¡Viva México!
Advertencia de lenguaje fuerte
Era la quinta vez que Mauricio escuchaba De rodillas ante ti de los Moonlights en el tocadiscos. La letra le recordaba a Víctor. Pero no lo admitía ni para sus adentros, y prefería mirar por el balcón lo radiante que se encontraba aquel típico día de septiembre.
Para quitarse cierta espina, Mauricio apagó la consola y fue al teléfono. Levantó el aparato, vaciló, giró el disco tan solo un par de números y colgó, y así varias veces. Se armó de valor una vez tomó aire.
—¿Bueno? —dijo un joven del otro lado de la línea—. ¿Bueno? ¿Quién habla? Puedo oír su...
—¡Qué jais, manito! —saludó Mauricio con forzada alegría—. ¿Cómo estás?
—Ah, hola, Mau, mira... este... no es buen momento... yo... eh... estaba ocupado.
—¿Estabas? ¿O sea que ya no? —preguntó con socarronería.
—Sí, este, de hecho todavía lo estoy. Este, te veo otro día. Adiós.
—Espera, manito, ¿te vas a poner así?
—¿Cómo así?
—Ya, Víctor, tranquilo. Te lo digo rápido. ¿Qué tal si tú y yo...?
—¡Sí! —le gritó Víctor a alguien al fondo. Mauricio no había escuchado ninguna voz—. Quisiera colgar, amigo, creo que mi abuela quiere algo.
—¿Me estás pidiendo permiso? —volvió a preguntar Mau con cierta burla.
—Es que tengo que...
—Ya, te conozco, manito, ya sé que nadie te está pidiendo nada. Mira, iré al grano para que no te me espantes. ¿Tienes planes para el quince?
—No, creo que no. No me acuerdo. Espera, sí. Mi abuela.
—¿Tu abuela qué?
—Ella... hará una fiesta. ¡Charros! ¡Cómo no recordaba! Si vendrán mis tíos, y hasta habrá pozole y todo. Ella lo cocina bien rico.
—Ah, bueno, entonces te visitaré.
—¡No!
—¿No? ¿Por qué no, manito?
—Son muchos tíos. Qué digo muchos. ¡Demasiados!
—Víctor.
—¿Qué?
—Yo sé que no harás nada. ¿Sería mucho pedir si me acompañas a Atlixco? Hay algo muy importante que tengo que decirte.
Mauricio escuchó el ruido de un largo y tendido suspiro de resignación.
—¿A-a a Atlixco? —quiso confirmar Víctor.
—S-sí —lo arremedó Mauricio con exageración—. ¡Ja, ja, ja! ¡Ánimo, manito! Como hace tres años, ¿recuerdas? Fuimos con todos los del curso, y acampamos en las faldas del Popo. Qué viejos tiempos. Ahora quisiera ir contigo nomás, ¿qué dices?
—Pues...
—Se pone muy buena la celebración por allá en el Grito. Y se ponen también puestos de antojitos. Allí hacen unas garnachas bien riquísimas, ¡papá!, qué chulada. —Hizo un anillo con el pulgar y el índice y lo besó—. Allá vamos a tragar como reyes y acá como bueyes. Ándale, manito, y gritaremos el «viva México» con el alcalde.
—No lo sé, amigo, la verdad es que no creo que sea buena idea.
—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo? ¡Es Atlixco! ¿Cómo no va a ser una buena idea? Ese pueblo es muy bonito. Se ve bien cerca el volcán. ¿Ya no te acuerdas de que nos la pasamos bien con los muchachos?
—No es eso. Es que... —De nuevo tomó aliento, y por último ya solo farfulló—: tú-te-metes en-rollos-muy-peligrosos.
—¡Ja! ¿Cómo que rollos peligrosos?
—Pues como la semana pasada cuando fuimos a la inauguración del metro. Dijiste que íbamos a ver cómo funcionaba el tren. Fue muy interesante y todo eso, pero yo ni siquiera sabía que iba a estar allí el presidente. Y como se empezó a juntar un montón de gente, se te ocurrió hacer que muchos corearan contigo insultos al Ordaz.
