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CAPÍTULO DIECISIETE: Sonia


La Paz, 16:00 hrs.

Quedan cinco horas para el fin del mundo.


Los perros aúllan en la lejanía y, aunque ella está tan acostumbrada al sonido que podría nombrar sin problema a cada uno de los canes participantes, le parece extraño que lo hagan a esa hora. Falta aún para el atardecer, a pesar de que la luz que entra por el visillo amarillento que cubre la ventana es ya anaranjada y sucia.

De pronto, los perros se callan, quizá cansados de tanto aullar. Ella detiene las manos que mueven los palillos. La lana reutilizada incontables veces, siempre a punto de ser un suéter de bebé antes de volver a ser una simple madeja de color celeste, deja de estar tirante mientras la mujer de sesenta y tres años mira hacia la ventana. Ya lo ha notado: detrás del extraño aullido de los perros hay un todavía más extraño silencio.

Es cierto, su casa está apartada de las otras, rumbo al cerro, último bastión hasta que la colina se vuelva del todo inhabitable. Pero aún así, a pesar de que allá no llegan más que las alimañas y los cobradores (otro tipo de alimañas), lo normal es que alcance a escuchar la vida del barrio en la distancia. Autos, gritos de niños, música actual con ritmos y cantantes que ella no sabe reconocer. No tiene ningún nieto que le muestre ese tipo de cosas. O puede que sí los tenga, no por nada lleva más de veinte años sin ver a su único hijo, Julio. Quizá tiene muchos nietos que no conoce y que escuchan ese mismo tipo de música, que usan celulares, que se visten como ha visto que hacen los jóvenes hoy en día.

Eso o su hijo murió hace mucho, tal como le dicen sus sueños desde hace tiempo.

Los perros vuelven a aullar y, en esta ocasión, lo nota de verdad: el silencio es espeso tras sus aullidos, como si estuvieran solos en el mundo.

Siente la tentación de levantarse, de caminar hacia la ventana y mirar a través de ella. Pero no lo hace. Con calma, vuelve a su tejido. Va por la segunda manga. Poco le falta para terminarlo, aunque sabe que no lo hará. Nunca lo hace. A lo largo de los años, ha visto a varias mujeres jóvenes con hijos en el mercado cuando se atreve a salir, o a través de la ventana el resto del tiempo. También ha visto embarazadas. Con estas últimas siempre se plantea terminar el suéter y regalárselo a alguna, a la que sea, no importa. Lo importante es terminar por fin ese tejido hecho con lana que ya parece uno de los rizos de su hermana de tanta vuelta y revuelta.

Teje hasta que solo le hace falta el puñito para finalizarlo. Veinte puntos y nada más. Acompañada solo con el aullido de los perros, recuerda que compró esa madeja cuando su sobrino estaba a punto de nacer. Mario se llama el niño y debe tener unos quince años ya. Pensaba dárselo a su hermana cuando volviera a su casa después del parto. Pero entonces, se enteró de que la mujer había muerto poco después de dar a luz por una infección. Lidia era la más joven, casi veinte años menor que ella, que era la mayor. Entre ambas había otros cinco hermanos, con los que no tiene contacto o que también han muerto. De todas esas pérdidas, la que más le dolió fue la de Lidia. Era tan joven y bonita, con ese pelo crespo, negro y frondoso. Cuando se reía, Lidia conseguía que todos rieran con ella. Por eso se había conseguido un buen hombre como esposo: por bonita, simpática y amable. Mario se llama, igual que el único hijo que ambos alcanzaron a tener. Luego de la muerte de su esposa, el hombre decidió partir rumbo a Chile.

Apenas había logrado ver a su sobrino una vez antes de que se fueran. Tan triste estaba por la muerte de su hermana, que se olvidó de terminar el suéter y, cuando visitó por última vez a su cuñado, no tenía nada para darle más que un abrazo de despedida y un poco de los ahorros que tenía guardados bajo el colchón. "Para el viaje", le dijo, dándole la espalda antes de que el hombre pudiera decir algo.

De eso hacía quince años de soledad. Ellos habían sido los últimos en irse de su vida. Desde entonces, Sonia espera la muerte en esa casa oscura. Se dice todos los días que le gusta estar sola, que es mejor así, que la gente se va y que es normal. Que, como ella, hay muchos viejos en el mundo sin nadie que se preocupe de ellos. Antes de que la televisión que tenía dejara de funcionar, veía de vez en cuando en las noticias que habían encontrado a algún anciano muerto en su casa después de varios días, a veces por el olor, a veces porque alguien, al fin, se había acordado de su existencia. Ya ha asumido que a ella le pasará igual, que probablemente sean esos mismos perros que ahora aúllan en la distancia los que seguirán el olor hasta dar con su cuerpo.

"El mundo podría estar por acabarse y nadie me avisaría", piensa, al tiempo que sus manos comienzan a desarmar el tejido. Tirón a tirón, desaparece la manga derecha, luego la izquierda y después el resto, de abajo hacia arriba, hasta que el cuello se desvanece junto con todo lo demás.

Los perros siguen aullando cuando ella comienza de nuevo. Por última vez, sin saberlo. 


GRACIAS POR LEER :)

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