Capítulo 8 ¿Reglas...? ¿Qué reglas?
—Mamá, estoy bien —afirmo y me seco las lágrimas con el dorso de la mano.
—¿Qué estás bien? ¿Qué demonios te pasa? Te has desmayado sin mas, ¡otra vez! ¿Igual que el otro día? ¿Esto es lo que te pasó el otro día? Llamaré ahora mismo a una ambulancia.
—No mamá, no ha sido nada estoy bien.
—¿Estás bien? Tiemblas sin cesar, lloras desconsoladamente, gritabas como si fueses a morir mientras yacías inconsciente en el suelo, ¿eso es estar bien? Creo que no, señorita.
—Mamá —balbuceo, pero conozco esa expresión, nada la sacará de sus trece. Había tomado una decisión y la acataría.
—¿Tomas drogas, Azul? —pregunta con el rictus serio y la mirada preocupada.
—¿Cómo? ¿Perdón? — Las palabras se hacen hueco a través de la enmarañada tela de mi mente poco a poco. Hasta que me doy cuenta de lo que sucede y siento como si alguien golpeara mi estómago con fuerza y sacara todo el aire de mi interior.
«¿Me pregunta si tomo drogas? No puede ser...».
—¡Claro que no, mamá! —exclamo a pesar de no tener mucha fuerza, pero estoy molesta —. ¿Cómo se te ocurre pensar eso de mí?
Ella me mira a los ojos, sabe que no miento. Es la verdad, y mi madre siempre lee la verdad en mis ojos. Asiente levemente y se levanta.
—¿Dónde vas, mamá? —mi voz suena estrangulada. Pensar que se va a alejar, de pronto, hace que me sienta angustiada.
—Han llamado —contesta todavía asustada.
¿Han llamado? No he escuchado el timbre. Miro como mi madre se dirige a la puerta. Yo sigo tendida en el suelo, temblando y dejando que alguna que otra lágrima rezagada salga de mis ojos para reunirse en el suelo con las demás. Si me descuido voy a morir ahogada en mi propio llanto, deprimente al máximo.
—¿Estáis bien? —escucho una voz familiar, ¿es Marta? —. Hemos oído gritos y nos hemos asustado. Llegábamos ahora de hacer la compra.
—Pasa, Marta —invita mi madre a la mujer entrar —, no, no estamos bien. Ven y te contaré.
«¿Me va a dejar aquí sola en el suelo de la cocina? ¿Mamá? ¿Mamá? ¡Qué me voy a ahogar en mis propias lágrimas y no sé nadar!».
Pero no voy a estar sola. Cómo no, mi adorado niño diabólico de ojos espectaculares se dirige a mi cocina: yo en el suelo, despatarrada y cubierta por un mar de lágrimas y, para colmo, el demonio llega para regocijarse de mi aspecto.
Su rostro es serio. Iba a decirle algo, pero me da miedo. Me lo puedo imaginar echándome una maldición en plan bruja: «Muajajajaja vas a tener horribles pesadillas muajajaja...».
Sonrío por la ocurrencia a pesar de la situación. A él no parece hacerle gracia, pero claro, aunque hubiese adivinado mis pensamientos no los hubiese entendido. Se agacha a mi lado, justo frente a mí y me coloca un mechón, de los miles que tengo revueltos, detrás de la oreja. Es un gesto incómodo, porque me parece escuchar un leve aleteo en algún lugar recóndito de mi estómago. ¿Pueden dos chicos tan diferentes hacerte sentir mariposas? Al parecer, sí.
—Estás horrible —suelta con su amabilidad de niño diabólico.
—Gracias, supongo —contesto sin saber bien qué más puedo decir a eso.
Me agarra con sus manos en un gesto inesperado que me hace dejar un suspiro de sorpresa, y me levanta del suelo sin aparente esfuerzo. En realidad, es más fuerte de lo que aparenta.
Sus ojos y los míos conectan de nuevo, todo desaparece a nuestro alrededor. Puedo sentir la tensión la veo. Tiene forma de manta espesa y, sin que lo espere, me aprieta contra su pecho.
Me quedo petrificada, puedo notar que es fuerte y su pecho es firme, como la roca que parezco ahora mismo. Noto cómo me arden las orejas y me da miedo que se dé cuenta y al final acabe no solo con las orejas enrojecidas, sino también el rostro.
