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26. Amor

Dije que el siguiente capítulo lo iba a subir al llegar a las diez estrellitas y sólo me votaron siete, pero ya; sigo porque quiero. Igual, me gustaría que votaran para hacer la historia más conocida y poder crecer como escritor.

¡Sigamos!

En el cielo, una bóveda azul se extendía hacia los cuatro puntos cardinales: limpia, bella e increíblemente interminable; cuadro que se repetía bajo sus pies puesto que un océano del mismo color convertía el monocromatismo en una experiencia sin igual.

Por debajo, todo se mecía. Por arriba, la quietud.

El Blastoise convertido en la tarima de los cuatro entrenadores ocasionalmente gruñía, vibrando su caparazón, haciendo al grupo recordar al ronroneo de un Persian.

—¡Esto es increíble! —dijo Luna—, ¿cómo no se nos ocurrió antes ir a nado?

—Porque antes no sabíamos que había fuerzas enemigas tanto en las ciudades como en los bosques. No teníamos presente que el camino más seguro era el agua —respondió Gary acariciando a su Pokémon tortuga.

—Yo sigo pensando que esta es una mala idea —Satoshi protestó—: nada nos asegura que no estén también en las rutas marítimas.

La discusión que ya habían comenzado esa mañana continuó por un rato puesto que no lograban consensuar si aquello los ponía en una situación de ventaja o en mayor riesgo aún.

A fin de evitar inconvenientes esquivaban las Islas, pero al llegar la noche Blastoise comenzó a sentir el peso del cansancio y necesitaron tocar puerto.

—Pasado mañana será la próxima presentación y ya estamos cerca del sitio donde se realizará. No hay por qué apurarnos —expuso Serena.

—Oye, ¿después de que Red nos advirtiera que los concursos y las ligas son formas de explotación hacia entrenadores y Pokémon, aún así piensas participar? —inquirió Gary.

—No es que cuestione las intenciones de Red, pero si viera que en verdad es tan malo, un imperio se destruye más fácil desde adentro que desde afuera.

El castaño reconoció esa sabiduría.

—Es raro —dijo Satoshi—, toda mi vida estuve orgulloso de estar entre los diez mil mejores entrenadores del mundo, y ahora resulta que podría ser una farsa.

—¿Estabas entre los mejores? ¿Qué puesto ocupo yo? —Quiso saber Gary.

—No tengo idea, hace mucho no lo reviso.

El castaño entró a internet, buscó el ranking actualizado y después de un rato exclamó.

—¡Qué estafa, ni siquiera figuro!

—No puede ser, a ver. —Satoshi la recorrió minuciosamente—. ¡Qué? No puede ser, ¡yo tampoco!

—¿En serio? Yo sí —dijo Luna victoriosa.

—A ver... ¡Hey, ese tal Red sí está!

Hubo reacciones adversas al grito de Serena, pero fue la del moreno la que se impuso.

—¡Maldito traidor! Se supone que él estaba fuera del sistema.

Gary lo interrumpió.

—Oye Satoshi, adivina quién más no figura...

—No sé, tú dime.

—¡Tu papá!

—¡Ay no! —Luna entró en crisis—. Si todo lo que el señor Red dijo eso es cierto, entonces el profesor Kukui es cómplice... Y yo que casi le paso mi pack.

Trémulos, los tres entrenadores no se animaron a cuestionar a la aloliana.

—¿Le ibas a mandar eso a un hombre casado? —Gary comenzó a cuestionarse la integridad de su alumna.

—Tú porque no viste su pack... Su six pack.

El grupo miró con extrañeza a la morena. Es cierto que había sido la última en sumarse, no obstante, llevaban tantas cosas compartidas que podían concederse el placer de pensarla como una amiga, y es que la amistad no exige grandes requisitos. Basta con quererse y acompañarse.

Los vínculos en general, a pesar de que suelen ser limitados por nuestras nociones al llenarlos de exigencias ridículas, sólo se tratan de dos seres que desean compartir su tiempo.