—¿Qué tiene, manito? Diversión no faltó. Y bien que gritaste un par de veces, no te hagas güey. La pasamos bien —recalcó Mauricio.
—Fue divertido hasta que empezaron a llegar las tanquetas del ejército. Y podría gritarle «cara de chango» otra vez si lo quisiera, pero no con un montón de fascistas detrás de mí esperando dispararme solo por pegarle de insultos al presidente. Mi abuela vio el noticiero aquel día y me tiró un sermón entero de por qué lo que hicimos fue peligroso.
—Te preocupas demasiado, manito —aunque sabía que el otro tenía razón, intentó suavizar la situación con unas risas—. Nomás vinieron a vigilarnos, y ya. No pasó nada. Y no trates de regañarme porque la verdad es que no me arrepiento. Si yo me encontrara a ese pinche cara de chango de frente, no solo le gritaba sus verdades, también le...
—Sí, ya sé. También es bien sabido en la escuela que incendiaste una tanqueta.
—Y esos idiotas jamás me encontraron —se regodeó con sus hazañas.
—Lo que haces es estúpido, Mauricio. No quiero ir contigo a Atlixco, porque ahora se te va a ocurrir, no sé, organizar una revolución o algo así.
—No inventes, Víctor. ¡¿Qué clase de gente crees que soy?! —sonaba molesto—. No tiene ninguna comparación. Cuando fuimos a la inauguración del metro nomás éramos unos chiquillos riéndonos de un viejo loco. El día que quemé una tanqueta el ejército se había metido al plantel para llevarse a unos compañeros que necesitaban ayuda. Los acusaron de puros cargos falsos. ¿Acaso piensas que no tengo sentido común o qué?
—Pues Carla me lo ha dicho varias veces y siento que tiene razón, la verdad —insistía Víctor en su punto—. A veces pierdes el norte y por puro juego te gusta llevarle la contraria al Gobierno. Para ti es una broma meterte con esas personas.
—Ah, conque Carla te habla de mí, ¿eh?
—Sí. A veces incluso mi abuela; aunque otras veces la veo un poco dura, me ha dicho cosas sensatas sobre lo peligroso que es liderar grupos estudiantiles y dárselas de líder comunista.
—Ah, ¿eso te dice? —preguntó Mauricio, ofendido—. No tiene ni puta idea.
—Lo siento, amigo, es que debes...
—¡Vete al carajo, Víctor! No soy ningún puto líder comunista. ¿Tú crees que yo soy el Che Guevara o qué? Yo nunca ando conspirando para atacar a los gringos. Yo solo defiendo a mis amigos y compañeros. Carla tampoco sabe nada, puesto que ella es de esas güeras bonitas y privilegiadas que solo se preocupan por el tipo de ensalada que van a comer.
—Mauricio, por favor...
—Tú solo la quieres porque se parece a Angélica María, no me mientas. Ella nomás te dice que hacer. Ni siquiera se preocupa por tus sentimientos o decisiones. ¿Y sabes qué, cabrón? Hablas de Díaz Ordaz como si mereciera respeto. ¡Solo te recuerdo que ese hijo de su chingada madre mató a nuestros amigos! —Su voz, que sonaba dolida, estuvo a nada de romperse—. Mató a Fátima, a Itzel, a Gerardo y a muchos otros con los que, de hecho, fuimos a Puebla. Deberías apoyarme con mis locuras de líder comunista, ¿no?
—Mau, perdón, no quise... es que... tengo miedo de que nos ocurra algo.
—Sí, lo sé, Víctor. Tú siempre tienes miedo.
—Perdóname.
Mauricio reflexionó un par de segundos.