Y no me apetece que me mire otra vez, tengo que estar hecha un cromo con la cara roja e inflamada por el prolongado llanto. Así que opto por no levantar la cabeza y evitar toparme con esos ojos zafiro que me confunden.
Así qué, entierro profundo mi cara contra su pecho y, sin verlo, sé que está sonriendo. Lo he sentido. No sé porqué eso me agrada. Él baja su cabeza hasta la mía y deja un suave beso sobre ella. Siento más calor. A este paso se me van a derretir las orejas y la cara. Aunque, la verdad, es que estoy cómoda aquí, entre sus brazos. En paz. Esa es la sensación exacta de lo que siento con él. Tranquilidad, calma, plenitud...
Sin darme cuenta los espasmos se han esfumado y las lágrimas han dejado se correr libres por mi rostro.
—Debes hablar con alguien, Azul. —Su voz rompe el silencio y ese momento de intimidad se esfuma tan de repente como ha aparecido. — No puedes seguir así. Un día te va a ocurrir en algún lugar donde nadie pueda ayudarte, y tal vez tengas que quedarte allí para siempre.
Sus palabras me hacen pensar durante unos segundos qué es lo que significan, es como si él supiera exactamente a dónde voy cada vez que me desvanezco.
—¿Allí? ¿Dónde? —pregunto, desesperada. ¿Acaso él sabe más que yo?
—Azul, por favor, habla con mi madre. De paso tranquilizarás a la tuya. Creo que se plantea internarte.
Me ha llevado, sin que me dé cuenta, hasta el sofá de la sala de estar y se ha arrodillado, otra vez, frente a mí. Sus ojos se clavan en los míos sin vergüenza, sin reservas. Puedo ver la preocupación rebosar por ellos, con claridad. Es algo normal, o esa es la sensación que tengo. Esa cercanía parece lo normal entre nosotros, aunque no nos conozcamos apenas. Estoy cómoda y me siento segura a su lado, a pesar de su apariencia diabólica a veces.
Entonces, en mi escrutinio por su rostro, me encuentro con el golpe en el ojo, todavía inflado y rojizo. La nariz también está cubierta por un leve derrame que le da un aspecto enfermizo. Sin ser consciente, mi mano se acerca a su cara y acaricia con suavidad, solo con la punta de los dedos, los lugares magullados.
Él me mira con sorpresa, pero después cierra los ojos, como si disfrutase de la caricia, como si la anhelase. Es algo tan íntimo como un beso. Un suave roce que le hace jadear, a mí también. Es cómo si el paso de mis dedos sobre la piel áspera de su cara hiciera nacer chispas. Noto el estómago con un agujero enorme que ansía llenarse de mariposas.
Es muy guapo, no puedo negar la evidencia. Y, con los ojos cerrados, me permito recrearme en sus largas y claras pestañas, en sus pómulos marcados, en su barbilla recta, su nariz algo aguileña...
Le han lastimado y eso me molesta. Yo he estado allí, lo he presenciado y permitido. Y, aunque sea extraño, me molesta ahora, no antes. Antes... Antes había algo, no, no algo. Alguien, claro.
—¿De qué conoces a Ángel? ¿Y qué era toda esa mierda de esta vez será mía? ¿Hablabais de mí? ¿Qué soy una muñeca en un escaparate? ¿Cómo os conocisteis? ¿Tú también vienes de Francia? ¿Por qué os golpeasteis? Y otra cosa, ¿a ti también te ocurre?
Quería detener la interminable retahíla de preguntas, deseaba no haber roto ese momento especial, pero era incapaz de contener mi lengua ahora que había empezado con todas las preguntas para las que no tenía respuesta.
Daniel se aleja un poco y cierra sus ojos con fuerza. Coge mi mano que aún acariciaba su rostro sin que fuera consciente de ello y se la lleva a sus labios. A esos labios suaves, llenos y sensuales que dejan un profundo beso en la palma de mi mano.
Mi cuerpo se estremece ante el contacto. Todos y cada uno de los nervios de mi cuerpo gritan su nombre: «Daniel, Daniel...». Contengo el aliento, no sé por qué siento tantas cosas contradictorias. Estoy tan confundida...
—No puedo, Azul, no debo. Infringiría las reglas...
—¿Reglas...? ¿Qué reglas? —interrogo con desespero, ahora estoy aún más perdida. ¿De qué habla? Voy a protestar, a exigir que me aclare qué es lo que sucede, pero mi madre entra en el salón en ese preciso momento acompañada de Marta.
