
Capítulo XXXI: Trato hecho
Hermes observaba incrédulo cómo el Titan más antiguo de todos regresaba a la vida. Su cuerpo empezaba a reparar solo las heridas recientes, cicatrizándolas como si jamás hubiesen existido. Las marcas más antiguas, sin embargo, no desaparecieron. Las marcas hechas con el fuego del infierno no podían ser borradas. Aun así, la fortaleza del que fue en su día, regresó al Titán con fervor.
― Bienvenido, hermano ―escuchó que decía alguien más.
Los azules ojos del Titán se detuvieron solo un instante en él antes de centrar su atención hacia quien le había dado la bienvenida.
Una mujer, con bonitos y elegantes ropajes, permanecía de pie en una tranquila posición. A su lado, la joven que habían creído una esclava humana, agachaba la cabeza en señal de respeto.
― Tetis... ―dijo el titán―. Debería decir que me sorprende verte aquí, en el inframundo. Pero mentiría.
La Titánide que había gobernado el mar junto a él durante los primeros siglos de su existencia, sonrió con satisfacción ante sus palabras.
― Habría pedido ayuda a nuestros hermanos, pero estaban muy ocupados muriendo a manos de los hijos de Cronos durante la primera guerra de los dioses. Fuimos los más avispados. Bueno, al menos uno de nosotros lo fue ―aclaró enviándole una mirada reprobatoria.
― Nunca me gustaron las guerras.
― Y por esa razón, tu pacifica negociación acabó con un dolor de cabeza para mí ―Océano suspiró.
― Imagino que, en consecuencia de mi destierro, también fuiste desterrada.
Tetis sonrió. La diosa Titánide no mostraba estar enfadada. En realidad, pensó Océano, jamás la había visto enfurecerse por absolutamente nada.
― ¿Pa...papa? ―Océano se volvió al escuchar la voz de su hijo. Una voz que creyó no volver a oír nunca más.
Los ojos azules, unos iguales a los suyos, lo miraban con miedo y anhelo.
― Zale ―dijo con voz profunda―. Estás vivo.
Océano lo afirmó con sorpresa, evaluó el lugar donde había sido confinado y encontró lo que no creía que podría ver, pero esperaba después de ver a su hijo allí. La mujer que los había perseguido, la que mató a la mujer que amaba, seguía tendida en el suelo, muerta.
― ¿Por qué no me lo dijiste?
Las palabras dolidas del muchacho lo hicieron reaccionar. Océano ya había escuchado esa recriminación antes.
― Jamás me habrías matado de saberlo. Y habrías intentado llegar hasta aquí cuando todavía no estabas preparado.
― ¡No puedes suponer que no estaba preparado! ¡Debería haber venido hace años, en lugar de esperar a que ella se involucrara y muriera por mi culpa! ―gritó, apenas conteniendo lágrimas de impotencia.
El cuerpo de Tatiana, inerte en brazos del dios mensajero que se había acercado de nuevo a ella cuando la luz dejó de iluminarla, permanecía inusualmente blanca y fría. Zale no se había atrevido a acercarse más, no tenía derecho a ello. Era el responsable de su muerte.
― Morir dos veces.
Tanto Zale, como Océano y la Titánide Tetis, se volvieron hacia aquel que había dicho esas tres certeras palabras. Hermes alzó una ceja hacia Ares, el cual esbozó una sonrisa torcida al saber que había centrado por fin la atención de nuevo a él. Sentirse ignorado, no era algo que le gustara al dios de la guerra.
― Lo sabes también, ¿verdad, Hermes? ―aseguró―. Fue Zeus quien lo dijo al encarcelar a Cronos. El único modo de romper la cadena que encerraba a los titanes, era muriendo dos veces.
Hermes dirigió su dolida mirada de nuevo hacia los dos Titanes y el muchacho que se mantenía a su lado cerca de Tatiana.
― Una para romper la cárcel humana, y otra para romper la condena en el tártaro ―explicó―. Los Titanes fueron encerrados en cuerpos humanos, y al morir, eran condenados a morar en el tártaro. Claro que es imposible imponer una maldición así sin una vía de escape.
― Y si mal no recuerdo, Hades impuso esa regla. Puesto que era quien dominaba este plano del inframundo, estaba seguro de que no podría llegar nadie a este lugar ―terminó Ares cruzándose de brazos.
