veintiocho
Lautaro, ¿y las lluvias?
Han sido días callados. Tus amigos preguntan por ti. Si estás bien. Si necesitas algo. La palabra vuela. Saben que no volverás a correr.
¿Les importa porque tienen miedo?
Eras algo cercano a un dios para ellos. ¿Ahora a quién van a idolatrar?
He dejado los huesos y restos al exterior. El dueño tenía un perro. A veces pienso en la criatura. Si tú te quedaras en el infierno, tu pez moriría.
No sé por qué, pero estuve a punto de irte a buscar. Quizá era la idea de tu pez muerto la que no soporté.
Nina fue quien me detuvo.
No quiero dejarla. No cuando voltea en las clases, cuando comienza a explicarme los símbolos. No cuando hace círculos en sus propias anotaciones, no cuando coloca otras palabras encima de las escritas. No cuando dirige la mirada a nosotros y luego a la tinta.
En sus ojos no había rastro de lástima, como los ojos de los demás.
Era rabia.
Rabia y algo más.
Y mientras tomé su mano para agradecerle, me pregunté en silencio si ella también había querido hacer lo mismo que yo.
¿Alguna vez ella le habría sacado las entrañas al hombre que te quitó la vida?
Ya llevamos algo de tiempo en nuestros infiernos, Lautaro.
Puedes tomar a un cuervo de un ala. No le gustará, por supuesto, pero las plumas son suaves.
-Atentamente, Lautaro falso.
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