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Lo viejo

Recuerdo ese momento como muy crucial. El momento en que lo decidí. No siempre es fácil armarse de valor y convencerse de que es mejor morir en el mar que instalado y sobreviviendo en una isla de mala muerte. Creí firmemente que ya no se trataba de sobrevivir o morir sino que el tema era más bien elegir el modo y el lugar de mi muerte. Mi decisión fue rápida, una lancha de troncos y a la mar. Estuve meses preparando el viaje. Os podéis imaginar que me preparé bien. Me llevé conmigo todos los alimentos que pude, esos que conseguí generar. Empleé todos los restos que pude del antiguo barco y me aseguré de cargar conmigo las bengalas de salvamento. Confié mucho en ellas. Aun no sé si fue algo determinante o no.

El mar es el peor aliado. Te hace flotar y te desplaza sí, pero siempre va a decidir él dónde te llevará. Él decidirá si mecerte o marearte, si arrastrarte o sumergirte. Supongo que es algo que os va a costar imaginar pero desde mi perspectiva era algo terrible y aún así lo preferí a mi huertecito en la isla y a mi cabaña.

Llevaba una semana en el mar y se me había acabado el agua. Necesitaba agua de lluvia, beber el agua del mar es peligroso y no llovía. Nunca llovía. Lo peor de saber que vas a morir es la sensación de incompetencia. Es querer y no poder. El herido que no va a curarse, el hambriento que no puede comer. En mi caso... La sed. A mi me esperaba una muerte terrible y no podía cambiar nada.

Poneros en mi situación porque si no no entenderéis nada. Para eso imaginaros el sonido del mar por todas partes, el movimiento constante del agua, el zarandeo de la balsa. Imaginaros el calor que provoca el sol. Y la balsa, de unos 3 metros cuadrados, quizás no os podáis imaginar eso. Una balsa del tamaño de esa roca. En un momento dado decidí nadar un poco, hacer ejercicio. Con tan mala suerte que al hacerlo se me soltó el cabo que me unia a la balsa y una ola la apartó de mí. Eran olas grandes y profundas.

Solo se me ocurrió flotar un poco más, cruzar los dedos (es una expresión que se refiere a confiar en la suerte) y esperar llegar a alguna orilla. No me importaba si regresaba a mi islita. Floté durante horas, inmerso en ese susurro del mar que al final es el silencio de estar solo. En un momento dado perdí la noción de lo que estaba haciendo. Saqué las bengalas e intenté encenderlas, una a una. Estaban empapadas y no tenía fuerzas. Se apagaban al segundo. La última de todas se encendió. Un brillo dorado precioso y un humo bastante colorido. Me sorprendí disfrutando de esos colores. Para que la bengala no sé hundiera lo hice yo. No quería dar por terminado el espectáculo. Mi cuerpo no tenía fuerzas, mis músculos no reaccionaban pero esa bengala! De tan bonita tenía que vivir y deslumbrar el mundo. Al final solo quedó mi mano sujetando esa maravilla. En ese momento en el que el aire ya no está. En ese preciso instante en el que la necesidad te hace respirar a cualquier costo pero no tienes moneda para pagarlo. Allí es cuando la bengala se apagó sumergiéndose conmigo.

El mundo se hizo oscuro, todo el mar me apretó para estrangularme. Mi interior se desgarró volviéndose loco, como un remolino ataca el suelo así sentí yo cada órgano y cada miembro. No pude hacer otra cosa que intentar respirar. Sí, en ese momento respiré agua por primera vez.

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