—Y eso es lo que me gusta de ti, manito, que eres como una florecilla. —Suspiró—. No, tú perdóname por gritarte. Me descontrolé. Mira, si te llevo para allá es porque voy a cuidarte. No dejaré que mi sed de rebelión haga que la CIA venga a buscarnos. Te lo prometo. Y haré lo posible por que ningún agente gringo te vuele los sesos.
Víctor se animó a reír.
—Y ¿qué querías decirme? —dijo—. ¿Qué era tan importante?
—Para saberlo tendrás que venir conmigo.
—Mau, por cierto, tengo que ser muy sincero.
—Escúpelo.
Hubo una pequeña pausa que para Mauricio fueron como minutos.
—Lo de la otra vez... el beso que me diste... no debió suceder.
—Pues no suenas muy arrepentido —le respondió, otra vez, con afán de burlarse—. ¿Que también de eso tienes miedo o qué?
—No, es solo que... ¡No! No tengo miedo. Nada más no soy joto, ¿sí?
—Ah, ya veo —replicó Mau poco convencido.
—¡Van a pensar cosas de mí que son incorrectas! ¡Me van a encasillar! Carla se va a enterar y se va a burlar de mí, y seguro se lo contará a sus amigas. Ya ves cómo son las mujeres, les encanta andar de chismosas comparando el tamaño de los penes de sus novios, criticar lo que otras mujeres compran. Tú sabes. Y si mi abuela se entera me va a echar de la casa a escobazos. Es bien fregona con sus opiniones, la conoces bien.
—Bueno, pues si tu abuela te echa te vienes a vivir aquí conmigo. Chance y me ayudas con la renta. Acá en el tianguis podrías ayudarme con el puesto.
—Mau...
—Y si tu Angélica María te rechaza, pues eso solo quiere decir que al final no fuiste su Edi-Edi, así que mejor si te deja. Que se vaya con sus amiguitas las tontas a hacer infeliz a otro pobre tarado, ¿no?
—Yo quiero mucho a Carla.
—Eso es porque te gusta consumir pura fayuca de mala calidad —dijo Mauricio con sarcasmo, aunque en su interior percibió un atisbo de celos.
—No sé cómo es que, a pesar de que te rías de mí todo el tiempo, siempre pareces tener la razón.
—Yo siempre tengo la razón, manito, tal vez sea por eso, ¡ja, ja, ja!
—Está bien, tú ganas, iré contigo el lunes.
—Órale, manito. Vamos a gritar en la plaza, a comer como cochinos y al Popo a acampar.
—Mejor solo hagamos senderismo de día, ¿no?
—¿Por qué?
—De noche se pone muy tenebroso el bosque.
Mauricio explotó en carcajadas.
—¡Eres toda una florecita delicada, manito! No te preocupes, que yo te cuido.
***
A pesar de que el día del Grito de Independencia caía en lunes, hubo fin de semana largo; se habían anulado las actividades del lunes y del martes, y a pesar de que había más días para que la pasaran juntos, para ambos fue suficiente solo estar durante el festejo. Cada uno de ellos esperó el día con mucha ilusión, Mauricio más que Víctor.
Se llegó, pues, la mañana del quince de septiembre y Mauricio llegó en su camioneta a las afueras de un condominio en Tlatelolco. Los altos edificios le traían muy malos recuerdos al joven, pero pronto se le pasó al reconocer a la distancia a su amigo. Un agudo sentimiento de nostalgia, sin embargo, hizo que Mauricio condujera la conversación a aguas un tanto turbulentas.
—Sí, Mau, tienes razón —decía Víctor sosteniendo su delgado rostro sobre los dedos—. Se siente raro ir a Puebla sin la loca de Fátima. La última vez que fuimos ella iba cantando a todo pulmón las de Leo Dan, ¿te acuerdas? —Esbozó una sonrisa—. Se sabía todas completitas. Si algo no conocía Fátima era la vergüenza. A mí hasta me da pena cantar en la regadera.
Mauricio estaba de acuerdo, lo denotaba con una sonrisa.
—Ella e Itzel se juntaban y eran un verdadero desmadre —comentó.