Zale se volvió hacia su padre.
― Al matarte... ¿Te he liberado? ―Océano sonrió.
― Únicamente alguien que lleve tu sangre puede romper el sello ―citó―. Aviehel rompió mi cárcel humana sin siquiera saberlo, y tú lo has hecho aquí. Pero para ello, para regresar al mundo como un dios, necesitaba algo que ya no poseía; la divinidad que le había entregado a tu madre y que ella había ocultado en esta joven humana.
Hermes bajó la mirada hacia Tatiana. Sus ojos intentaban enmascarar algo que era imposible ocultar. Rozó su mejilla con una mano, una mejilla demasiado fría.
― Por eso su cuerpo no podía contener lo que poseía. Lo que llevaba en su interior, no era solo el poder de una sirena ―Hermes alzó los ojos hacia Océano―. Llevaba la divinidad de un Titán.
Zale pareció comprender de repente lo que ello conllevaba. Se volvió hacia su padre.
― Pisínoe era una sirena semidiosa muy fuerte. Le di mi divinidad para que la guardara. Porque sabíamos que estaba unida a una mujer del futuro, a salvo de los seres que querían eliminarnos ―Océano le dedicó una mirada de disculpa a Hermes―. Siento haberla involucrado, pero no teníamos opciones. Era el único modo que había para romper con esta maldición. Para destronar a Poseidón y terminar con el infierno que estaba morando en los mares por mi culpa. Pero, sobre todo, necesitaba proteger lo único que me ha importado a lo largo de mi existencia.
― No podías estar seguro de esto ―gruñó Zale―. Hemos estado a punto de morir en muchas ocasiones. Llegar aquí no era algo seguro.
― En realidad, eso no es del todo cierto, ¿verdad Tetis? ―dijo Ares completamente seguro, dedicándole una sonrisa irónica a la joven que se mantenía a su lado. La Oceanide, fiel a Tetis, se sonrojó ligeramente.
―Eres un dios bastante astuto, para dedicarte a la guerra ―apostilló Tetis. Luego se volvió hacia Zale―. Pero tiene razón. No iba a dejar algo que me repercutía directamente al azar.
― ¿Has estado detrás, todo este tiempo? ―la regañó Océano, aunque tampoco le sorprendió.
―Tu sirena me pidió que ayudara a liberarte. Yo era la parte secreta de su plan que nunca te contó. De no ser por su persuasivo razonamiento sobre la razón por la que me convenía ayudar a que fueras liberado, tu sirenita y su marioneta no habrían llegado tan lejos, te lo puedo asegurar. ―A Hermes no le hizo falta preguntar para saber que la Titánide había hecho elusión a Pisínoe con la palabra sirenita, y que la marioneta era Tatiana.
―Así que, la persecución de las Arpías intentando matar a Tatiana, las oceánides que por poco la matan en el mar, e incluso en la posada o en Argos... ―Tetis sonrió a Hermes.
― En realidad nunca estuvo en peligro. Lo controlaba, junto a alguna de mis hijas que todavía eran fieles a mí. Clío ―la presentó. La joven oceánide alzó el rostro con orgullo―, se infiltró al séquito de Aviehel para poder guiarla hacia la liberación de Océano sin que lo supiera. Y luego, haciéndola creer que estaban guiándoos a una trampa, os indicó la entrada al inframundo.
Hermes frunció el ceño, apretando con fuerza el cuerpo de Tatiana. Una furia crecía dentro de él.
― Sabíais desde el principio que moriría...
― Era necesario ―aseguró Tetis. Zale miró a su padre, sus ojos decían que él también lo sabía. Eso era también parte del plan.
― ¿Por qué? ―preguntó la voz rota de Zale―. Le hice una promesa que no habría podido cumplir nunca. Es... como si yo la hubiese matado ―. Sus ojos azules se detuvieron en Hermes―. Deberías habértela llevado...
― Habría muerto de todos modos ―aseguró Hermes―. Pisínoe no se habría desprendido de ella hasta que Océano recuperara su divinidad, y eso las habría matado a ambas, al final. Comprendo por qué ha sucedido todo. Como dios, entiendo las leyes a las que estáis sometidos ―aseguró hacia Océano y Tetis―. Pero no puedo aceptarlo. Y no pienso dejar el tártaro sin ella.
Ares rodó los ojos.
