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Viva México


               Nunca había celebrado el grito. Estaba acostumbrada a escuchar las luces de septiembre desde mi habitación. Cada septiembre, mientras sentía el retumbar de los fuegos artificiales en mi pecho, imaginaba de lejos los vibrantes colores que se posaban en el cielo nocturno de la noche.

Por eso mismo, cuando Juana y Bautista me invitaron a Guanajuato la semana pasada para el festejo del grito, no había manera en que yo me negara. Pero, ahora que han pasado los días y recuerdo aquel día, estoy segura, de que no habría nadie en esta tierra que me creyera si les contara acerca de los coloridos pájaros de papel que volaron esa noche.

Vivimos a cuarenta y cinco minutos de Guanajuato. Nos fuimos por la libre. Es una de mis carreteras favoritas por las peculiares curvas del camino. Rentamos un diminuto departamento en el centro de la ciudad, sobre la calle Ayuntamiento, en la esquina de Tenaza, a dos minutos caminando del Teatro Juárez. Parece un lugar sacado de una película antigua. Es imposible entrar a ese lugar sin que los colores del lugar no te atrapen. Lo primero que se ve al llegar es la diminuta cocina. Menos de un metro cuadrado decorado con brillantes mosaicos amarillos. El suelo, en cambio, es rojo brillante en toda la estancia. El lugar supura una armonía curiosa con los toques azules de las paredes. Lo más curioso de todo es la sensación de regresar en el tiempo. El lugar te obliga a ello.

—¿Cuándo fue la toma de Granaditas? —preguntó Juana—. Fue en septiembre también, ¿no?

—Sí. Creo que el veintiocho —contestó Bautista.

—Debió haber sido horrible.

Y hubo un ligero silencio.

Yo estaba acostumbrada a visitar esta ciudad con frecuencia. Mi padre se graduó de la Universidad de Guanajuato cuando yo era muy pequeña, así que solía traerme cada fin de semana a pasear por las calles y ver las coloridas casas que parecían pelear por estar tan cerca como pudieran la una de la otra. De estos recuerdos solo me quedan en la mente manchas borrosas. Lo que tengo vivo en las memorias es la oscuridad de los túneles. Eso y el mirador. Todavía tengo la fotografía donde posamos frente al pequeño barandal, mirando hacia la cámara con las calles de intrincadas formas detrás de nosotros.

Así que estaba acostumbrada a las aceras ajetreadas. Pero eso era otra cosa comparado con cómo estaban las aceras el quince pasado, la noche de la celebración.

Era impresionante. El tumulto de gente que andaba, las decoraciones que brillaban entre las calles, las luces de colores que adornaban los edificios. Verdes, blancos y rojos por donde pusieras los ojos. El olor de los antojitos se presentaba por doquier. Las mesas del exterior de los restaurantes de la calle principal estaban atiborradas. No se me quita de la cabeza la imagen de una pareja contenta que estaba comiendo pozole verde en una de aquellas mesas, la señora llevaba unas trenzas larguísimas decoradas con listones blancos, el hombre vestía la camiseta de fútbol de la selección mexicana. A donde quiera que voltearas había un ruido vibrante que te alegraba el alma.

Escuchamos de lejos la callejoneada. Repentinamente me sentí arropada por un sentimiento de encanto dentro de la fiesta callejera. Mientras iba siguiendo a la fila infinita de personas, entre el canto de los instrumentos y las voces de todos, me di cuenta de que, aunque estaba perdida en el laberinto de las calles, había una pertenencia inigualable. Me sentía en casa.

Terminamos con las caras pintadas cerca del departamento, de nuevo estábamos frente al Teatro Juárez. El grito se hace en la Alhóndiga de Granaditas, a una cuadra de donde estábamos, la gente ya estaba caminando para ese lado y nosotros decidimos ir al sitio.

Saliendo del teatro te encuentras con los característicos árboles cuadrados de los jardínes. A la izquierda se encuentra una calle angosta de nombre Luis Obregón, solo hay que seguirla derecho. Durante el trayecto, después de un par de minutos, encontrarás la Basílica. Aquella pintada de un brillante amarillo donde todo el mundo llega a tomarse fotos para compartirle al mundo que está en Guanajuato. En esa plaza hay una placa que se lee: «GUANAJUATO. PATRIMONIO CULTURAL DE LA HUMANIDAD». Luego se debe de seguir derecho, andar por los establecimientos propios de casas viejas con colores peculiares, llenos de artesanías, comidas, ropas y todas las cosas coloridas que se puedan imaginar. Cualquiera que pasa por los cientos de puertas que hay entre las calles corre el peligro de enamorarse por la bonita arquitectura que cargan algunos de los edificios. Y es que a uno le bastaría curiosear entre las estrechas esquinas para perderse, pero para llegar a la Alhóndiga de Granaditas todo lo que tiene que hacer uno es seguir la calle que se inclina desde la fuente de la Basílica. Se siente como una eterna calle, aquello que lo salva a uno de ese bonito laberinto son algunos de los letreros que indican el camino. El más curioso de ellos se encuentra al pasar al lado del jardín Reforma, ese que lleva un «momias» con una flecha que te indica ir hacia delante. Unos tantos metros después, en un punto, justo cuando la bajada comienza a inclinarse aún más y uno siente como si fuera a caerse, uno se topa con un gigante arco de fachada minuciosa: el mercado Hidalgo. Es ahí donde uno debe voltear a la derecha. No hace falta más que mirar al fondo, ahí se encuentra una de las esquinas de la colosal edificación rectangular: la Alhóndiga de Granaditas.

