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Visita Sorpresa


Visita Sorpresa

El recorrido camino arriba por las estrechas calles adoquinadas de la villa medieval asentada en las colinas que precedían a la mansión, no era uno muy largo, pero esta vez para Ardith y Romynah, sí uno muy ameno en esta oportunidad. Las vampiresas iban de lo más entretenidas conversando durante el trayecto, mientras toda vez que Leonardo lograba sacar con su melosa jovialidad, carcajadas espontáneas y honestas en la duquesa. No que la zalamería fuese algo ajeno a los hombres vampiro, pero la personalidad bohemia del italiano distaba mucho de la seriedad y porte que identificaba a Edmund.

Presurosos, un grupo de sirvientes salió a recibir a la señora de la casa, cargando los paquetes de compras hacia el interior del castillo a la par que recibían órdenes del ama de llaves de dónde colocar el equipaje del conde.

—Es hermoso el lugar... tal como me lo habían descrito—, Ya en la sala de estar, Leonardo admiraba la pintura de la fenecida madre de Ardith.

—¿Le habían descrito? ¿Quién?— la rubia se acercó curiosa tras la confesión.

—Perdón... pensé en voz alta. No se asuste mi hermosa dama, recuerde que habla con un vampiro de mil años de edad. Por referencia conozco a cada familia real del mundo... vampiro o humano. En algún momento escuché a alguien hablar de la belleza de esta región, aunque nunca había estado... y de la historia que envuelve a los antiguos residentes del lugar tras la conversión. Lo que no sabía era que estuviesen de vuelta—, el vampiro caminaba hacia Ardith con una sonrisa bien colocada en sus labios.

—Oh, ya veo... sí, creo que la vida mía y de mi marido es algo así como una mal contada leyenda. Cada vez me sorprendo más con su alcance... o me deja de sorprender. Ya ni se qué pensar—, Ardith bajó la cabeza, sus labios tensos en reflexión.

—No se aflija. Es cuestión de acostumbrarse. Recuerde que no es su historia, sino la historia de una estirpe milenaria lo que es leyenda...— Leonardo tomó de la mano a la mujer, mirándola fijamente a los ojos—. De lo que los comentarios no harán jamás justicia, será de su belleza.

Algo incomoda con la cercanía de Draccomondi, Ardith soltó su mano y dio un paso hacia atrás. —Favor que usted me hace—, sus mejillas, en algo ruborizaron sobre la palidez que caracteriza la muerte.

—Disculpe, no pretendo incomodar, ni mucho menos faltar al respeto a quien me ha brindado albergue— dijo él, leyendo su lenguaje corporal—. Ahora bien, dígame, si no es intromisión y ya que ha mencionado a su marido, ¿Dónde se encuentra él?

Ardith invitó al caballero a tomar asiento, toda vez que Romynah traía una bandeja con su ya famoso té reforzado. —Mi esposo, al igual que su merced, ha salido en viaje de negocios. Usted entenderá que hay asuntos que atender tras nuestro regreso que conciernen al nuevo traspaso de tierras y negocios de familia, los que propiamente son los que sostienen económicamente el ducado, por lo menos ante los ojos del gobierno y de la tesorería, para evitar levantar sospechas o una cacería de brujas innecesaria.

—Absolutamente... y que bien que la señora entiende de esos pormenores. Además de atractiva, es usted muy inteligente. No la ordinaria astucia que tienen muchos los vampiros, hablo de inteligencia en verdad, cualidad que su esposo debe admirar muchísimo, me imagino.

—Gracias. Sí, entiendo que algo así debe haber visto en mí que me ha soportado por más de cuatros siglos—, Ardith sorbió un poco de aquel brebaje aromático y ofreció una tímida sonrisa—. Ahora bien, cuénteme de su esposa. ¿Cómo se llama? ¿Es italiana también?

—Mi esposa... mi esposa es la mujer más bella del mundo. Se llama Aglaia.

—Qué hermoso nombre... es algo así como un poco misterioso, clásico.

—Eso mismo pienso yo. A ella nunca le ha gustado mucho. Es este tipo de mujer que es moderna y emprendedora, muy independiente y muy, muy impulsiva y ambiciosa... en el mejor sentido de la palabra, claro.

—Habla de ella con gran admiración. Se ve que la ama mucho.

—El destino la puso en mi camino hace ya seiscientos años atrás, porque así estaba escrito. Somos el uno para el otro, de eso no hay duda.

—Igual pienso yo de mi esposo. No importando las circunstancias, ni la vida, ni la muerte... nada nos ha podido separar.

—Así es el verdadero amor, mi señora. Recuerde que hasta los demonios amamos—. Leonardo bebió el último sorbo de té que quedaba en la taza. —Esto está muy rico. Tibio, dulce y reconfortante... sangre de conejo, tal vez.

—Es una receta especial de mi ama de llaves, Romynah—, Ardith señalaba a la mujer, que recién entraba al salón recibidor. —El conde me decía cuánto le ha gustado el té que preparas.

—Ah, que bien que le ha gustado. Que le aproveche... Solo vengo a informarle que la habitación de huéspedes está ya lista, al igual que el baño.

—Fantástico. Gracias Romynah. ¿Podrás llevar a nuestro invitado a su recámara? Creo que él ansía ese baño más que nada— Ardith se colocaba de pie junto a la sirvienta.

—Nada más me gustaría... pero prefiero esperar un momento... ¿Espera a alguien? Creo que tenemos visita—. Leonardo sonrió y miró a la puerta. La duquesa ladeó su con clara expresión de confusión, sin entender a qué se refería Draccomondi y luego miró a Romynah.