― Vamos, Herm, no hagas...
― Me cambio por ella.
― Eso ―suspiró Ares.
Océano abrió los ojos de par en par.
― ¿Cómo?
― Estamos en el inframundo. Alguien ha muerto aquí, pero mientras un alma permanezca, ¿qué importa cuál sea?
Tetis frunció ligeramente el ceño. Incrédula ante las palabras de otro dios.
― ¿Sabes lo que eso significaría? No podrás salir de aquí nunca. No hay ninguna vía de escape para una condena que no ha sido impuesta, sino elegida.
Hermes observó a Tatiana. Imaginar regresar sin ella, volver al presente, donde pertenecía, solo. Había visto morir a Hera, y había podido seguir adelante. Había intentado que no muriera, pero no lo había dado todo para impedirlo. Esta vez no cometería el mismo error.
― Si ella se queda aquí, si muere definitivamente, seguir con vida no tendrá sentido. Prefiero quedarme en el tártaro que vivir eternamente en un mundo donde no esté. Este infierno no me parecerá tan duro si ella sigue con vida.
Ares suspiró.
― Zoquete ―lo insultó―. Ella es mortal, aunque viva ahora, ¿cuántos años más puede hacerlo? Tú vivirás para siempre.
Hermes sonrió.
― ¿Qué da sentido a nuestras vidas? ―murmuró recordando las palabras que Zoe le dijo una vez―. Hace tiempo, no mucho, prometí que le concedería a esta joven un instante que valga la pena. La vida no tiene el mismo sentido par ella que para nosotros. Su vida es corta, pero intensa. Puede que una eternidad sea mucho tiempo, pero para mí, esa eternidad estará vacía. Ella puede vivir un instante en comparación, pero será el instante más largo de todos.
Tetis pareció sorprenderse por primera vez en su existencia. Océano nunca había visto a la Titánide tan anonadada. Y tiempo atrás, él habría sentido lo mismo. Por suerte, su vida había cambiado lo suficiente como para comprender lo que el dios estaba dispuesto a hacer por otro ser.
El sonido espeluznante de las puertas del tártaro desvió la atención de los presentes. Una figura majestuosa, acompañada de otra más menuda, atravesó los peldaños de las últimas escaleras hacía la cruenta sala de torturas.
― Debo suponer que no es cosa tuya, cariño, porque según tengo entendido, las fiestas con los mortales no son de tu agrado. Por lo que me gustaría saber, porque razón el tártaro, lugar de dolor y tortura, se ha convertido de repente en una sala de fiestas.
Una mujer joven, rubia y alegre, vestida con una vaporosa toga oscura, le dio un pequeño golpe amistoso a un hombre grande e imponente. Oscuro.
Ancho de espaldas, moreno, de cabellos oscuros y ojos rojos como los infiernos, medía tres cabezas más que la joven y hermosa rubia. Sus ropas oscuras y rasgadas, de afiladas hombreras y armadura negra, le daba una buena pista de quién era. De cualquier modo, la joven que identificó fácilmente como Perséfone, diosa del inframundo, lo aclaró.
― Hades, corazón, si sigues refunfuñando cada vez que pasa algo interesante en el inframundo, todavía tendremos menos visitas. ―Luego se volvió hacia ellos con una sonrisa estremecedora―. Aclarado este punto, ¿Puede alguien decirme quién es el responsable de que la mujer que debía hacerse pasar por mí, esté ahora formando parte de las almas condenadas del inframundo?
Zale apretó los puños. Vio a su padre interponerse, y sabía lo que iba a hacer antes de que lograra pronunciar una sola palabra.
― Yo la he matado.
Océano se volvió con la palabra en la boca al escuchar la firme voz de su hijo.
― No. Soy el responsable...
―La he matado, padre. Eso no lo puedes cambiar ―lo interrumpió con decisión. Posó entonces sus ojos en los de la joven y aterradora mujer que permanecía al lado del dios de los infiernos―. Me hago responsable de ello.
Perséfone avanzó unos pasos hacia el joven tritón, sin apenas inmutarse, alejó con una mano al titán que había intentado interponerse. Y paralizó a todos los demás por si se les ocurría mover un solo dedo.
― Has descendido al tártaro, has liberado a uno de los condenados y has matado a la mujer que necesitaba para poder permanecer junto a mi marido. Hacía tiempo que nadie lograba enfurecerme tanto.
