CAPÍTULO DOS: Nora y James
Atenas, 13 de julio del 2022, 1:20 pm
Quedan 14:20 hrs. para el fin del mundo
Nora bufa, frustrada. Los insultos no salen de su boca, están alojados dentro de su mente, contenidos por su costumbre de ser educada y correcta como buena dama. Ve pasar a otro taxi, alza el brazo para pedirle que se detenga.
El conductor la ignora, es ya el quinto o el sexto que no aminora la velocidad al transitar frente a ella. La luz en el frente asegura que está libre, no carga con pasajeros.
—¿Qué demonios está mal con esta gente? —se queja en voz baja por fin—. ¡¿Cómo pueden ser tan rudos!? —exclama sin levantar la voz, escandalizada por la actitud de los conductores.
—Sospecho que andan todos como locos por la alerta. Que, además, seguro es una broma o un error de los sistemas del gobierno. Ya sabes que aquí son un tanto brutos y que las computadoras tienden a fallar —responde James, su marido, para tranquilizarla—. Cuando se avise que es una falsa alarma, la situación regresará a la normalidad. No les tomará demasiado tiempo hacerlo. Estoy convencido de ello.
La pareja aguarda de pie en la esquina de su hotel. Se nota que son turistas ingleses. No solo por el acento con el que hablan, sino también por cómo se ven. Llevan la ropa bien planchada, el cabello entre rubio y canoso peinado prolijo, en especial el bigote de él. Sus pieles están bronceadas y, aun así, se resalta la palidez usual que los caracteriza. Los lentes de sol y la cámara de fotos que cuelga del cuello del hombre, además de las maletas que tienen a sus costados, completan la composición.
—Es que si no nos apuramos, no vamos a llegar al aeropuerto a tiempo —insiste ella.
—Seremos puntuales —asegura él—. No partirán sin nosotros.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque, si se atreven a dejarnos atrás luego de que pasamos casi una hora esperando por un taxi, los demandaremos. —James habla en serio, frunce los labios un poco para acentuar el gesto de molestia que lo embarga.
Nora bufa otra vez. Se pregunta por qué no podrían haber tenido la falsa alarma un día antes o uno después, en lugar del mediodía en el que tenían que tomar el vuelo de regreso a Londres.
Siguen intentando detener a un taxi por algunos minutos más, hasta que tienen la fortuna de toparse con un conductor que tampoco cree en la veracidad del anuncio sobre el fin del mundo.
"Al fin un hombre sensato", piensa James, con aires de superioridad cultural e intelectual. "La reacción en masa de la gente promedio es un gran problema. Por suerte, siempre hay personas inteligentes entre el montón. No sé qué sería del mundo sin ellos".
Los turistas colocan las maletas en el vehículo y se suben, apurados. Buscan ocultar los nervios que sienten por perder el vuelo. Prometieron estar en su hogar para la cena, esperan visitas importantes de uno de los accionistas de la empresa familiar. Han cronometrado cada minuto del día para alcanzar Inglaterra con tiempo suficiente como para acicalarse un poco de camino a su casa antes de recibir a los invitados. No les sobra ni un segundo en la ajustada agenda del día.
—Al aeropuerto, por favor —pide James con cortesía. Habla despacio para que el extraño lo entienda. Sabe que no todos los lugareños hablan inglés de forma fluida, incluso si están acostumbrados a tratar con turistas.
—Okay —responde el taxista, que los entendió pero no sabe muy bien de qué otra forma contestarles.
Durante el recorrido, Nora no deja de quejarse. Habla para sí misma, aunque espera que su marido o el extraño le den la razón. Es cuidadosa con las palabras para mantener su buena educación. Sin embargo, no puede evitar sacar a relucir dos de los peores elementos de su personalidad: es hipócrita y creída. Se considera mejor que el resto.
—La gente de este país es demasiado impuntual, es una falta de respeto. Es como si no comprendieran que existen horarios predeterminados para cada cosa. Te dicen que tu mesa reservada en el restaurante estará lista a las ocho, pero a veces la tienen sucia u ocupada casi hasta quince minutos más tarde. ¡Y ni hablar de los tours o los hoteles! La verdad es que este viaje ha sido una decepción por culpa de los pésimos modales de algunas personas, en especial empleados. Menos mal que los paisajes históricos y los museos, al menos, son tan hermosos y enriquecedores que aplacan un poco mi descontento. No creo que volvamos a Atenas. No, señor. Ser turista en un sitio colmado de desconsiderados es demasiado estresante y no me permite relajar la mente como se supone que debería. Quizás el próximo año debamos pensar en un país con mejor educación, como Suiza. Estoy convencida de que en Los Alpes descansaré como se debe. Allí la sociedad es estricta y con fuertes valores, con costumbres que se respetan como si fueran leyes. Eso me ha contado Charlotte, que visitó con su segundo esposo hace un par de meses. ¡Deberíamos haberle hecho caso y cancelar estas vacaciones!