Ardith abrió sus ojos enormes. Sus pupilas dilatadas tomaron un brillo especial, mientras en sus labios se dibujaba una enorme sonrisa. —¡Ha vuelto!— exclamó y corrió hacia la puerta. No pudo contener la emoción al ver a su amado Edmund tras abrirla. —¡Edmund, mi amor!— se le abalanzó encima para abrazarle.

El Conde de Wigheard respondió agarrándole por la cintura para luego darle con un tierno beso en los labios. Pero al percatarse de aquel vampiro desconocido mirándole fijamente de pie junto a la ama de llaves en la sala, su expresión se tornó a una sobria, sus ojos adquiriendo matices rojos, con un dejo de desconfianza.

—¿Tenemos visita?— su tono, lejos de ser afable, fue seco, casi hostil.

Leonardo aclaró su garganta y extendiendo la mano se acercó a Edmund para saludarle. La tensión en el aire era evidente. —Buenas noches. Permítame presentarme. Mi nombre es Leonardo Draccomondi, hijo de Lucio, conde de Milán.

—Querrá decir príncipe, ¿o me equivoco?— El esposo de Ardith se detuvo en seco sin responder el saludo.

—Veo que el general conoce quien soy entonces— Draccomondi encogió su brazo, manteniendo su distancia ahora.

—¿Príncipe?— preguntó extrañada Ardith.

—Sí, el caballero aquí tiene algo más de jerarquía entre los de nuestra especie. Es hijo de un rey vampiro, Lucio, descendiente directo de Lilith y Caín... Así que, ¿qué le trae por estos lares, su majestad? ¿Acaso viene a pagar una deuda pendiente?— cargado de cinismo, Edmund fue tajante en su respuesta.

—¿Deuda dice usted, general?— dando mayor énfasis en esta última palabra, el vampiro se dirigía al dueño de la casa— No se a que se refiere, me temo.

—Amor mío, el pellejo de este hombre y el de su familia era el que el imperio germánico defendía cuando fui enviado a liderar el ejército al sur. A los Draccomondi era que buscaban liquidar Ardo y Pelayo cuando invadieron Alemania, camino a Milán. Gracias a nosotros, él sigue vivo.

El rostro de la duquesa palideció al recordar con horror aquellos días en los que se vio forzada a separarse de su amado.

—Así es, pero no menos cierto es que tal deuda, como usted dice, quedó salda hace mucho... fueron mis hombres quienes acompañaron al Sacrosanto ejército Romano desde el Vaticano hasta la ribera del Rin. Fue parte de nuestro ejército el que ayudó a derrotar a los vampiros y los que comunicaron a su merced la manera de acabar con ellos. Yo mismo estaba allí y envié a escoltar al soldado que llevaba su mensaje de vuelta al Vaticano... se bien quien es usted, general Edmund Wigheard, antiguo heraldo del rey Enrique... no hay tal deuda y no vengo cargando con agendas ocultas.

—Discúlpeme pero los vampiros siempre cargamos con agendas ocultas, su majestad. No me parece normal que viaje solo... ¿Dónde ha dejado su séquito?

—Usted sabe mejor que yo que estos son tiempos difíciles, tiempos de inestabilidad política y para un vampiro, un príncipe vampiro, no es la movida más inteligente el traer una caravana de seres sobrenaturales a pasear por las ya caldeadas fronteras del imperio Prusiano... solo atraería atención innecesaria, así que viajo sólo. Y sería ridículo andar alardeando entre humanos de mi título cuando mi reino es desconocido para ellos... contestando la otra parte de su pregunta, me dirijo hacia el reino de Dinamarca en nombre de mi padre por cuestiones de negocios. Aún hay cosas que los vampiros, de la realeza o no, debemos adquirir por medios ordinarios, ¿no es así?

—Amor, vamos a sosegarnos. El conde... es decir, el príncipe no encontró habitación en el hotel del pueblo. Salía con Romynah de la boutique cuando pasábamos frente al hotel en el momento en que le fue negada la reservación—, buscando tranquilizar a su marido, Ardith le tomó de la mano al intervenir.

—Afortunadamente, y muy agradecido estoy por la gentileza de parte de su señora esposa, ella estaba en el lugar indicado en el momento idóneo para este servidor y me ofreció quedarme por esta noche... pero creo que ha sido una imprudencia de mi parte aceptar. Mejor me retiro.

—Edmund... por favor— urgía la dama a su esposo que recapacitara en su actitud— he invitado a Leonardo a quedarse esta noche. Mañana parte a primera hora hacia Copenhagen a sus gestiones de negocios. No he visto nada malo en ello, y más aún cuando se trata de un príncipe. Nunca se le ha negado el hospedaje a nadie.

—Sí lo sé... y no siempre ha sido la mejor decisión...

—¡Edmund!— Ardith reclamó avergonzada la falta de discreción de su esposo.

—No hay problema, el hijo de Lucio Draccomondi es bienvenido a quedarse en nuestra casa... como usted bien ha dicho, esa deuda hay que darla por salda— Edmund extendió su mano, finalmente como el saludo que anteriormente le había negado al vampiro que les visitaba de sorpresa.

—Muchísimas gracias, conde. Y créame cuando le digo que es un honor conocerle... luego de casi cinco siglos... deje que le cuente a mi padre que he conocido al legendario general Edmund. Se va a emocionar grandemente.

—Yo pensé que jamás diría lo mismo hombre. Igualmente... pero vaya a descansar.  Queda usted en su casa.

—Romynah, por favor— Ardith le encargó a la ama de llaves nuevamente que escoltase al vampiro.

—Claro, sígame por aquí— la mujer sonrió afable al invitarle a seguirle.

—Que pasen una bonita noche.

—Igualmente— respondió a la vez la pareja de vampiros, mientras miraban al príncipe subir las escaleras al segundo piso acompañado de la sirvienta.

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