eso, ¿verdad? Cuando se lleva el uniforme de policía, se deja de ser un simple individuo y se pasa a ser una parte viva de una institución. Las armas de sus compañeros son iguales que las suyas. Los muertos de sus compañeros son los suyos.
Lo único que lo tranquiliza un poco es que hay alguien a quien sí puede culpar más que a Evan, a sus otros compañeros y que a sí mismo. Por fortuna, el cuerpo del desgraciado también está allí, unos metros a la derecha, aparte, casi olvidado. El asesino yace olvidado en el suelo, pero hace pocos minutos lo patearon y le escupieron.
Se acerca al asesino por primera vez. No ha visto hasta entonces su rostro, pero sí la masacre que cometió dentro de la librería, ya que uno de los policías entró al edificio cuando la situación quedó "bajo control". Contó treinta y dos muertos antes de tener que salir al exterior con el fin de respirar hondo, a pesar de que afuera solo le esperaban más cadáveres.
Antes de estar lo suficientemente cerca, se pregunta cómo luce una persona capaz de hacer algo así, si es que el sujeto estaba fuera de sus cabales antes de la alarma o si fue esta la que desató su frenesí asesino.
Ya de pie junto al cuerpo, estudia su rostro y se sorprende. El asesino con suerte debía superar los veinte años. Luce como cualquier ciudadano, sin ningún rasgo llamativo, para bien o para mal. El tipo de persona que no miras dos veces en la calle, a menos que cargue una pistola y te apunte con ella, claro. Quizá fue justamente eso lo que le pasó a los que estaban dentro de la librería: se fijaron en ese joven anodino cuando ya era demasiado tarde.
Se hinca y revisa los bolsillos del pantalón del sujeto hasta dar con la cartera. La abre y mira a la rápida: no hay drogas, ni siquiera algún condón, solo unas cuantas libras, una tarjeta de crédito, el pase para el transporte público, una credencial de la biblioteca y el carnet de identificación. El sujeto se llamaba Martin Rice y tenía apenas diecinueve años. Él tiene apenas cuatro años más.
Se pone de pie justo cuando su teléfono celular comienza a sonar. Casi ni se ha fijado en él durante el día ya que no le interesa ver noticias; le basta con los códigos que suenan por la radio que cuelga de su cadera para darse cuenta de que el mundo se está yendo a pique desde la primera alarma. Tampoco tiene a nadie a quien escribirle; es huérfano de padre y madre, y no tiene familiares cercanos ni amigos. Su único lazo fuera de la policía era una pareja que rompió con él hace seis meses.
Harto de que el timbre de su celular siga sonando, lo saca del bolsillo y lo mira. Por poco lo deja caer cuando lee "Archie" en la pantalla. Es el nombre de su ex. Nunca antes lo había llamado y cuando él lo hizo unas cuantas veces durante los primeros dos meses de separación, lo único que hizo fue cortarle, gritarle o hablarle con total frialdad.
A él le había costado mucho recuperarse de la ruptura y pasar página, aunque en el fondo siempre supo que no tenían futuro: su ex es de una familia adinerada que vive en Chelsea, estudia en Cambridge y vacaciona en los Alpes suizos. Él es un policía, nada más que un policía. Se conocieron en un bar gay, se gustaron de inmediato y, luego de dos meses de lo que ellos denominaban sexo casual, por fin asumieron que lo suyo daba más que para simples revolcones. Fue él quien le dijo a su ex que comenzaran una relación. Un año después, le dijo que lo amaba, cosa que nunca había hecho antes con nadie. Luego de ocho meses, la relación había terminado. Su ex le había dicho que pronto saldría de la universidad y que necesitaba ordenar su vida, pero él supo la verdad de inmediato: Archie había conocido a alguien, seguramente un joven rico y apuesto que combinaba mejor con su vida, su apellido y su cuenta bancaria.