Su monólogo continua sin pausas durante un largo rato. El taxista no comprende ni la mitad de lo que la señora comenta, aunque, por el tono de sus palabras, puede inferir que ella se encuentra enfadada. Espera que el enojo no sea contra él y que le dejen una buena propina al llegar a destino.
—¡¿Por qué nos detuvimos?! —pregunta Nora de repente, casi media hora más tarde, cuando nota que el vehículo lleva ya varios minutos sin moverse.
—Tráfico —indica el conductor con su limitado inglés.
—Mira a tu alrededor, cariño. —Señala James con un gesto hacia las ventanas—. Mientras tú ocupabas el rato con desplantes innecesarios, hemos quedado atrapados en la autopista.
A su alrededor se oían bocinas y gritos que atravesaban los vidrios por su alto volumen. Había insultos en griego y en otros varios idiomas, principalmente europeos, que pedían que se solucionara el problema para que pudieran llegar a su destino.
—¿Qué tan lejos estamos? —quiere saber ella.
—Unas dos millas, más o menos, según el GPS —responde su marido—. Es demasiado para caminarlo cargando las maletas con el calor del mediodía.
—Bloody Hell! —insulta ella por fin, antes de cubrirse la boca con vergüenza porque cree que no es correcto decir semejantes groserías en público—. ¿Es esto normal? Cuando llegamos a Atenas no vi tanto tráfico.
—No —responde el taxista, busca articular oraciones en inglés para explicarse, pero le cuesta—. Gente asustada. Mucho. Turistas quieren marcharse pronto.
—¡Si nos quitan el espacio en el vuelo y se lo dan a otra pareja porque llegamos tarde, no solo demandaré a la aerolínea! —insiste Nora, cada vez más ansiosa—. ¡Sabrán que no deben tratar de esta forma tan injusta a la familia Wolfarcher!
En la distancia pueden ver humo y oír una ambulancia. Parece que un choque, o una disputa entre las personas atrapadas en la autopista, ha derivado en problemas que retrasan incluso más el movimiento de los vehículos.
"Los griegos ni siquiera saben conducir bien, demonios", piensa ella. No lo dice en voz alta porque teme ofender al taxista y que eso empeore su viaje.
—Calma —pide James, con su teléfono en la mano—. Tomaré algunas fotografías de la situación para mandárselas a nuestro invitado desde el aeropuerto, si es que perdemos el vuelo. Él sabrá comprender que lo que ocurre escapa de nuestras manos. Podremos coordinar la cena para mañana o pasado y todo se solucionará.
—Bien —responde ella, cortante. La afirmación es tan filosa que podría rebanar el ambiente como una navaja.
En ese momento, los coches se mueven un poco, no demasiado. Si el tráfico no mejora, las dos millas les tomarán alrededor de cuatro horas. Tal vez, cuando se encuentren más cerca del aeropuerto, decidan abandonar la seguridad y la comodidad del taxi con aire acondicionado para caminar la distancia que les quede. Ambos ponderan las posibilidades y rumbos de acción que podrían tomar. Todavía les queda algo de tiempo para escoger cómo proceder.
James sostiene su billetera en la otra mano, la que no tiene el teléfono. Está listo para pagar y entregar la propina apenas deban descender del coche. Aunque sabe cómo disimular su estrés mucho mejor que Nora, le es imposible dejar de mover los pies en su sitio. La expresión impasible en su rostro se contradice con la inquietud de su cuerpo.
El taxista enciende la radio para alivianar la tensión. El anuncio sobre el posible fin del mundo sigue en modo repetición. Pasa de un idioma al otro constantemente para que todos lo entiendan.
Frustrado, pone otra estación y ocurre lo mismo. Su vehículo no es moderno y la lectora de CD lleva meses rota, así que, hastiado, apaga el estéreo y maldice a los hackers que, según él, atacaron el sistema computarizado de su país y en cualquier instante pedirán una recompensa.
Maldice qué tan descuidado es el gobierno de Grecia y culpa a la corrupción política por lo que ocurre. Su único deseo es deshacerse de esos pasajeros ingleses para tomar a los siguientes. Necesita el dinero con urgencia. A él, el tráfico le molesta tanto como a James y a Nora.
GRACIAS POR LEER :)
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