Prólogo
Todo estaba preparado. La expectación de la muchedumbre no pasaba inadvertida. Observaba desde detrás de las rejas cómo a cada segundo, la plaza se llenaba más. No había espacio ni para el aire.
Miré hacia ellas: mis dos hermanas, mi hermano pequeño, que no era más que un bebé, y mi madre. Ella se había rendido. Lo pude ver en sus ojos, apagados. No deseaba devolvernos la mirada, para no contagiarnos su pesimismo; sabía que nada había ya por hacer. Nada. Nadie saldría en nuestra defensa. Una vez que la chispa iniciaba el fuego, sólo se podía observar como las llamas desolaban todo a su paso.
Ese era nuestro destino, no podíamos luchar.
La campana de la iglesia cercana comenzó a repicar frenéticamente un lúgubre canto fúnebre. Las seis. Nuestra hora había llegado. Escuché como el carcelero se acercaba a nuestra celda. El tintinear de las llaves al rozarse entre ellas con cada paso que daba lo hacía más escalofriante.
Pensé, con tristeza, en cómo una simple acusación, aunque fuese falsa, podía acabar con la vida de cualquiera. Con tu propia vida.
El carcelero nos miró con su estrafalaria sonrisa llena de huecos mientras nos abría la puerta de la celda que no nos llevaría a nuestra libertad, sino a nuestro destino final.
Uno a uno, salimos del estrecho y sucio habitáculo, pero no lo hacíamos aliviadas, sabíamos a dónde nos dirigíamos y no existía la posibilidad de dar vuelta atrás.
Abría la comitiva mi madre, seguida de mis hermanas pequeñas. Yo, la mayor de los cuatro, cerré la comitiva con el pequeño en brazos. Mi madre no tenía fuerzas para llevarlo, las había agotado todas hacía días, después de pelear, gritar, defenderse e incluso entregarse a todos y cada uno de los guardias de la prisión para conseguir nuestra libertad. La nuestra. Ella sólo quería ponernos a salvo. No le importaba morir, solo deseaba salvarnos a nosotros.
Caminábamos despacio. Los demás reos nos miraban avergonzados, porque sabían que era una atrocidad injustificable.
La rabia me consumía como un fuego interno. Las lágrimas me nublaban la vista, aun así, seguiría, no permitirían que me arrebataran lo único que tenía y que me pertenecía; mi orgullo.
Salimos a la plaza. Nos pasearon entre la multitud. La gente nos daba empujones, nos tiraba fruta y verdura podrida, nos insultaba.
No era capaz de comprender por qué nos odiaban tanto. Ni siquiera los conocíamos. Cuando comenzamos a subir los maltrechos escalones que nos llevarían hasta la pira, me alegré.
Recordé como nos habían sacado de la casa a altas horas de la madrugada.
Se nos acusaba de brujas. Debíamos demostrar que no lo éramos, pero ¿cómo se demuestra una cosa así? ¿No era suficiente prueba que no habíamos huido montadas en nuestras escobas?
Nos colocaron frente a la hoguera. Yo agarraba con fuerza a mi pequeño hermano que no llegaba al año de vida. No entendía que mal podía haber hecho aquel tierno bebé. Pedro era su nombre, en recuerdo de un viejo antepasado de mi madre.
Empezaron a atarnos alrededor de un troco colocado sobre la hoguera, para que no pudiésemos escapar. Primero mi madre, después mis hermanas, en último, a mí. Les suplique me dejaran cargar con el niño en brazos. Pedí que me ataran por la cintura y dejaran mis manos libres para sostenerle. Quería protegerle a toda costa. Aunque sabía que no había nada que hacer. Todos arderíamos en el fuego hasta consumirnos.
El verdugo transigió y dejó que cargara al pequeño Pedro entre mis brazos. Tenía un plan, uno secreto. No se lo había contado a nadie y lo llevaría a cabo sin dudar, porque no estaba dispuesta a dejar que ese bebé sufriera una muerte tan cruel, ni él, ni mis hermanas. Había conseguido tener las manos libres y eso me daba la oportunidad de restarles sufrimiento a ellas.
Yo no sufriría como ellas, era capaz de burlar el dolor, por eso no me importaba no tomar la cicuta. Solo me apenaba que en esta vida, tampoco había sido capaz de encontrarle. Sabía que existía, que estaba en algún lugar buscándome igual que yo a él, pero había sido incapaz de encontrarlo. Parece casi imposible que coincidiéramos en el espacio y en el tiempo. Eso me frustraba. Quería experimentar, aunque sólo fuese una vez, cómo se sentiría notar la conexión única con mi otra mitad. Deseaba sentirme completa aunque sólo fuese un instante. No me importaba no poder llegar a fundirme con él en un abrazo o en un beso, tan sólo verlo me haría feliz. Pero otra vez me iría de esta vida sin verle. Otra maldita vez a empezar de nuevo. Comenzaba a estar cansada, había perdido la cuenta de cuántas vidas había vivido sólo para encontrarle. En cada vida, una nueva familia a la que amaba y en todas acababa igual, de forma catastrófica antes de dar con él.