—¿Te encuentras bien, Azul? Te noto... azorada —suelta Marta nada más verme.
Azorada, ¿eh? ¡Qué perspicaz! Joder, claro que estoy azorada. El chico diabólico, ha pasado a ser el chico endemoniadamente guapo y me ha besado la mano. Y yo estoy horrible. Demacrada. Asustada. Despeinada. Despatarrada y todas las cosas malas que acaben en ada. ¿Cómo pretende esa mujer que estuviese? ¿Y ella es psicóloga juvenil?
—No, no. Estoy bien, Marta —contesto más seria de la cuenta, luego mi madre me regañará por ser una maleducada, pero ¿cómo pretenden que mantenga la compostura?
—Ya veo, creo que deberías hablar conmigo. De forma profesional —puntualiza—. Nos vendría bien una charla.
La miro sorprendida, ¿me estaba pidiendo que la acompañe a su consulta?
Mi madre me mira preocupada desde detrás de Marta, se frota las manos, inquieta, aún tenía el susto grabado en su cara y sus ojos lloran por mí.
Al otro lado Daniel, con los brazos cruzados sobre su pecho y la expresión preocupada. Miro a Marta, sopeso las opciones y decido que mejor Marta que un loquero cualquiera, ¿no?
—Está bien, Marta, mañana iré a verte. Dime a qué hora —musito rindiéndome a la evidencia.
—Muy bien, es lo mejor para todos, créeme. Mañana te confirmaré la hora, tendré que hacerte un hueco.
«Vaya, sí que hay... gente como yo suelta por ahí...». Asiento sin decir nada más. Marta sale de la habitación con mi madre. Le frota la espalda consolándola. Pobre. No hubiese querido que presenciara mi ataque.Las dos murmuran por el pasillo.
—Es por la edad, a Daniel le pasó también pero luego todo vuelve a su lugar —explica Marta a mi madre para consolarla.
Daniel, en cuanto nuestras madres desaparecen de nuestra vista, vuelve a acercarme a mí. Agacho la mirada, estoy avergonzada, por todo. Me siento mal. El niño diabólico y la niña de los ataques. ¡Menuda pareja hacemos!
Sonrío. Es... gracioso si se miraba desde mi alocado punto de vista. ¿Cómo serian nuestros hijos? ¿Pequeños Chukys dementes?
—¿Por qué sonríes? —pregunta, confuso, mientras alza mi rostro hacia el suyo, con su suave mano, acariciándome.
—De nada —contesto, mientras me muerdo el labio tratando de contener la risa.
No dejo de imaginar a dos pequeños diablillos alocados correteando y haciendo travesuras. Pero, eso no se lo voy a confesar.
—Azul, tienes que cuidarte. En serio. Habla con mi madre, ella te podrá ayudar. Darte algunas pistas. Yo todavía no puedo, pero pronto todo pasará, no quiero que pienses que te pasa nada ahí dentro —afirma a la vez que da un suave golpe en mi cabeza despeinada —. Tan sólo sigue tu instinto, sigue tus sueños. Mantente atenta. En alguno puede que halles las claves para que ese revoltijo que es ahora tu cabeza, se aclare.
Le miro atónita, en verdad me parece de lo más natural hablar con él sobre este extraño tema que me asusta como mil demonios. Sin embargo, algo me inquieta todavía y hace que me estremezca. No sé por qué, la idea de que no lo merezco, de que estoy incompleta y que él merece algo mejor golpea mi ser con una fuerza abrumadora.
Sus ojos parecen decir otra cosa, querer otra cosa. Lo veo venir, pero no hago nada para detenerlo. De nuevo iba a suceder, su boca se acerca a la mía y sus labios se posan sobre los míos, con lentitud, dándome tiempo a detenerle si es lo que deseo. Pero nada más lejos de la realidad, lo deseo, tiemblo por el anhelo que mi piel siente por él. Quiero que me bese de nuevo, que el sabor en mi boca se avive y volver a saborearlo.
Un pequeño jadeo sale de mi boca y se estrella contra la suya. Sus labios se tuercen sobre los míos en una sonrisa juguetona. Le gusta hacerme sentir así, confundida por le deseo que despierta en mí. Sus dedos recorren mi pelo, desde la raíz a las puntas logrando que mi cuerpo se tense ante la caricia inesperada y llena de placer.
Se toma su tiempo, degustando el momento. Todo es perfecto. Va a besarme de nuevo y lo deseo tanto que me duele el pecho. Por un momento temo que, si tarda un solo segundo más, algunas de las mariposas que revolotean furiosas en mi interior, se escapen dejándose ver.