—¡De veras! Itzel... Itzel... A veces me caía muy gorda. ¡Siempre se burlaba de mí!
—¡Ja! Querido manito, todos se burlaban de ti.
—Ya ni me recuerdes eso, Mau.
El resto del viaje fue tranquilo. Los jóvenes recorrieron la autopista en silencio, de pronto con alguna charla sobre el pasado. En ocasiones se miraban en cierta forma, cuando bajaban a repostar, pero en ningún momento tocaron aquel suceso acaecido —el otro suceso— durante la inauguración del metro de la Ciudad de México.
Después de unas tres horas, Mauricio y Víctor por fin llegaron a Atlixco, un pueblo pintoresco y rodeado de prados, montes y bosques ralos de coníferas. Hacía más frío allí que en la capital, por lo que tuvieron que abrigarse un poco más.
La tarde discurrió entre paseos por el zócalo del pueblo y charlas en La Rosita, una paletería que venía muy bien para la hora del día. Reservaron más tarde una habitación en la Casa de la Audiencia, cuyos lujos ocuparon buena parte del presupuesto. Disfrutaron de la arquitectura de la posada y de los edificios contiguos, e incluso jugaron a los juegos que rodeaban el quiosco. Se divirtieron como dos amigos.
Después de que hubieron festejado con el «viva México» junto a los demás habitantes de Atlixco, los muchachos se dieron un festín con la comida. Mauricio tenía mucha razón respecto a la calidad de la misma, pues las garnachas no decepcionaron. Pero acabaron exhaustos hasta la medianoche, así que decidieron irse a descansar.
El dormitorio parecía mejor de día que de noche, no así el ambiente; los fuegos artificiales no se detuvieron pasadas las doce y cuarto. Mauricio tuvo la fantástica idea de gritarles que se callaran, lo cual no funcionaba, desde luego, y Víctor se divertía con las ocurrencias de su acompañante. Luego, el joven recordó que había un pendiente.
—¿Y qué querías decirme que era tan importante? —quiso saber Víctor.
Mauricio se había quedado en silencio. Apretó la almohada y enseguida la lanzó a un lado, aunque sin violencia. Víctor tragó saliva como si hubiera insultado a su amigo y se temió lo peor. Ya hasta preparaba este sus disculpas, pero notó a tiempo que Mauricio quizás esperaba las palabras adecuadas para dar alguna confesión. Aquel incluso se dio el lujo de sacar un cigarrillo de un paquete y encenderlo. «¿Qué agobio llevará por dentro?», se preguntó Víctor.
—¿Qué dije, Mau?
Pero el muchacho solo se acercó a la ventana y miró los coloridos destellos en el cielo, que se desvanecían tras los estallidos.
—¿Qué pasa?
—Tengo cáncer.
—¿Qué?
—Que tengo cáncer —volvió a decir Mauricio, ahora encogiendo los hombros cual si dijese nada—. Lo siento, manito, creo que tendrás que seguir tu vida sin mí. Solo arreglé este viaje para despedirme de ti. De verdad te voy a extrañar.
—¿Es otra de tus bromas?
—No...
—¿C-cuándo supiste?
—No tiene mucho. —Esta vez, quien hablaba con miedo era Mauricio—. Habrán sido dos o tres días después de que fuimos a la inauguración del Metro. Como el seis o siete. Desde allí solo pensé en ti y en que debíamos decirnos adiós o...
—¡¿Por qué no me lo dijiste antes?!
—Oye, tranquilo, ¿cómo se supone que deba tomar yo la noticia de que voy a morir? A la ligera no, de eso sí estoy seguro.
Víctor se levantó de la cama con mucha determinación y apretó los puños. Los ojos le brillaban gracias a la luz amarillenta.
—¡Yo pensé que me declararías tu amor o algo así! —alegó—. Todo el puto viaje temía que me dijeras que me amabas o que me pedirías que cortara con Carla, ¡y me sales con esa pendejada!