―Gracias, princesa―la alabó Hades. Perséfone le dedicó una escueta mirada con una aterradora sonrisa.
― Tú eres un caso aparte, corazón. No tientes tu suerte ―Hades no volvió a abrir la boca. Perséfone se dirigió de nuevo al joven tritón―. ¿Eres consciente de tu posición?
Zale miró a su padre, luego al dios mensajero que sujetaba aún a la joven que había dado su vida por la de ellos.
― Lo soy.
Perséfone mantuvo su rostro impasible unos segundos. Y ante el asombro de todos, de un momento a otro, esbozó la sonrisa más dulce y alegre que jamás habían visto.
― Bien ―su rostro risueño se volvió hacia Océano―. Como el trato citaba; si la mujer que se hacía pasar por mí no cumplía su trato, algo que evidentemente no ha hecho y es la razón por la que mora ahora en el inframundo, serías liberado, titán.
Océano asintió.
―Por lo que puedo ver y comprobar, eres libre. El trato ha sido roto. Y como mi buen marido me recuerda todos los días, estamos obligados a cumplir con ellos ―le dedicó una mirada cansada a Hades, que sonrió y asintió con orgullo―. Pero, de todos modos, esto no me complace. Y ahora estáis aquí. Un lugar al que no debería poder acceder ningún mortal.
Tetis alzó su mentón con orgullo.
―Su excelencia, diosa de los inframundos ―la nombró. Perséfone se volvió hacia la Titánide―. Aviehel no es la única oceánide que pude prestar esos servicios. Si regreso al mundo como una diosa, puedo ofreceros el mismo trato que os dio Poseidón.
Perséfone entornó los ojos.
― Aunque tentador, vuestro trato es posible que llegue demasiado tarde.
La joven oceánide a quien habían llamado Clío, avanzó un paso, sorprendiendo a Perséfone al ver que era la única que podía moverse.
― Me he asegurado que no sea así, su excelencia ―dijo solemnemente―. Mi presencia aquí es solo simbólica ―entonces, su aspecto cambió, transformándose en una copia exacta a ella―. La propia Aviehel me ofreció un elixir que me ofrecía una máscara. Ella creía que la usaría para sus propios planes, pero sabía que Aviehel no cumpliría con su trato y descendería los infiernos para presenciar la caída del muchacho ―apuntó señalando a Zale―. Así que usé el elixir para aparentar su aspecto, excelencia, y solo me ausentaba para guiarlos hasta aquí mostrando mi propia apariencia. Su ausencia en el mundo, no ha sido revelada. Puedo prometerle eso, al menos.
Tetis, sonrió a su hija, y asintió con orgullo.
― Es todo por ahora, Clío. Puedes seguir con ello.
De un instante a otro, la joven oceánide desapareció como si jamás hubiese estado allí.
― Lo tenías todo planeado, Tetis ―se burló ligeramente Océano. La Titánide sonrió con orgullo.
― Nunca dejo nada al azar. No soy como tú, hermano ―se volvió entonces hacia Perséfone―. ¿Es este trato de su agrado, excelencia?
Perséfone se volvió hacia Hades, la sonrisa ladeada de su marido la llenó de tranquilidad y anhelo.
― Bien ―corroboró―. El trato es justo. Y como el que ligaba a Océano, también el tuyo es morir dos veces.
― Mi hija Clío me mató en el plano humano, por esa razón he podido llegar aquí sin muchas dificultades, como ya sabrás ―aseguró dedicándole una mirada cómplice al Titán liberado―. Ahora solo queda romper mis cadenas aquí.
Perséfone miró a su marido.
― Alguien con su misma sangre. ¿Quieres tener el honor, mi amor? Lo haría yo misma, pero sé que a ti te complacerá mucho más.
Hades sonrió todavía más, saboreando ese instante que había adivinado desde que su sonrisa empezó a dibujarse.
Hades, hijo de Cronos, era también su sobrino. Llevaba sangre de titán. De todos los presentes, excluyendo a Océano y al propio Zale que ya había liberado a un titán, él era el que poseía la sangre más directa. Y el que más ganas tenía de matar a uno de sus tíos con sus propias manos.
― Con mucho gusto, cariño.