Luna podría ser rara, loca, demasiado extrovertida; pero definitivamente era de confiar, y había decidido acompañarlos sin importarle todo lo demás. Se preocupaba por ellos y los quería. No podían negar que era una persona admirable, no sólo por su poder en las batallas que le habían conferido el título de campeona en su tierra, sino también –y por sobre todo– por el gran amor que demostraba a quienes la rodeaban.

Y es que la amistad es otra forma de amor; uno más puro, menos egoísta, sin encerrarse en el «tú y yo», abierto a compartir en grupo, a expresarse, a enojarse, a perdonarse. Elegirse no por necesidad, sangre u obligación, sino porque aceptamos que no podemos vivir sin otras personas.

Elegimos a nuestros amigos no por habernos enamorado de ellos sino para construir con ellos momentos gratos para recordar.

La Isla a la cual arribaron no era muy grande, parecía más bien algo rústica, repleta de vegetación y con caminos pequeños. Creyeron que debía haber algún hotel, con algo de suerte un centro Pokémon, y se entregaron a la tarea de buscarlos encontrándose con apenas un par de casas. Uno de los lugareños les indicó que la isla donde podrían encontrar un lugar donde pasar la noche estaba apenas unos 10 minutos a nado, y aunque Blastoise podría haberse quejado por tener que cargarlos, aceptó volver a surfear sin replicarles nada.

A su alrededor el océano se veía oscuro y costaba divisar en la lejanía aquellos pequeños faroles que los lugareños encendían en las ventanas de sus casas para alumbrar la noche, pero eso no les impidió inmiscuirse en el manto negro de la oscuridad y avanzar en búsqueda del refugio anhelado. Jamás se hubieran esperado que en medio de aquella maciza negrura, una figura serpentina de un colosal tamaño saliera de la nada y aferrara a la tortuga echando a todos al agua.

—¡Blastoise, regresa! —gritó Gary y recuperó rápidamente a su Pokémon pensando en cómo enfrentar a su enorme adversario, pero en aquel entorno, y más aún sin tener muchos aliados de tipo agua en sus equipos, se sintieron en desventaja y optaron por huir porque el Mega Gyarados que los había atacado no podía estar allí por casualidad. La voz gruesa de un entrenador se distinguía a lo lejos.

Luna montó a su Decidueye –en el buen sentido–, mientras que su maestro hacía lo mismo con su Fearrow y ambos salieron volando, cubiertos de una oscura infinidad. Satoshi, por su parte, se desesperó en tomar la mano de Serena, y cuando por fin pudo encontrarla abrió la pokeboka de Charizard, pero apenas despegar buscando perseguir a sus compañeros, un rayo voluminoso impactó contra una de las alas del dragón obligándolo a realizar un aterrizaje de emergencia y regresar al Pokémon de fuego a fin de que su llama no volviera a delatar su posición.

Ese Hiper Rayo dejó al Gyarados sin poder repetir un pronto ataque, situación que el dúo de enamorados aprovechó paranadar unos metros y luego trepar el acantilado de una isla cercana, a riesgo de ser destrozados por las olas contra la piedra, y refugiarse en la vegetación de sus costas. Estaban ocultos, no había necesidad de pelear.

Esperaron al abrigo de aquella noche sin luna a que el Pokémon de agua se rindiera y desapareciera tras la bruma antes de avanzar. La nueva isla no era diferente a la primera: mucho vegetal, poco camino, y con una penumbra densa como la niebla que los obligara a transitar tanteando tanteando con las manos, sin poder ver más allá de su nariz. Parecía que todo allí estuviera hecho a propósito para que se perdieran.

Quedarse en la orilla era peligroso por lo que decidieron seguir caminando tropezándose ocasionalmente con ramas y raíces, sintiendo como el pasto raspado a sus tobillos. Serena se arrepintió rápidamente de aquella ropa de colegiala que había cargado hasta que en un momento, tras casi media hora de avanzar y avanzar sin ver, se toparon con un claro donde la cálida luz de los candiles qué alumbraban el exterior de las casas de un pequeño poblado los iluminó.