No sé en qué momento del trayecto me desprendí de Juana y de Bautista. De un momento a otro estaba rodeada de gente desconocida. Todos seguían caminando hacia delante, acomodándose en los espacios que habían disponibles. Entre la diversión terminé engullida por el río de personas y dejé que me llevara.

De repente, en una de esas ocultas esquinas curiosas, volteé hacia arriba. Había unos hilos gruesos que conectaban las paredes de dos casas. Y de los hilos había cientos de pájaros de papel de colores que colgaban curiosos. Cuando parpadeé, los pájaros se echaron a volar. El ruido de sus violentos aleteos se llevó todo el sonido que me acompañaba.

Me estremecí al voltear, porque caí en la cuenta de que el río de personas había desaparecido por completo. Me había quedado completamente sola. Las luces brillantes se habían esfumado. Un silencio apabullante marcaba la calle que antes estaba llena de vida.

Tuve que caminar sin desprender mi mano de las paredes, la penumbra era densa, temía caerme si no lo hacía. Sentí que el suelo estaba plagado de agua y miré abajo. No podía ver con claridad, pero por la calle donde andaba, había un callado río extraño que entibiaba las plantas de mis pies.

El olor. No puedo olvidarme del olor. El intenso olor del humo calaba en mis pulmones, estaba en todo el aire alrededor de mí. Habría hablado, pero tenía la sensación de que mi voz estaba atrapada. Cuando sentí que el olor se concentraba traté de detenerme para volver, traté de andar hacia otro lugar, traté de golpear mis mejillas y morderme la lengua para despertar. Era imposible. Estaba atrapada dentro de mi propio cuerpo y este solo quería seguir adelante. Así que seguí avanzando en la penumbra.

Mi pecho ardía, los pies me quemaban, había algo oscuro en todo ese silencio, y al mismo tiempo, había una paz tenebrosa que lo acompañaba.

Tropecé. Algo pesado estaba frente a mis pies y no pude esquivarlo a tiempo, trastabillé hasta quedar en el suelo y mis palmas se enfrentaron al río de la calle. En ese momento por fin lo comprendí. Era un río de sangre.

Y aquello que había detenido mi camino, era el cuerpo de alguien.

La débil luz que otorgaba el cielo nocturno no me permitía ver muchos detalles. A tientas me di cuenta de que el cuerpo estaba inerte, frío, muerto. Estaba lleno de heridas, masacrado. Intenté alejarme de este, pero aquello que me había atado la voluntad persistía. Mis piernas volvieron a levantarse y con las manos llenas de sangre, seguí tanteando las paredes. No dudo haber dejado un rastro rojo sobre ellas mientras caminaba apoyándome en ellas.

Uno, dos, siete. Decenas y decenas de cuerpos. Acomodados como si fueran costales. Niños, mujeres, hombres, ancianos. Segundos eternos mientras rodeaba los rostros inertes. Segundos más eternos aquellos donde por accidente mis pies tropezaban con uno. La muerte no hacía distinción entre ninguno. Las moscas, que tranquilamente estaban dormidas, seguramente soñaban con el festín de todas las personas que en ese entonces yacían en las calles y alimentaban al río de sangre.

Hubo un momento, donde las paredes se acabaron y mi cuerpo se detuvo. Miré hacia atrás. En el fondo, donde ahora yacen las jardineras con los árboles frondosos, se veían los tumultos de tantos y tantos muertos. Apilados unos sobre otros, susurrando cosas que solo los muertos pueden entender.

La noche callada lo observaba conmigo. El costo de la libertad.

¡Vivan los héroes que nos dieron Patria y Libertad!

Los coloridos pájaros de papel me atravesaron el cuerpo y me imaginé entonces, que estos habían vuelto a los hilos negros. El ruido de las calles regresó a mis oídos. De nuevo estaba rodeada de personas. Y todas ellas gritaron al unísono: Vivan.

¡Viva nuestra Independencia nacional!

Mis manos aún se aferraban a la pared y pese a que no había rastro alguno de nada sobre ellas, seguía sintiendo como si estuvieran llenas de sangre. Enfrente de mí había una placa. Y todavía queda viva en mi mente la inscripción: «En la tarde y noche del 28 de septiembre de 1810, multitud de cadáveres de insurgentes fueron sepultados en este río. Estos perecieron heroicamente ese día en la toma de la Alhóndiga de Granaditas y ciudad de Guanajuato».

¡Viva México!

Y ahí. Con la mirada hacia la Alhóndiga, parada en lo que debió de ser el río de sangre, mi grito se hizo eco junto al grito de los otros miles de mexicanos que estaban de pie celebrando.

¡Viva!

Esa noche fue la primera vez que pude ver los fuegos artificiales de tan cerca. Y mientras explotaban allá arriba las luces en el cielo tenía la sensación de que todos lo sabíamos, el eco de las explosiones cerca del corazón nos lo recordaba. Todos cargamos aquello que nos dio libertad: la historia de la sangre derramada en nuestra tierra.





Conteo de palabras:

1761  c:

Nota:

El 28 de septiembre de 1810 los insurgentes con Miguel Hidalgo tomaron la Alhóndiga de Granaditas en Guanajuato. De esta batalla es donde sale la historia del Pípila, un hombre que prendió fuego a la puerta de la Alhóndiga para que pudiera entrar el ejército (yo desconozco si sea real o no). Cuentan que fue un caos total. Una brutal matanza sin piedad contra todo aquel que estuviera dentro de la edificación. Se cuenta que había ríos de sangre por ahí. La placa que aparece en el cuento es de verdad. Hay otras tantas por las cuadras de ahí.

Les dejé algunas fotitos por si gustaban ver cómo eran algunas de las edificaciones que describo en el cuento c:

¡Espero les haya gustado!


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