Océano vio a Tetis prepararse para su momento, igual que hizo él. Pese a que sabía que todo había sido para su propia conveniencia, estaba agradecido por su colaboración. Su unión nunca fue física, ni emocional, pero Tetis había sido su hermana más leal. La única con la que había podido establecer una relación cordial y afín. Por lo que, en el fondo de su corazón, Océano se alegró por su liberación, y sonrió cuando la vio morir en el tártaro y desvanecerse en una luz divina que regresó a los mares. El lugar donde pertenecía y permanecería para siempre.
No así en su caso. Él ya no pertenecía al mar. Solo había visto un hogar en toda su existencia.
Hades se retiró elegante, dirigiéndose con paso firme hacia donde Hermes seguía sujetando a la joven sin vida.
― ¿La oferta ha sido en serio, mensajero? ―preguntó Hades al joven dios―. ¿Quieres quedarte en el inframundo en su lugar?
Hermes miró a Tatiana un instante.
― Totalmente en serio.
Hades solo utilizó una mano para apartar al dios del cuerpo de la joven. Hermes se quedó un instante aturdido, sentado sobre el suelo del tártaro.
Hades alzó su mano derecha con la palma hacia arriba, como si invitara al cuerpo inerte de la joven a alzarse. Pero no fue Tatiana quien se levantó. Algo en su interior, una luz brillante y azulada, salió de ella hasta tomar la forma incorpórea de una mujer.
Océano abrió los ojos de par en par al reconocerla, pero su voz se apagó cuando la vio volverse hacia el cuerpo de la joven aún tendida en el suelo, imitando el gesto del dios de los infiernos.
Tatiana abrió los ojos, y sujetó con fuerza la mano que la sirena le tendía.
― ¿Noe? ―consiguió decir Océano.
Y el letargo de la sirena se desvaneció como el humo, observando incrédula a quien jamás creyó poder volver a ver.
***
Tatiana no conseguía sentir nada más que un frío sobrecogedor. La mujer que había permanecido dentro de ella, ya no estaba a su lado. Había querido tantas veces deshacerse de su sirena interior, que ahora que lo había conseguido, se daba cuenta de que era difícil notar su ausencia. Al parecer, se había acostumbrado a ella.
― Tiana... ―escuchó que alguien la llamaba.
No era necesario verle para saber quién era. No había nadie más que la llamara así. Lo vio a su lado, muy cerca, pero sin tocarla. Estaba sentado. Su rostro desencajado, sus ojos abiertos de par en par, incrédulo. Parecía como si estuviese viendo un fantasma.
― No habrá vuelta atrás, ¿lo entiendes?
Tatiana alzó el rostro para identificar quién había dicho aquello. Era un hombre alto, muy alto. Moreno y de apariencia oscura y terrible. Sus ojos llameantes miraban a Hermes con severidad.
― Lo comprendo, Señor del Inframundo.
― ¿Qué? ―consiguió decir al comprender a quien hablaba―. ¿Qué comprendes? ¿Qué pasa? ¿Por qué sigo viva?
Fue Pisínoe quien contestó.
― No estás viva, Tatiana. ―La joven se volvió hacia la sirena que había estado tanto tiempo junto a ella―. Al igual que yo, ahora formamos parte del inframundo.
― ¿Sigo muerta?
― No por mucho tiempo, no te preocupes ―aseguró Hermes. Lo cual no consiguió tranquilizarla en absoluto.
― ¿Qué quieres decir?
Los ojos angustiosos de la joven lo tranquilizaron. Esbozó una sonrisa, acercándose a ella solo un poco. Alzó una mano, y de ella cayó un medallón. Un ala plateada que Tatiana creyó no volver a ver.
― ¿La has encontrado? ―dijo angustiosa―. Creí que la había perdido... Lo siento, no quería...
― No la perdiste ―aseguró.
― Yo la cogí sin pensar ―dijo Zale, de pie a pocos metros de ellos. Avergonzado―. Lo siento....
Tatiana frunció ligeramente el ceño, pero sujetó el ala plateada, agradecida de haberla recuperado.
― Sé que quizás significa poco para ti, pero lo es todo de mí. Cuídala bien.
Tatiana volvió a mirar a Hermes. No terminaba de entender qué estaba pasando, pero su corazón se estremecía al creer saberlo.
― Nunca la perderé. No me separaré de ella, lo juro ―aseguró, guardándola cerca de su corazón. Se mordió los labios, sabiendo que ese no era el mejor momento, había demasiados ojos y oídos cerca, pero no sabía si tendría más oportunidades―. Hermes... yo...