Cuando la alarma sonó en su celular más de doce horas antes, el rostro de Archie pasó por su mente y se planteó seriamente llamarlo. Al final, decidió no hacerlo, primero porque dudó que Archie le respondiera, y segundo porque por mucho que se acercara el término de todo, hacerlo solo significaría dar un paso atrás en todo el proceso de olvidarse por fin de él.
Cierra los ojos, eso le hace volver a ser consciente de lo mucho que tiemblan sus manos, en especial la que sostiene el teléfono. Si no contesta, todo seguirá igual. Pero, si contesta..., si contesta puede que por fin obtenga una respuesta sincera de parte de Archie.
Responde la llamada con la vista fija en el asesino de la librería, Martin Rice.
—¿Oliver? —dice Archie.
—Al habla —responde él tras tragar saliva.
El silencio que sigue a su voz solo puede indicar que Archie está dudando. No sabe qué esperaba que él le dijera, pero sospecha que no es lo que acaba de decir.
—Oliver, soy Archie.
—Lo sé. ¿Qué quieres?
—Yo... Es que... Todo lo que está pasando es... y yo quería... Diablos, no sé, hablar contigo... Decirte que...
Archie se calla y Oliver, con la cabeza gacha, observa el pequeño río de sangre que parte de los cadáveres a su derecha y que baja por la calle hasta sus pies. Unos metros más allá, sus compañeros beben de unas botellas de cerveza que robaron de otra tienda cercana. Brindan por las muertes que cargan sobre los hombros, supone.
—¿Oliver, sigues ahí?
Pestañea lentamente antes de contestar.
—Sigo aquí.
—Dime algo. Por favor.
—No tengo nada que decirte.
—Pero...
—Creí que tú tampoco tenías más para decirme. Algo así me gritaste la última vez que te llamé, ¿recuerdas? Que no querías tener nada más que ver conmigo.
—Sí, lo sé. Fui un idiota, un cabrón. Pero...
—Dime la verdad —lo interrumpe—. Terminaste conmigo porque conociste a alguien más, ¿verdad?
—Eso no importa ya...
—A mí me importa. Responde.
—Sí.
Oliver sonríe sin poder evitarlo. Sus manos dejan de temblar, como si todo lo que está ocurriendo, en su vida y en el mundo, de pronto dejara de tener importancia.
—Lo que está pasando... —continúa Archie—. Me di cuenta, ¿entiendes? Me di cuenta de que aún te amo.
Oliver aleja el teléfono de su oreja y lo observa unos segundos, como si en vez de un pequeño aparato electrónico se tratara de Archie en persona. Solo que, si fuera Archie en persona, quizás él tomaría su pistola y le daría un tiro. Quizá, solo quizá.
—Me alegra escucharlo —dice luego de volver a poner el celular contra su oreja.
Casi puede visualizar a Archie sorprendido ante eso.
—¿De verdad?
—Sí. —Vuelve a mirar a Martin Rice y se da cuenta de que ahora entiende un poco mejor por qué un joven como él saldría con una pistola a matar gente, incluso en el fin del mundo—. Me alegra escucharlo porque así es más satisfactorio decirte esto: yo ya no te amo. Me costó dejar de hacerlo, pero lo logré. Ya no te amo, William Archer.
Baja la mano que sostiene el teléfono y corta. Al mundo no le queda el tiempo suficiente como para desearle lo peor a Archie. Le espera el mismo final que a la mayoría, sea cual sea. Con lentitud, se saca la placa y el casco negro. Deja ambas cosas en el suelo, junto a Martin Rice. Ya ha cumplido su trabajo allí, así que se aleja rumbo al río. Se dará un tiro en la orilla para caer en las aguas y que el Támesis se lo lleve lejos, tal como mucha gente ha hecho desde que sonó la alarma. Lo hará consciente de que ya no ama a William Archer, que por fin entiende que nunca tuvieron nada en común.
Oliver tiene más en común con ese tal Martin Rice, sea quien sea que haya sido.
GRACIAS POR LEER :)
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