El verdugo se acercó con una antorcha, comenzó a prender la hoguera en diferentes puntos, para asegurarse que el fuego no se apagaría antes de quemarnos. Observe que la madera estaba verde aún. El más doloroso castigo por ser brujas. La madera verde tardaba más en arder, por lo que la muerte era más lenta, más dolorosa.
El calor comenzó a llegar, mis pequeñas hermanas comenzaron a gritar asustadas. Mi madre no emitía ningún sonido, sin duda había perdido el juicio. Mejor. Así no sufriría. El pequeño Pedro lloraba desconsoladamente y se revolvía incómodo entre mis brazos. El humo nos nublaba la visión; era el momento. Del bolsillo de mi raído delantal, saqué el pequeño bote de cristal. En él había un poderoso veneno. Cicuta. Me habían asegurado que un sorbo y la muerte llegaría rápida y placida, como un sueño.
Miré a mis hermanas y entendieron. Abrieron la boca y les ofrecí un sorbo a ambas. También al pequeño Pedro. Obligué a mi madre a abrir la boca y tragarlo.
El fuego creció en intensidad, de manera inesperada. Era casi imposible respirar. Observé mi alrededor, todos habían exhalado su último aliento, menos yo. Era consciente desde el principio que el veneno no bastaría para todos. Pero no me importaba, no sufriría. No gritaría. Ninguno lo haríamos.
Los espectadores hablaban en un suave murmullo, esperando oír nuestros gritos, unos que no llegaron. Habían muerto sin dolor, eso me aliviaba el alma. No me gustaba contemplar a los que amaba sufrir, aunque por alguna extraña razón me había tocado presenciarlo una y otra vez, siempre igual. Cambiaba el camino, pero no el final.
Mi cuerpo... podía ver mi cuerpo en llamas, desmadejado como el de una muñeca rota.
La multitud seguía esperando en silencio, no entendían porque no se había escuchado ni un solo gemido desde la hoguera. Cinco personas abrasadas y ni un solo grito. ¡Qué desilusión!
Los comentarios no se hicieron esperar. No habíamos padecido ni suplicado perdón, ¿qué más prueba necesitaban ahora para confirmar que éramos brujas?
Sonreí ante la estupidez de la ignorancia. Entonces, lo sentí. Aun siendo algo que nunca antes había experimentado, estaba segura de que era Él. Le había encontrado. ¿Ahora? ¡Maldita suerte la mía! Justo ahora... Era una broma del cruel destino, ¿verdad?
Allí estaba, de pie entre la multitud. Él no entendía por qué la muerte de una extraña le afectaba de esa manera. Yo sí. Su alma, a pesar de no ser consciente, sentía el dolor por mi pérdida.
Me acerqué, necesitaba tocarle. Sólo una vez. Sentir el calor de su alma junto a la mía. Me aproximé todo lo que pude y lo sentí, un calor inimaginable. La paz, la tranquilidad. Pude notar que también me notaba, su cuerpo se calmó. Algo de su dolor se apaciguó. Era el ser más hermoso que habían visto mis ojos. Era incomparable. Era mi otra mitad. El amor que sentía en ese momento era tan cegador que casi me dejo atrapar.
Casi.
En cuanto lo advertí, emprendí mi huida. Había vuelto a burlar a mi Perseguidor. Me marchaba contenta, al menos, está vez había estado cerca de conseguirlo. Solo un instante, pero la había experimentado, esa sensación única que se quedaría a fuego grabada en mi alma. Ahora, no cejaría en mi empeño por encontrarlo, costase lo que costase. Ahora tenía la confirmación de que en realidad existía, que no era una vieja leyenda de nuestro mundo, había rozado con los dedos la felicidad máxima, había experimentado ese sentimiento, tan grande que no había palabras para nombrarlo, ahora podía irme feliz. Cuando regresara, volvería a buscarlo. Tan solo tenía que volver a nacer y esperar con ansia mi decimosexto cumpleaños, ese día, mi alma recordaría todas mis vidas pasadas, recordaría todo lo malo, todo el dolor, todo el sufrimiento, pero también lo recordaría a él.
Mi nombre es Azul, nací una noche de luna llena. Una noche en la que la hermosa luna, no era brillante y plateada, una noche en la que la luna, era azul. Dicen que las niñas nacidas en noches de luna azul, tenemos un don. Y, al parecer, así es. No soy una bruja, aunque se me haya acusado de ello. Soy una Visionaria, tengo el don de recordar todas y cada una de mis vidas pasadas.
Todas las almas se reencarnan, pero sólo unas pocas elegidas, consiguen rememorar sus anteriores vidas. Yo tengo la suerte de ser una de esas escogidas.
Esta vida ha terminado para mí. Esperaré mi siguiente oportunidad y, aunque tenga que recorrer todo el mundo, le encontraré.
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