― No podemos esperar más ―la interrumpió Hades.
Hermes se volvió hacia el dios del inframundo.
― Espera. ¿Qué ocurre? ―dijo Tatiana. Perséfone se situó a su lado.
― Hermes ha hecho un trato con mi marido, Hades. Entregará su vida a cambio de la tuya.
Tatiana abrió los ojos de par en par, volviéndose incrédula hacia Hermes.
― ¡¿Te has vuelto loco?!
― Hay reglas. Un alma ha entrado en el inframundo, y un alma debe quedarse. Que sea la tuya o la mía carece de importancia ―explicó con simpleza. Tatiana no daba crédito a sus palabras.
― ¿¡Qué gilipollez es esa!? ¿Hasta dónde estás dispuesto a llevar ese sentido de la responsabilidad tuyo, Hermes?
― No puedo dejar que mueras ―dijo. Tatiana pareció enfurecerse todavía más.
―Te dije que no podías hacerte responsable de mis decisiones. Aun si fallase, no es culpa tuya. ¡No puedes hacerte responsable, Hermes!
Hermes alzó una mano, ignorándola, dispuesto a ofrecer su vida al dios del inframundo.
― ¡Para! ―le gritó tirando de su mano con fuerza. Hermes la miró con los ojos contraídos. Como si intentara ocular un profundo dolor.
― Tiana... Deja que lo haga ―ella negó con la cabeza.
― No puedo... No podría seguir, sabiendo que estoy viva porque tú has muerto.
Hermes sonrió.
― No importa. De verdad. He vivido muchos siglos, persiguiendo momentos efímeros. Tenías razón, tengo un absurdo enamoramiento con la vida humana. Quería saber lo que es sentir una inmensa felicidad en un solo instante que sabes que va a terminar. Deseaba poder vivir con la misma intensidad que vivís vosotros.
― No podrás hacerlo si mueres. ―intentó persuadirlo.
Hermes negó con la cabeza.
― Ya lo he hecho. No lo sabía hasta ahora, pero en estos días he sido más humano de lo que jamás pensé que sería ―aseguró―. He sentido miedo, y rabia y una resignación dolorosa. He creído hacer lo correcto, y morir por dentro por ello. Pero, sobre todo, he deseado que un instante fuera eterno, aun sabiendo que no duraría más que eso, un segundo.
― ¿Tanto te ha gustado esta locura de aventura? ―se atrevió a bromear. Hermes rozó su mejilla con cuidado.
― No me refería al viaje. Me refería a ti. ―Tatiana no supo que decir. Estaba asombrada. Como si fuese un sueño―. Me negaba a pensar en ti de otro modo. Porque lograbas sacarme de quicio. No podía ser el dios cordial y obediente a tu lado. Conseguías que fuera un completo desastre. Pero no puedo resignarme a perderte. No puedo aceptar que te has ido. No puedo volver a ser como era antes. Y si no estás aquí para hacerme perder la cordura, prefiero no volver a ser un dios nunca más.
Tatiana no podía dar crédito a lo que decía. Parecía... Era como si él...
― No tengo toda la eternidad ―gruñó Hades.
― De hecho, sí la tienes, mi amor ―lo corrigió Perséfone ganándose un suspiro cansado.
― Se supone que estás de mi parte, princesa.
― Y lo estoy, pero debes reconocer que esto es muy interesante. Es mucho mejor que ver a esas almas atormentadas todo el día ―Aseguró Perséfone, acomodada como quien esta en el cine. Hades gruñó ante su comentario, dirigiendo su mal humor hacia Hermes.
― ¿Piensas cumplir el trato o mejor dejo que la chica pase al lugar donde moran las almas, mensajero?
Hermes se enderezó dispuesto a cumplir con su parte. Se volvió un instante hacia Ares, que seguía de pie junto al joven tritón.
―Asegúrate que regresa sana y salva ―Ares asintió. Por la cuenta que le traía, lo haría sin duda alguna. Y eso era mayor garantía que cualquier estúpida confianza que podría arraigar por el dios.
Tatiana se abalanzó, pero la mano firme de Hades se lo impidió. Sellando también con ello sus labios, a punto de pronunciar palabras que habrían detenido las intenciones del dios mensajero, supuso Hades. Empezaba a cansarse de tanta charla.