—¡Tranquilízate! No es ninguna pendejada. Se trata de mi vida, ¿sí? Además ¿cómo te iba a decir? Me dejaste de hablar solo por un beso que te di. Nos miramos y había mucha tensión, no me lo vas a negar, y tú te fuiste corriendo como nena a esconderte detrás de las faldas de tu Angélica María esa.
El otro solo alcanzó a balbucear con unos aspavientos, y al final, en lugar de responder, tiró un manotazo, tomó su chamarra y se dirigió a la puerta.
—¿Te vas? —se mofaba Mauricio—. ¿De regreso al DF?
—Me iré en camión.
—Ajá, ¿y dónde lo tomarás?
—Ya veré dónde. Preguntando se llega a Roma.
—Ni trajiste tanto dinero. Yo te invité.
—Mendigaré, me vale. —Y dicho esto, Víctor dio media vuelta.
—Vale, ya, espera. ¡Espera! ¡Víctor! —Él obedeció y ambos se quedaron a la mitad del pasillo—. Es mi decisión. Tienes que respetarla.
—¡Estás pendejo, Mauricio! ¿Cómo voy a respetar eso? Busca un tratamiento, ve a una clínica, qué se yo, háblale al Seguro para que te ayude. Si te diagnosticaron, y si aún es temprano, puedes incluso curarte o algo así. ¡¿Por qué chingados preferirías morir?!
—Es que...
—¿A qué le tienes miedo? —Víctor se sentía raro al ser quien preguntara aquello.
—A nada... yo...
Víctor maldijo, recapacitando, pero continuó furioso.
—Mauricio, piénsalo bien. —Se acercó y lo tomó de los hombros—. Es de tu vida de lo que estás hablando. No lo decidas como si fuera cualquier cosa. Lo digo en serio: busca ayuda.
—¡¿Y de qué sirve?! Gastaré en medicamentos por el resto de mi jodida vida. Pagaré cosas muy caras. No tengo seguro, por cierto, porque trabajo en un pinche tianguis. Sí, se saca buena feria con la merca que vendo, pero no es suficiente. Tenía esperanzas de acabar la carrera, pero se me atravesó esta mierda. Y no me imagino calvo y conectado a una máquina mientras una anciana me da de comer en la boca. Ya no tiene sentido, manito.
—Estás cometiendo un error...
—¡¿Por qué?! ¿Y por qué demonios te importa tanto, si soy un peligro para ti? Haré que los demás piensen mal de ti o provocaré que algún día te arresten. O peor: los del Batallón Olimpia te matarán por mi culpa. Eres el único de nuestro grupito que quedó vivo. Además, ya me quedó claro que tú no eres homosexual, y tampoco podré convertirte ni nada de eso. Yo solo pensé que sería más fácil si solo seguía como si nada hubiera ocurrido.
Víctor cerró los ojos con irritación, pero insistió.
—¡Tonto! ¿Y para qué me trajiste entonces? ¿Para decirme que prefieres morir porque crees que no me importas? Ven, vamos adentro. —Cerraron la puerta—. No uses tu enfermedad para manipularme, cabrón. ¡Vive tu vida por ti y no por mí ni por nadie!
Mauricio volvió a su cigarro y fumó con mayor tranquilidad. Asentía una y otra vez, aunque con un deje de necedad.
—Escúchame bien: te quiero mucho —continuó Víctor—, pero yo amo a Carla. A pesar de que opines muy mal de ella, lo es todo para mí. Estar con Carla no hará que te deje de querer, ¿entiendes? Estaré a tu lado, pero por favor, no te vayas.
Aquel se dio tiempo de terminar su cigarro.
—Nunca te había oído con tanta seguridad, manito. Es más, creo que es la primera vez que te oigo seguro de ti mismo, ¡ja, ja!
Víctor aceptó el alago con alegría.
—Todavía es temprano —dijo Mauricio—. Vamos a pasear.
—Órale.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro