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Un jardín de rosas

Desde niña siempre fui consciente de lo que quise para mí: un matrimonio encantador, un pequeño restaurante al aire libre, música clásica resonando desde un pequeño escenario y unos espléndidos hijos corriendo por mi sala mientras su padre les contaba cuentos de Hans Christian Andersen.

Y un jardín, un hermoso jardín de rosas.

Mi madre siempre amó las rosas más de lo que pudo amarnos a mi padre o a mí. Cuando mi padre enfermó, ella sólo fue a cambiarle la tierra a sus flores puesto que una plaga estaba terminando con la vida de uno de sus amados rosales.

Mi padre y ese rosal enfermaron al mismo tiempo, sólo que mi padre perdió primero la vida.

Cuando crecí comprendí porqué mi madre amaba más a ese rosal. Me enseñó la receta familiar de la sopa de rosas; los únicos momentos en la que ella no estaba en su jardín era cuando estaba en la cocina preparando susodicho alimento. Le daba una paciencia que a penas me tenía a mí.

—Buenas tardes, señorita.— exclamó un rubio con su mirada fija en mí. Sus ojos tenían el color más intenso que había visto, brillaban casi de manera sobrenatural. Sólo asentí, era frecuente que los clientes me encontraran con la mirada perdida.

—Perdón, caballero ¿Qué desea ordenar?— él sólo sonrió y me tendió el menú para que lo tomara de regreso.

—Una sopa de rosas.— su voz era suave, parecía fluir con el mismo viento, pausada, irradiaba tranquilidad.

—Una sopa de rosas.— repetí.— ¿Qué más?— él eleva una pequeña y sutil sonrisa viéndome con detenimiento.

—Sólo eso, una sopa de rosas ¿Qué más se podría querer?— lo veo de reojo. Él mantiene esa enigmática sonrisa y su mirada puesta sobre mí, puedo sentir una doble intención con sus actos, pero no logro entenderlo así que prefiero ignorarlo.

—Entonces sería sólo una sopa de rosas. En un momento regresó con su pedido.

Doy la vuelta e intentó regresar a la cocina con el pedido de aquel joven cuando de repente lo siento tomarme de la muñeca como si fuera un acto familiar para él, una costumbre de día a día. Me zafo de su agarre con facilidad, ese sujeto me está poniendo los pelos de punta.

—Quiero que tú me hagas la sopa.— clama, pero más que sonar como una petición suena como una orden. Y mi cuerpo responde, parece querer obedecerlo de manera involuntaria.

—Lo siento, soy solamente la mesera.— él entonces saca de su elegante saco un pequeño boleto y me lo ofrece.

—Te gustan las rosas ¿No es así? Tu mirada se perdió en el florero con la rosa hace un rato.— anota con una pluma algo sobre el boleto.—Tengo el presentimiento de que preparas una buena sopa de rosas, mejor que la del chef de este restaurante. Así que...— toma aire— ¿te parece prepararme una después de mi concierto de esta noche?

—No entiendo.— me limito a responder ¿Por qué él quiere probar una sopa de rosas específicamente de mí? ¿Cualquier fanático de las rosas sabía preparar su sopa? ¿Era él un acosador o esta era una nueva forma de flirteo que desconocía?




Recuerdo a mi madre largas horas cocinando distintos postres con rosas, muchos de los cuales terminaba tirando a la basura, excepto la sopa. Mi madre no comía de otro jardín que no fuera el suyo.

Volverme mesera fue la manera que conseguí comer otra cosa que no fueran las cosas que mi madre tiraba a la basura. Compraba caros ingredientes para su sopa o sus postres, no compraba otro alimento que no fuera necesario y no me dejaba tomar alimentos del refrigerador. Era muy meticulosa incluso con las cantidades que compraba, si comía una porción haría la diferencia entre cómo resultaban sus postres.

El teatro resplandece delante mío, gente se encamina con joyas y sacos ostentosos hacia la entrada. ¿Qué hago aquí? ¿Por qué me he dejado convencer?

—¿Me permite su boleto?— pidió un hombre en la entrada. Le paso el boleto que él rubio me había dado más temprano y él termina asintiendo.

Me conduce hacia un balcón donde aparentemente sólo estaré yo. El joven me había dado un boleto para el balcón cuando yo me había negado a prepararle una sopa de rosas. Eso no sonaba muy bien de mi parte.

Las cortinas se abrieron y justo en medio del escenario lo diviso a él, está vestido de traje negro y camisa negra con una corbata del color de sus ojos, su cabello peinado completamente hacia atrás mientras sostiene con elegancia un violín.

Volteo hacia el público: al parecer mucha gente lo conoce, lucen enormes sonrisas a la expectativa de que el chico comience a tocar. Me siento mal por no conocerlo, me considero amante de la música instrumental, pero quizás todas las horas de trabajo que estaba dando últimamente me dejaban con poco tiempo para actualizarme con los nuevos artistas.

El chico comienza a mover el arco contra las cuerdas de violín como si fuera un par de niños jugando al sube y baja, sus brazo al principio lucen como las piernas de una bailarina de ballet, con pasos delicados y bien calculados, como el aleteo de una mariposa; pero conforme avanza la pieza sus articulaciones se mueven con más brutalidad, como si se contorsionaran en lo que era un exorcismo, la expresión de sus ojos era macabra pero fascinante, lo que uno llamaría la reencarnación de Paganini.

Pero su pieza era triste, melancólica. Ni siquiera contemplándolo era capaz de explicar cómo era que esos movimientos que parecían ser sacados de una historia de terror podían combinar de una manera tan sumamente perfecta con lo triste de las notas.

Podía llorar con él mientras mi cuerpo deseaba imitar esos mismos movimientos.

Después de horas de tocar, el pone sus puntas del pie frente al público y se inclina en forma de reverencia; no luce cansado después de toda esa inquietante presentación, se le nota incluso más fresco.

Me regresa a ver y vuelve a hacer esa sonrisa. Yo sólo le respondo, supongo que se alegra de que haya aceptado su invitación.




Mi padre amaba la música clásica pero no más de lo que me amaba a mí. Él compró un disco de diversos compositores y mi madre los ponía cuando comíamos sopa de rosas. Eran momentos donde fuimos felices todos, porque yo tenía a mi padre, mi padre tenía su música clásica y mi madre tenía su sopa de rosas.

El rosal que sobrevivió a esa plaga fue el más hermoso de ese año, mi madre se pinchaba con sus espinas intencionalmente, decía que era el dolor más exquisito que podía sentir.

—Me alegra que haya venido, señorita Dupain.— regreso mi mirada asombrada ¿Cómo es que conoce mi nombre? Niego en mi mente, supongo que eso a estas alturas ya no importa.

—Perdone, aún no sé cómo llamarlo.— él suelta una pequeña risita.

—¿Cómo va usted del brazo de un hombre del cual ni siquiera conoce su nombre?

—Usted me invitó a tomar un paseo a lado del Sena.

—Bueno, pero yo sí conozco su nombre.— suelta un halo de aliento que se logra visualizar en la fría atmósfera de esa noche.—Adrien Agreste, mi nombre es Adrien Agreste.— se inclina y toma mis nudillos para aproximarlos a sus labios, son helados, tan hermosamente helados.

—Un gusto conocerlo, joven Agreste.— él regresa hacia mi lado y continúa con su mirada clavada en mí, para este momento comienzo a entender que es una costumbre de él.

—Y dígame, señorita ¿Cuándo podré probar su sopa de rosas?— otra vez con ese tema ¿Cuál era su insistencia? Sin embargo ya me había invitado a un glorioso concierto de violín y sería descortés no dar nada a cambio.

—Elija cuando y yo estaré disponible.— me atreví a responder. Él eleva más su sonrisa si es eso posible y lo siento apretar mi mano con fuerza.

—¿Puede ser justo ahora en este momento?— cuestiona sonando un tanto ansioso. En verdad este sujeto desea con urgencia una sopa de rosas.

—¿No cree que ya son altas horas de la noche? Además, necesito los ingredientes.— él niega despreocupado.

—Permítame invitarla a pasar la noche en mi casa, tengo una habitación de invitados muy cómoda y una cocina con los ingredientes más que necesarios para la sopa.— podría negarme usando como excusa que mañana tengo que trabajar, que era muy pronto para pasar la noche en su casa o que tenía algún familiar esperándome para llegar; pero algo en sus ojos me lo impedía.

—Supongo que confiaré en usted.



Mi madre dejó que mi padre muriera porque él compró aquella plaga para matar a su rosal favorito, creo que más que hacerlo por el bienestar de mi madre lo hizo por sus propios celos hacia la atención que le daba esas rosas.

Mi madre se volvió adicta a todo el dolor que le causaban las rosas: que le hicieran emanar sangre, asolearse, caer en la ansiedad o incluso pasar hambre. Fue tanto así que durante un mes de Abril las manos de ella quedaron inútiles por haber bañado sus manos en agua de rosa hirviendo.

Yo aprendí a preparar la sopa de rosa perfecta con tal de que ella no pasara hambre, y por primera vez para ella yo existí.

—¿Qué te parece?— preguntó mientras me sostenía por los hombros. No podía hablar, todo era simplemente hermoso.

A pesar de ser las noches, el rocío que bañaba esas rosas carmesí bien extendidas y con tallos fuertes parecía una imagen digna de volverse una nueva religión. Eran perfectas, no había ni una sola que luciera menos hermosa que la otra, todas eran imponentes, coquetas, sensuales, completamente bellas.

Y el aroma que desprendía aquel jardín era único, húmedo, sutil, frío y dulce. Lucían más hermosos que los que mi madre siempre me presumió tener.

—Sabía que te gustarían.— lo escucho decir a mis espaldas mientras yo voy caminando como niña en parque de diversiones observando cada una de las flores, creyendo imposible el sólo hecho de que un jardín así exista.

—¿Puedo utilizarlas?— la emoción que siento no cabe en mis palabras. Volteo a verlo y él ya tiene unas tijeras para podar entre las manos que no sé de dónde consiguió en ese breve instante, pero poco me importa y las tomo.— ¿Puedo cortar las que sea?— él asiente, parece disfrutar mi emoción.

—Adelante.— señala con un pequeño ademán.

Debía poder visitarlo todos los días, buscaría la manerade hacerlo, aquel jardín de rosas me había enamorado y no me sería tan fácil olvidarlo.

Debía hacer para él la mejor sopa de rosas existente.

Hacia mucho que no preparaba sopa de rosas que se me había olvidado cuanto disfrutaba hacerlo. Desde aquel día él no tenía problema que me la pasara casi el día entero en su mansión, a veces se acercaba a observarme en silencio y con una sonrisa, daba un pequeño comentario y se iba.

Tengo que admitir que mi parte favorita de todo esto era verlo comer mi sopa de rosas, me encantaba ver lo mucho que la disfrutaba y que me pidiera otro plato. No me acuerdo haberlo visto comer algo más en el tiempo que estuve ahí, pero la emoción que sentía en ese momento hacía ese detalle poco importante.

Él me ofreció pan y pasta que él mismo preparó, así que por mi parte yo sí me había alimentado de algo más que rosas.

Hubo ratos en los que sólo me sentaba a contemplar su jardín y él se sentaba a mi lado con su violín y comenzaba a tocar.

Era todo una obra de arte, él y sus piezas repletas de melancolía, sus movimientos exóticos con el instrumento, sus ojos desvariando y su jardín perfecto de rosas era una imagen que era increíble de tener.




Quizás pasaron meses, la verdad no estoy segura, tal vez a penas fueron unas semanas. No sé en qué momento lo nuestro fue a más, no recuerdo el momento en donde besarme después de tocar frente a mí su violín se volvió una costumbre; cuando el hambre pasó de ser sobre un plato de sopa de rosas a el de probar sus labios.

Él me entendía, lográbamos congeniar sin palabras, cuando estaba entre sus brazos me sentía su violín y sus brazos se volvían mi arco, acariciandome, flexionándose sobre mí mientras yo me volvía una extensión más de él y él se volvía el complemento de mí.

Un enorme colchón en el pórtico que daba a su jardín de rosas y yo perdiendo el aliento en sus labios, disfrutando del placer que el subir y bajar causaban dentro de mí, esa manera en la que él emitía mi nombre como si fuera la dueña de su alma.

—Quiero una sopa de rosas preparada por ti, amor mío.— susurró en mi cabellera mientras me colocaba un tierno beso después de una tarde cansada.

—Ahora mismo me encargo de eso.— me coloqué su camisa y empecé a caminar hacia la cocina.

Él era la vida que soñé para mí: música clásica, Hans Christian Andersen, un hermoso jardín y niños corriendo por la sala, él me apoyaría con mi restaurante. Él era todo eso y más.

Salí al jardín y empecé a cortar rosas. No entendía cómo a pesar de cortar rosas casi a diario, el jardín seguía igual de espectacular que siempre.

Tomé una rosa para dar el corte, pero accidentalmente deslicé mi dedo y una rosa espinó mi pulgar.

Mi mirada se queda fija en la gota carmesí. Hace mucho que no tenía sangre sobre mis manos.

—Pruébala.— su voz eriza mi piel, él está detrás de mío, atento también a aquel pequeño brote.— Prueba tu sangre.— No es como que fuera algo anormal ¿No? Subo mi dedo hasta mis labios y ahí, absorbo lo que salió, el sabor metálico del líquido inunda mis papilas gustativas.— Sabe igual a la de tu madre ¿Verdad?— ¿Qué mierda acaba de decir? Regresó mi mirada hacia él, no luce asustado, al contrario, luce seguro.

—¿A qué te refieres?

—Ten.— un vestido doblado se halla entre sus manos, pero no me atrevo a tomarlo por lo familiar que me resulta el estampado ¿Cómo carajos lo había conseguido? Mi palpitar aumenta de velocidad a cada segundo.— Ella lo usaba, póntelo.— mierda, mierda, mierda.— Tus manos, Marinette, están sangrando.— bajo mi mirada, era cierto, mis manos se inundan en sangre, escurre hasta manchar las mangas de la camisa que me había puesto y escurren hasta mis pies.

—¿Q-qué?— a penas puedo pronunciar en un hilo de voz.

—Ella no te amaba, no tienes porqué sentirte mal.— señaló con voz compasiva, pero yo no quería escucharlo, no quería su compasión, no de esta manera.— ¿Recuerdas? ¿Recuerdas lo bien que se sintió ahogarla en sopa de rosas? Ver esos ojos que te causaron tanta hambre, que innumerablemente pusieron tus manos en la lumbre, que te lastimaban; clamándote piedad. La ahogaste a punto de que escupía la sopa, no cabía más en su cuerpo, pero tú seguías sirviéndole más y más sopa mientras estaba tendida sobre el cadáver de su rosal favorito y sus espinas se clavaban con fuerza sobre su espalda.— mi vista se nublaba, sentía el llanto atorado en mi garganta mientras que el resto de mi cuerpo continuaba congelado, mis manos ensangrentadas cosquilleaban mientras evocaban el cuerpo inerte de mi madre bajo suyo aquel Verano.

—¿Cómo...?— mis piernas temblaban, el color carmesí de aquellas rosas y la sangre ahogaban mi vista en recuerdos que había eliminado de mi mente hacia años.