Sus labios en los míos son el lugar donde deben estar y donde quiero que esten.
El contacto llega como una explosión multicolor, miles de sentimientos y emociones encontradas formando un inmenso arco iris. Estoy en el cielo. Me encanta que me bese. Sus besos me dan paz, tranquilidad, plenitud. Me estremecen, me hacen vibrar y despiertan en mi cuerpo un fuego que desconocía que tuviese. Si no para, me voy a derretir, como chocolate a fuego lento.
Me puedo imaginar como un helado derretido por el sol de agosto sobre el suelo, sin forma. Así voy a terminar; ensuciando el suelo. mi madre se va a enfadar, lo veo. Mi madre... mi madre... ¡mi madre! ¡Mierda! ¡Estamos en mi casa!
Poso mis manos sobre su fuerte pecho y lo separo de mí, no sin esfuerzo. Mi cuerpo protesta, le duele su ausencia.
—Para, Daniel... mi madre —explico con la voz entrecortada. Aunque no quiero que se detenga, deseo que me bese hasta que no quede nada de mí, hasta que el fuego que arde en mi vientre me consuma.
—Está bien, tienes razón —jadea separándose con desgana —. Joder, no debería besarte, mierda —murmura.
Se marcha a grandes zancadas sin mirar atrás. Parece enfadado. ¿Qué le pasa?
Está claro, es el demonio. Me tienta y luego se va, ¿enfadado? ¿Es que se arrepiente? Estoy confusa y llevo mis manos a mi estómago, de repente siento un gran hueco en él que no sé cómo llenar. ¿Cómo me tomo lo que ha pasado? Es un idiota. ¿Qué no debería besarme? ¿Qué era, no le gustaban mis besos? ¡Idiota! Y yo más aún por permitir que me bese, otra vez. Pero iba a ser la última. No va a volver a pasar. Lo evitaré a toda costa.
Todavía estoy perdida en mis pensamientos cuando mi madre regresa con un gran vaso de leche caliente. Parece más recompuesta. Imagino que acceder a visitar a Marta y lo que sea que le haya dicho, la habrá dejado más tranquila.
—Ven aquí, mami —pido mientras golpeo un hueco en el sofá.
—Hija —murmura y vuelve a llorar —, ¿qué te pasa? ¿No estas comiendo lo suficiente? ¿No puedes con todo? Deja el equipo.
—Mamá, es solo cansancio. Estoy bien. Bueno también tengo algunas pesadillas, pero no es para tanto.
—Tú no te has visto, Azul, era horrible. Estaba tan asustada. Parecía que tenías convulsiones. Creí que te morías en mis brazos, pasé tanto miedo.
—Ya, mamá. —Ahora la consuelo yo a ella. —Ya estoy bien, me encuentro mejor. De verdad.
—Bueno. ¿Y qué pasa con Daniel? ¿No decías que no te gustaba?
—Y no me gusta, es raro.
—Sí raro, pero muy guapo.
—Mamá... —trato de interrumpirla, pero alguien llama a la puerta.
Mi madre se seca las lágrimas y pone una sonrisa falsa que no me creo a la vez que se levanta.
—Voy a ver quién es a estas horas...
Se aleja hasta que desaparece de mi vista. ¿Quien será? Nunca solemos tener visitas y menos tan tarde. Pero hoy no para de abrir, parece una portera.
—Azul, tienes visita.
—¿Yo? ¿Visita? ¿Quién...?
Dejo de hablar. Está frente a mí, en el salón. Me deja sin aliento. Es muy guapo. Ángel. ¿Cómo se ha enterado? Me siento incómoda sin saber por qué, era como.... Como si estuviese engañando a Daniel. Y lo raro es que no hay nada entre nosotros, nada... Ni siquiera tengo claro si le gusto y yo pensando en infidelidad... ¿En qué mundo vivo?
—Siento las horas, pero estaba preocupado. ¿Cómo estás? —susurra con su suave y ronca voz muy cerca de mí.
¿Estaba preocupado por mí? ¿Ha venido hasta aquí porque sabía que algo había sucedido? ¿Pero cómo...?
—Ya estoy bien —miento descarada. ¿Cómo voy a estar bien con él ahí? Mirándome. Tan siniestro y a la vez tan atractivo... Va completamente de negro: los vaqueros, la sudadera con capucha, la cazadora, las zapatillas... todo, como su pelo, lo que hace que su piel y sus ojos de ese azul frío como el acero, resalten más. Azul, azul metálico... eso me trae un vago recuerdo.
