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El Escuadrón de la Muerte


El Escuadrón de la Muerte

Tan efímera como la brisa de primavera y no tan poética como la frase lo sugiere, lo fue aquella visita. Ya fuese por la incomodidad provocada por la suspicacia que despertó en Edmund o por lo apremiante de su viaje, Leonardo partió apenas el sol despuntase para tomar el tren a primera hora. Dicho estaba que el ahora duque de Wernigerode no le había comprado ni la mitad del cuento. Los Draccomondi eran gente de poco fiar, eran los gabellottis de la Iglesia y del gobierno italiano. Y de este Leonardo se decían cosas... cosas que hubiese querido recordar de leyendas pasadas o prestarle más atención en las habladurías del presente. Pero pues, al fin y al cabo, todos los vampiros tenían su historia complicada y un pasado nebuloso.

Y así las cosas, Edmund también salió más de tarde en aquel día prometiendo a su amada que la mandaría a buscar tan pronto volviese a Berlín. Por el momento partiría rumbo a la frontera franco-prusiana donde los ánimos parecían más caldeados desde hacía varios años. Ya la experiencia la habían vivido y en honor a la verdad, ni para la pareja de vampiros, ni para este reino germano, los conflictos bélicos eran ajenos.

Mientras se acercaba a la zona en conflicto, el conde vampiro se daba cuenta que nada había cambiado. El paso de los siglos había traído consigo el fin de las monarquías y nuevas tierras se habían descubierto. El hombre evolucionaba con sus adelantos tecnológicos y bélicos y la libertad religiosa traía consigo cierta tranquilidad a la vida del hombre. Pero el ser humano, pese a poder elegir a qué Dios venerar, su alma seguía siendo tan oscura y vil como en  la Edad Media. La avaricia, el deseo de poder y la corrupción dominaba la política tal y como recordaba hacía siglos atrás. Reinos, Imperios o Repúblicas, eran solo cognomentos distintos para un mismo mal. Alemania simplemente se negaba a renunciar a las viejas dogmas y el progreso no parecía hallar cabida en la política del país.

Las hileras de tiendas de campaña erigidas a ambos lados de la carretera y el polvorín que levantaban los coches al pasar le confirmaron cuán serio era el asunto y lo inminente de la guerra. En Inglaterra sabía del conflicto, pero no estimaba que fuese tan severo ni que el despliegue de la fuerza en la frontera fuera de tal magnitud. Pensó en Ardith y le reconfortó saberla más segura allá en las montañas del Harz que con él allí o en Berlín. Como estratega militar entendía que el último lugar a sitiar era en la inhóspita zona de la sierra escarpada.

El auto se detuvo frente a un edificio de piedra y ladrillo, un pequeño fortín del cual se extendía a ambos extremos una muralla de considerada altura coronada con serpentinas de alambres de púas. Los soldados marchaban de izquierda a derecha, carabinas al hombro y al fondo se escuchaban las detonaciones al blanco de quienes practicaban en un improvisado campo de tiro.

—Sígame por aquí General, el Primer Ministro le espera dentro—. Aquel general le pegó fuerte, recordando la última vez que se colgó ese título.

En el salón recibidor, un museo de guerra decorado con artefactos bélicos de antaño, muchos de los cuales reconocía de batalla, hasta retratos de fenecidos generales y pinturas que plasmaban escenas memorables en la historia militar del Imperio. No tuvo tiempo de admirar a profundidad aquello, toda vez que era escoltado a prisa hasta el otro extremo del salón. Un guardia, luego de saludar como era debido, abrió la puerta de doble hoja a lo que resultó ser una sala de estrategia.

—¡Magnífico!— exclamó Otto Von Bismarck al ver a Edmund llegar— Colegas, les presento a Lord Edmund Wigheard, el legendario comandante de la infantería del Imperio Germánico. Aquel que fue elegido por el rey Enrique y quien siendo humano, acabó con las huestes de seres sobrenaturales que pretendían invadir al sacro Imperio. ¡Él liderará nuestras filas a la victoria!— aquello lo dijo con enjundia mientras las miradas de los presentes se clavaban en él con admiración unos y terror otros.

La cara de Edmund se desfiguraba. No entendía aquello. ¿Acaso sería una broma? El hombre acaba de revelar el inverosímil secreto a los presentes. Miró entonces el vampiro a Von Bismarck buscando una explicación.

—No me mire así hombre que no lo he traicionado. Su secreto está bien guardado entre nosotros. Está prohibido so pena de muerte divulgar cualquier detalle relacionado a su naturaleza o historia. Ademas, aquí la mitad de estos hombres no lo cree, aún conociendo del Escuadrón de la Muerte...

Lo que terminaría de decir el Primer Ministro le era ininteligible en ese momento. Una corriente fría subió por su espalda hasta su nuca y por instinto cerró sus puños reprimiendo el impulso de asomar sus colmillos ante la amenaza que se acercaba, sus ojos fijos en la puerta que se abrió nuevamente.
Frente a él se colocaron tres musculosos vampiros en uniforme militar que sin reparo y con aires de prepotencia, sonreían mostrando sus afilados incisivos.

—¿Pero que...?— Perplejo, Edmund dio un paso al frente encarando al trío de vampiros.

—Y hablando precisamente... cálmese general, le presento a sus hombres... o bueno, usted ya sabe lo que en realidad son. Ante usted, el Escuadrón de la Muerte.

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