—Ella no podía respirar, convulsionaba debajo tuyo. Fue hermoso ver como metiste esos tallos de rosa en sus fosas nasales, toda un poema, inhalar el amor más doloroso que pudo sentir.— acariciaba mis brazos, bajaba hasta tocar mis manos y me veía con maravilla, como si realmente lo conmovieran mis actos. —La sangre y las rosas no son muy distintas ¿no lo crees? Hermosas, rojas, cálidas, llenas de vida y peligrosas. El ser humano sólo ha hecho que su valor aparente sea menos, la típica ofrenda de amor.— alza mis manos y las sube hasta sus labios para bañarlos en aquel líquido, se sumerge en la fragancia de la sangre, lo siento besar mis palmas con tal devoción que me causa escalofríos.—Tú no eres como ellos, tú eres como yo, amas las rosas por lo que son.

Retrocedo asustada dando un paso atrás. Miro al hombre frente mío, hay un montón de sangre que escurre alrededor de sus labios y el verde de sus ojos se ha intensificado más si eso era posible.

—¿Qui-Quién eres?— mi voz tiembla mientras sigo retrocediendo, siento los rosales chocar contra mi espalda y mi talón pisa el tallo de una rosa que había cortado ya. Carajo, no soy capaz de controlar mi respiración.

Mi mente está aturdida entre los recuerdos de mi madre intentando gritar, yo enterrándola debajo de su jardín, plantando un nuevo rosal encima suyo y regándolo con paciencia.

Una pequeña sonrisa nerviosa se dibuja en mi rostro, recuerdo su mirada avellana atenta a mí mientras le daba el sepulcro. Ahora me cuestiono si estaba realmente muerta o sólo inmóvil por la anestesia que le había inyectado, quizás hubiera estado bien revisar; pero sólo quería dejar de verla, deseaba con fervor el momento en donde ella con su asquerosa obsesión con esas rosas acabara.

—Son hermosas ¿no lo crees?— recoge la rosa en el suelo bañada de sangre y me la da.— Estarás de acuerdo que las rosas que son alimentadas con sangre son las más perfectas para la sopa.— siento la cálida sangre de sus labios pegarse contra mi cuello, puedo sentir su nariz sumergiéndose ahí. Mi piel se eriza, me siento desfallecer, mi corazón simplemente no encuentra ritmo adecuado para latir.—Hueles precioso, como sólo una rosa genuina puede oler.

Por fin siento las lágrimas resbalar por mis mejillas. El miedo me carcome por dentro, pero lo peor es que ni siquiera sé si el miedo está siendo provocado por este hombre y su extraña manera de comportarse o por el mar de recuerdos de la bestia en la que esas rosas me convirtieron alguna vez.

—¿Qué quieres de mí?— mis labios tiemblan, pero mi corazón ha abandonado toda esperanza ya. Pase lo que pase era lo que merecía, lo que me había ganado.

—Sólo te quiero a ti.— sus manos se amoldaron a mi cintura.— Me dejé caer a este mundo pútrido sólo por poder tenerte.— alza mi mentón con su índice.— Soy un ángel que vendió su alma al diablo sólo para poder probarte.— reposa su mirada en mis labios. Sus ojos se iluminan más, sus labios entre abiertos denotan colmillos que puedo jurar que antes no estaban ahí.— Podré castigarte por tus pecados personalmente.— susurra en mi oídos.

Desde niña siempre fui consciente de lo que quise para mí: un matrimonio encantador, un pequeño restaurante al aire libre, música clásica resonando desde un pequeño escenario y unos espléndidos hijos corriendo por mi sala mientras su padre les contaba cuentos de Hans Christian Andersen.

Y un jardín, un hermoso jardín de rosas.

No sé porqué quería eso. El aroma a rosas ahora me causaría náuseas.

Si tan sólo tuviera estómago y no fuera más que una mano que se quedó ahí, entre los rosales de un jardín bajo el arrebol del atardecer, siendo abono para las flores.

Prometo envenenarlas con mi sangre.

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