Por su lado, Tatiana sintió una fuerte impotencia ante su incapacidad. Ahora formaba parte del inframundo, al menos hasta ese momento. Y su existencia dependía por completo del dios que gobernaba en ella. Sintió las lágrimas arder ante la certeza de que iba a ver morir al hombre que amaba delante de sus ojos, entregando su vida por ella, sin poder hacer absolutamente nada.
Su corazón se rompió en mil pedazos, viéndose incapaz de decir lo que sentía siquiera. No tendría esa oportunidad. Y estaba matándola.
Por suerte o por desgracia, la mano de Hermes jamás rozó la del dios de los infiernos. Una más poderosa lo detuvo en seco.
― No lo hagas.
La firmeza en la voz del titan lo hizo fruncir el ceño. Océano se volvió hacia Hades.
― No importará un alma que otra, ¿cierto? ―apuntó. Hades alzó una ceja―. He cumplido mi condena y castigo aquí, en el tártaro. Si muero, no puede ser este mi destino.
― Padre... ―murmuró Zale. Océano le sonrió a su hijo con cariño.
― ¿Qué certeza tienes al respecto? ―dijo Hades con expresión ufana.
― Mi alma no está corrompida. Morí dando mi vida por la de mi hijo, para protegerlo. Llegar aquí, al tártaro, era solo parte de la maldición impuesta. Morir por un sacrificio, tiene otro destino.
― Los campos Elíseos ―canturreó Perséfone, fastidiando de nuevo a su marido―. Donde Pisínoe ha morado y morará el resto de la eternidad, ¿verdad mi amor?
― Princesa, tu romántico corazón un día me matará de verdad ―se lamentó Hades. La joven ninfa, reina del inframundo, se apoyó melosa en el pecho de su marido.
― Ya lo hice, si mal no recuerdo. Y no te va tan mal ―aseguró. Se volvió hacia Océano―. Haz el trato adecuado, Titán.
― Ofrezco mi existencia a cambio de la de la joven. Ella vive, yo me quedo. ¿Hay trato? ―dijo con firmeza, alzando confiado su mano.
Hades, pese a todo, esbozó una lánguida sonrisa.
― Trato.
La mortífera mano del dios de los infiernos, atrapó la del titán, arrebatándole la vida que hacía poco había recuperado. Por consiguiente, el trato cumplió su cometido, regresándole la vida al cuerpo inerte de la joven humana.
Tatiana sintió su cuerpo pesado, dolorido. Y la intensidad del dolor aseguró que estaba bien viva. Hermes no esperó a sujetarla, ayudándola a respirar con naturalidad.
― Te dejo el resto a ti, princesa ―apuntó Hades a Perséfone, desvaneciéndose con un gruñido cansado.
Océano miró a su hijo, sintiendo de algún modo que volvía a abandonarlo. Zale avanzó hacia ellos. Pisínoe, con el rostro ansioso al ver de nuevo a su hijo, se acercó a su vez.
― El niño antiguo... ha recuperado por fin aquello que nunca encuentras dos veces ―dijo Zale a su padre. Océano sonrió.
― Sé que estarás bien. Eres hijo de un titán y una semidiosa. El mar corre por tus venas ―aseguró. Con firmeza, el medallón que simbolizaba su divinidad, que había regresado a él con toda su gloria, se lo ofreció a su hijo― Es el momento de que seas tú quien lo gobierne.
Pisínoe acunó la mejilla de su hijo con ternura.
― He estado a tu lado, siempre he cuidado de ti. Lo sabes, ¿verdad? ―Zale sonrió.
― Lo sé, madre. Siempre te he llevado en mi corazón ―aseguró.
Pisínoe sonrió. Le dirigió una mirada a la joven que ahora estaba de pie. Hermes la mantenía sujeta, su cuerpo debilitado todavía no podía mantenerse en pie por sí solo.
― Lamento todos los inconvenientes que te he causado, Tatiana. ―Ella sonrió.
― No hay problema. Aunque, las pesadillas podrías habértelas ahorrado ―la regañó, aunque su tono dejaba claro que no hablaba en serio.
― Gracias, de todos modos. Has hecho más de lo que creía que harías. Eres una mujer admirable ―aseguró. Luego se volvió hacia Hermes―. Te vi en la última guerra de dioses. Eres más humano de lo que creía que eras. Pensé que serías un problema, tan obediente como eras. Pero parece ser que, en la compañía adecuada, has resultado ser mucho más... interesante.