Aquella visión dejó al Azabache y a su novia completamente maravillados: el pueblito era pequeño, pero precioso; con casas bajas de paredes blanquecinas adornadas con techos de tejas y adobes de tonalidades rojizas. Había pequeños caminos empedrados y muchos Pokémon estabulados, como una postal salida de la imaginación de un pintor vintage y extravagante.

Un hombre anciano los vino a recibir.

—Paz a ustedes, forasteros. Es muy tarde para andar de viaje, ¿buscan algo? —Su ropa larga adornada con un colgante en cruz ocasionó un vuelco en el estómago de Satoshi; era un sacerdote de la misma fe que profesaba Fennel.

—Paz y bien —saludó Serena—. Nos encontrábamos viajando hacia el hostel de una isla cercana cuando un Pokémon salvaje nos atacó haciendo que nos separaremos de nuestros amigos y acabáramos aquí. Es un poco tarde y está oscuro como para ir a buscarlos, pero estamos seguros que están en la isla a la que nos dirigíamos. ¿Sería tan amable de decirnos si hay un lugar para alojarnos? Sólo sería por esta noche.

El sacerdote, comprendiendo la situación, les ofreció hospedarlos en la iglesia, y una vez aceptaron los acompañado por uno de los caminos empedrados de plateados adoquines hasta el borde de un risco donde una capilla se alzaba exhibiendo un pintoresco farol en la más alta de sus agujas. Sus paredes, blancas como las de todo el pueblo, contrastaban poéticamente con la negrura de la noche.

Una vez adentro les ofreció comida y un baño junto a dos habitaciones separadas, pero primero Satoshi llamó a sus amigos para informarles que estaban bien y Gary se rió de lo lindo cuando le dijeron que, pese a estar solos, acabarían durmiendo en una iglesia donde no podrían pasar la noche compartiendo cama.

—Satoshi boy, amigo, en serio; tengo miedo de que Luna me toque mientras duermo —confesó el castaño una vez cerciorarse de no ser oído.

—Sí, todos lo tenemos.

Acordaron reunirse al día siguiente en el centro Pokémon y, tras colgar la llamada, Serena y su morochito se sentaron junto a dos sacerdotes y un monje a compartir la mesa. Bendijeron la comida y disfrutaron de algunas anécdotas en las cuales, aún con miedo, se atrevieron a confesar su verdadera identidad y los allí presentes titubearon antes de afirmar que en aquella casa todos eran recibidos, sin importar su procedencia, pero que intentaran que nadie en el pueblo lo supiera porque hubo rumores sobre personas buscándolos, y nunca sabían en quién se podía confiar.

Las habitaciones de la capilla eran austeras: apenas un cuarto desprovisto de cuadros, con una ventana cada uno, una cama de una plaza, un mueble y una cruz pegada a la pared. Sobresalían los tonos naranja lo cual era extraño pensando en el blanquecino exterior, pese a esto, sus colchones resultaron ser bastante cómodos. Pasaron la noche alejados el uno del otro, y por la mañana fueron despertados por los cantos matinales con los que los religiosos iniciaban sus oraciones.

Algo en la forma de vida de esos monjes trajo una enorme nostalgia a la memoria de ambos jóvenes. Se trataba de personas entregadas en cuerpo y alma, tal como lo fue Fennel: empezaban el día rezando y preparando comida y medicamentos para luego repartirlos a los pobres y enfermos de las islas cercanas. Visitaban a los ancianos, como así también a las personas sin familiares y a aquellos que vivían encerrados en alguna prisión. Tenían cronogramas para frecuentar asilos, hogares de niños, hospitales y centros de rehabilitación para adictos, y contaban en otra de las islas con un edificio que hacía las veces de escuela para los niños isleños donde además podían juntarse a jugar, compartir y aprender. Llevaban la enseñanza y los sacramentos a donde quiera que iban, y aun siendo sólo tres, ocupaban hasta el último de sus momentos para que otras personas pudieran tener un poco de alivio en su realidad.