—¿Ha sido él? ¿Te ha hecho daño?
—¿Quién? —inquiero aturdida. No tengo claro a qué se refiere, hasta que caigo en la cuenta. ¿Cree que Daniel me ha lastimado? —¿Daniel? —digo sin disimular mi sorpresa —. Nunca me haría daño, Ángel. ¿Cómo lo insinúas siquiera? —. La verdad es que me sorprende la rotundidad de mis palabras. Pero mi corazón me habla y yo siento que es verdad, que Daniel nunca me lastimará.
—No sé de qué sería capaz con tal de mantenerte alejada de mí — susurra a la vez que se acerca más a mí, se arrodilla a mis pies y me besa.
Su contacto no tiene nada que ver con el de Daniel. Es rudo, impaciente, hambriento... no me da tregua ni puedo respirar otra cosa que no sea su olor ni saborear nada que no sea su boca. Sus manos me agarran por el cuello alterando todo mi organismo, haciendo que jadee sin control con cada beso que me da.
Algo me asusta de repente, trato de zafarme, pero me tiene bien sujeta. Y al abrir los ojos, por un segundo, veo la garra negra sonreír; me ha atrapado.
Ahogo un grito y lo empujo, lejos de mí. Él me mira sin entender qué sucede y trata de acercarse de nuevo, pero coloco mis manos entre nosotros. Necesito espacio, todavía puedo ver la garra. Necesito que se diluya esa imagen.
—¿Que ocurre, pequeña? —murmura con la voz herida.
—Nada, es solo, que prefiero que no hagas eso.
—¿Es por Daniel? ¿Por ese imbécil? —interroga con crueldad en su voz.
—No hables así, no le conoces —le defiendo. Aunque no tengo claro por qué.
—Te equivocas; le conozco muy bien. Me marcho. Solo te pido una cosa, Azul... no cierres la puerta, yo también quiero una oportunidad, al menos dame eso esta vez.
Asiento, distraída. A pesar de que no entiendo qué es lo que quiere decir. Me pierdo. Los dos hablan conmigo, pero soy incapaz de entenderlos. Siempre tengo la sensación de que sus diálogos, aunque dirigidos a mí, no son para mí. Que me he perdido una parte importante de la conversación.
Ángel se marcha, por fin estoy sola. Es increíble. Nunca, ni en mis mejores sueños, habría imaginado que dos chicos como ellos se iban a fijar en mí. Mucho menos que llegaran a las manos. Es una locura. No creo que merezca tanto la pena, la verdad. Nadie merece tanto la pena... Es toda una locura. Tal vez es eso; mi locura. Me vuelven loca, me traen loca; los dos. No puedo dejar de pensar en ellos ni un instante. ¿De verdad tengo que elegir? ¿No puedo quedarme con los dos?
Me tapo la cabeza con un cojín. No tengo ni idea de qué pasa en mi vida estos días que parecen ir demasiado deprisa. Todo parece que se ha acelerado y la única que va a un ritmo normal, soy yo. ¿Daniel... Ángel? Está claro; ninguno de los dos. No tengo la cabeza ahora mismo para decidir entre ellos.
—¡Azul! —grita mi madre — ¿Quieres otro vaso de leche caliente?
—Sí, mamá, por favor. Ponle cacao y ven a tomártelo conmigo —pido con voz lastimosa. Tal vez, lo único que necesito es azúcar. Tal vez por eso me desmaye.
A los cinco minutos aparece de nuevo con dos grandes tazas de leche con cacao. Una para cada una. Se sienta a mi lado. Me reconforta tenerla cerca. Su calor, su olor, su amor. No necesito nada más.
—¿Te encuentras mejor? —susurra todavía compungida.
—Sí, mamá, no le des mas vueltas. Es solo cansancio. ¿Echas de menos a papá? —pregunto para evadir el tema mareos.
Mi madre me mira descolocada, normal, no entiende el por qué de mi repentino cambio de rumbo.
—Cada día, hija —suspira, ahora además de preocupada, triste.
—Lo suponía, yo también.
—¿Vamos a la cama? Ha sido un día... agotador.
—De acuerdo. Mamá, ¿puedo dormir contigo? —Ella me mira, sonriendo.
—Claro que sí. Siempre.
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