Hermes frunció ligeramente el ceño ante el comentario. Imaginaba que, cuando llevo a Tatiana y a Zoe a los limites del templo de Zeus para que pudiesen regresar al presente ―antes de descubrir el plan de Afrodita―, la sirena que Tatiana llevaba dentro y que la controlaba, debía haber visto como una ventaja su estúpida sumisión. No así entonces, que había protegido a Tatiana a toda costa, desobedeciendo sus instintos, solo porque ella así lo deseaba. Podría habérsela llevado a la fuerza, como prometió. Pero había permitido que la joven llevara a cabo su misión, como ella quería.
― Es hora de irse ―aseguró Perséfone.
Como un puente de un lado a otro, Perséfone les facilitó el camino hacia los Campos Elíseos. Un lugar de reposo en el que moraban las almas bondadosas.
Zale pudo ver desaparecer a sus padres tras un camino nebuloso que la joven diosa había hecho aparecer. Sonrió complacido.
Océano, titan de los mares, caminaba por fin al lado de la mujer que consideraba su hogar. Había buscado durante siglos la entrada al inframundo. Y encontró a Pisínoe en su lugar.
Un motivo. La razón por la que estaba dispuesto a renunciar a todo por seguir a su lado. Ella era su libertad. Y después de tantos siglos, el titán era verdaderamente libre.
― Te encontré ―se escuchó decir Océano. Pisínoe sonrió, y ambos desaparecieron para siempre.
Juntos para toda la eternidad.
Mientras, aún en el tártaro, todos los presentes aguardaron tras un silencio estremecedor. Un silencio que cerraba el último capítulo.
Entre ellos, sin embargo, había un dios que no se regía por esas reglas. Y poco le importaba los adecuados finales con frases perfectas.
Cruzado de brazos, suspiró con fuerza, eliminando así el tranquilo silencio.
― Todo muy bonito y eso, pero... ¿Alguien sabe cómo salir de aquí?
Fue Hermes, como de costumbre, quien le dedicó una mirada glacial al dios de la guerra. Zale únicamente puso los ojos en blanco, empezando ya a acostumbrarse a ese extraño dios. Pero de entre ellos, Tatiana fue la única que respondió con alegría. Alzó la bolsa donde había guardado el medallón que ahora reposaba en el cuello del nuevo señor de los mares.
― Por suerte para nosotros, tenemos billete de vuelta. Si te portas bien, igual te doy uno ―bromeó, consiguiendo que tanto Hermes como Zale rieran ante el comentario. Ares alzó una ceja, no tan feliz, aunque no molesto del todo.
― Muy graciosa.
Tatiana no detuvo su risa, no podía evitarlo. Habían descendido los infiernos. Se habían enfrentado a una oceánide enloquecida, a Hades, a la propia muerte. No podía enfadarse, ni siquiera con Ares. Si alguna vez sintió algún resentimiento hacia él, había desaparecido.
Al fin y al cabo, estaban vivos. ¿Qué más se podía pedir?
***
Lejos de allí y cerca al mismo tiempo, las aguas planas y turbias del rio Aqueronte reflejaban los rostros resignados de los que allí esperaban. En la orilla, en una montaña, apilados los cuerpos de los fallecidos, condenados a no saber aún su destino.
El ser retorcido que era Caronte, el barquero, aceptó los óbolos de los siguientes pasajeros. No obstante, mirando hacia el barro que ensuciaba las almas descompuestas, vio a una que ya había visto antes. Una que deslumbraba en las ocasiones anteriores una vivacidad repulsiva. La vio humillada por almas que antes habían sido pisoteadas por ella. La vio intentar llegar a él. Incapaz de alcanzar la barca. Su óbolo era oscuro, lo sabía. Su destino sería aquel que había visitado infinidad de veces para torturar a otro condenado.
Aviehel alzó su rostro, contraído por la rabia y el terror. Nadie podría ayudarla ahora.
Caronte posó sus huesudas manos en el largo remo, y le dedicó una escalofriante sonrisa a la que fuere la Oceanide que debía transportar al tártaro como un capricho.
― Te lo dije ―escuchó pronunciar al barquero―. La crueldad se paga.
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