Prologo
Aramis siempre había tenido un espíritu competitivo. Desde niña, cualquier desafío era una invitación a demostrar su valía, incluso cuando las probabilidades no estaban de su lado. Pero aquella noche, bajo las luces titilantes del viejo casino de su pueblo, su ímpetu le había jugado una mala pasada.
La sala estaba cargada de humo y tensión. Su padre, un hombre astuto con décadas de experiencia en apuestas, se sentaba frente a ella con una sonrisa que reflejaba pura confianza. Aramis, por su parte, sostenía su última ficha en la palma sudorosa de su mano.
—¿Estás segura, hija? —preguntó su padre, con un deje de desafío en la voz.
—Siempre lo estoy —respondió ella, tratando de ignorar el nudo en su estómago.
La apuesta fue lanzada, las cartas se revelaron, y el resultado era claro. La victoria de su padre fue tan aplastante como humillante.
—Lo siento, Aramis —dijo él, aunque su tono no mostraba verdadera lástima—. Ya conoces las reglas. La deuda debe pagarse en una semana.
Aramis miró la pila de fichas frente a su padre, que ahora representaba más dinero del que podía imaginar ganar en meses. Sin responder, se levantó de la mesa y salió apresurada, sintiendo las miradas de los demás jugadores clavadas en su espalda.
Las siguientes noches fueron un torbellino de intentos fallidos. Vendió las pocas joyas que tenía, trató de negociar con conocidos, e incluso consideró pedir préstamos de dudosa procedencia. Pero nada parecía suficiente. ¿Cómo le conseguiría a su padre 20,000 millones de Wones?
Una noche, mientras caminaba por un callejón oscuro de regreso a casa, con la cabeza baja y las manos metidas en los bolsillos, una figura inesperada apareció en su camino.
Era una persona alta y delgada, vestida con un traje rosado impecable que contrastaba extrañamente con el entorno lúgubre. Llevaba una máscara negra con forma de triángulo en el rostro, lo que impedía distinguir cualquier rasgo.
Aramis retrocedió un paso, alarmada.
—¿Quién eres? —preguntó, tratando de sonar firme.
—No importa quién soy —respondió la figura, con una voz suave pero firme—. Lo que importa es que sé lo que necesitas. Nosotros sabemos de tu deuda y tu padre nos dio una opción.
La figura extendió una tarjeta hacia ella. Era negra, con bordes dorados, y en el centro se veían tres figuras geométricas: un círculo, un triángulo y un cuadrado. No tenía ninguna palabra, solo los símbolos.
—¿Qué es esto? —preguntó Aramis, mirando la tarjeta con desconfianza.
—Una oportunidad —respondió la figura—. Si decides aceptarla, podrías ganar más dinero del que jamás has imaginado. Solo si ganas, así pagarás la deuda de tu padre.
—¿Qué clase de trampa es esta?
La figura rió suavemente.
—No hay trampas. Solo un juego. Las reglas son claras, y la recompensa es real. Llámanos si decides participar.
Antes de que Aramis pudiera responder, la figura desapareció en la oscuridad del callejón, dejando atrás solo el eco de sus pasos.
[...]
Esa noche, Aramis no pudo dormir. Pasó horas mirando la tarjeta, reflexionando sobre su situación. No confiaba en esa figura, pero no podía negar que estaba acorralada.
—Un juego —murmuró para sí misma, pensando en las palabras de la figura—. Podría ser mi única salida. Que tontería.
Finalmente, con el amanecer asomándose por la ventana, tomó una decisión. Marcó el número que estaba en la parte posterior de la tarjeta, con la esperanza de que aquello fuera la respuesta a su desesperación, aunque temía que pudiera ser el principio de algo mucho más oscuro.
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