—Los problemas del mundo no deberían existir, los creamos los hombres en nuestro afán de dominarnos, pero Dios hizo algo para poder solucionarlos: nos hizo a nosotros. Si él lo necesita, seremos sus manos por amor a él y por amor a nuestro prójimo —decía el sacerdote anciano que los encontró para justificar su ajetreo.

—Parece que nosotros no ganamos nada con lo que estamos haciendo, pero nada puede haber más lejos de la realidad. Lo cierto es que al darlo todo por alguien es como aprendemos a amar. El amor de las personas es limitado; lo limita el odio. Amamos a unos, los que son buenos, y odiamos a otros, los que consideramos malos. Entonces, nunca tenemos una experiencia plena del amor —explicaba el monje cuando Serena buscaba entender su forma sacrificada de vida.

—Nuestro amor es una gota de agua, pero el amor de Dios es un océano, y cuando la gota cae en el océano no se sabe dónde empieza uno y dónde termina lo otro. Por eso, como Dios ama todo lo que creo y lo creó todo, para poder amar sin restricciones necesitamos acercarnos más a él y amar como él —decía el otro sacerdote, preparándose para partir.

Satoshi miró a Serena, observó la humilde belleza de aquel pueblo oculto en la espesura de una isla, disfrutó el sabor del mar, y entonces su mente reaccionó: sostuvo la mano de su novia, acarició su rostro y la besó tiernas planteándole:

—Serena, ¿recuerdas que una vez, en Isla Canela, soñamos con realizar un viaje y dijimos qué si en medio del trayecto encontrábamos un lugar bonito sin nadie que nos dijera nada haríamos una locura?

Ella al comprender hacia dónde iba, se escandalizó pegando un grito y el volumen de su voz se elevo hasta desaparecer viendo como el joven entrenador se arrodillaba.

—Este lugar es perfecto, y jamás podría haber imaginado amarte tanto como ahora. Cásate conmigo hoy, Serena.

Los monjes exclamaron un fuerte «¡Oh!» y comenzaron a pelearse entre ellos por el privilegio de otorgarles el sacramento del matrimonio a ese dúo de famosos entrenadores, olvidándole al instante de sus eternas ocupaciones e ignorando involuntariamente que el hecho sustancial de que la niña vuelta mujer aún no había dado su respuesta.

—Pero no tenemos preparado nada.

—Ni tampoco lo necesitamos. Yo sólo te necesito a ti, ¿tú no?

—Sí, pero... ¿y nuestros padres y amigos?

—Sólo nosotros dos, tal como lo habíamos planeado. No me molesta que se molesten si es que a ti no te molesta.

—¡¡¡Di que sí, di que sí!!! —coreaban los monjes sin contener la emoción.

Serena juntó sus manos sobre su propio pecho, clavó su mirada azul en la de Satoshi y sus ojos descansaron en la cuna café del entrenador. Había paz en esa candente mirada.

—Por supuesto que sí —repuso al fin, recibiendo un cantar de vítores por parte de todos los allí presentes, como así también un beso del entrenador—, pero te pediré una condición.

—¡Lo que sea!

—Quiero grabarlo todo y subirlo a pokevisión. —El Azabache, sorprendido, asintió como en cámara lenta—. Quiero que todos lo vean, y que mi madre me llame para retarme por no haberle avisado, y luego me felicite, y juntas lloremos, y que hablemos de la ceremonia, de ti, del vestido... ¡Rayos, el vestido!

Y así, sin dar explicaciones, Serena corrió al pueblo a comprar una tela blanca para confeccionar algo que valiera la pena ser lucido. Los monjes arreglaron preparar la ceremonia al volver, aquella tarde, y Satoshi se dirigió a la costa para meditar sobre lo que estaba sucediendo. No lo entendía con precisión, pero la sonrisa en el rostro de su pikachu le decía que todo saldría bien, que sólo tenía que avanzar.

Mantengo el optimismo, y con él la pobre meta de 10 estrellitas para continuarlo pronto 😂
*** Lean mis otras historias 💝
¡Nos vemos!

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