
Capítulo XXV: Grietas
Hermes recordaba haber estado antes con las peores compañías inimaginables. Trabajar para Zeus, por ejemplo, sabiendo que odiaba a la diosa de quien era completamente leal. O cuando guio a Zoe hacia su destino, acompañado también por Zeus, presenciando la fuerte unión que compartieron. También se había quedado entonces a solas con el dios. Y definitivamente, ninguna de esas situaciones había sido tan incómoda como la que estaba sufriendo en esos momentos.
Hablar con Zale era todo un reto. Su forma de hablar y decir las cosas no era agradable y, por si fuera poco, se hacía evidente que le gustaba muy poco su compañía. No podía culparlo, el sentimiento era mutuo. Para él tampoco era fácil lidiar con el tritón. Pero saber que existía una necesidad de mantener esa conversación en concreto no facilitaba en absoluto las cosas.
― Sabías desde el principio por qué razón veníamos aquí, ¿verdad?
El dios ni siquiera intentó romper el hielo con un comentario superficial, como habría hecho tiempo atrás. No necesitaba fingir. Zale contrajo el gesto antes de contestar.
― Sabía lo que dije en Nauplia: Mi padre guardaba secretos que solo el sacerdote Evan sabía. Y me contaba historias. Historias como la que te conté anoche sobre la entrada al inframundo. Quería saber si Evan la conocía también y si mi padre le dijo algún modo de... de llegar allí y terminar con esto para siempre ―aseguró. Hermes se cruzó de brazos mientras avanzaban por una de las calles de Argos.
― Así que, cuando hablabas del templo de Hera, en realidad te referías al santuario. Y decidiste cumplir con la leyenda que tu padre te contó cuando viste el medallón en la taberna. Menudo plan ―refunfuñó.
― Nunca he tenido un plan. Solo sé lo que recuerdo. Y la única pista que tenía era el lugar donde crecí.
― ¿Y qué crees que encontrarás en el inframundo? ¿Crees realmente que, si vas al tártaro y lo liberas, su venganza te beneficiará?
Zale se encogió de hombros.
― Mi padre creía en ello. Y yo creo en mi padre. Si tienes una idea mejor, puedes exponerla.
Hermes miró hacia el frente con gesto furibundo al saber que no la tenía. De hecho, desde que había llegado al pasado no tenía la menor idea de lo que debía hacer. No conocía los detalles, iba a ciegas. Y eso era algo que detestaba.
― Yo tampoco quiero que Tatiana se involucre en esto ―espetó Zale en una afirmación de reproche―. Y si pudiera te pediría que te la llevaras lejos y no regresara jamás aquí.
Hermes miró al muchacho de reojo.
― Pero si lo hiciese, la sirena que lleva en su interior la mataría, ¿verdad?
― Lo hará si no nos damos prisa ―confirmó Zale sus sospechas―. No sé qué tipo de vínculo hay entre ella y mi madre, pero sea lo que sea, no va a soportarlo mucho más. Perderá el control y dejará de ser humana.
Hermes suspiró.
― Puedes notarlo mejor que yo. He intentado engañarme, pero está claro que es mucho más fuerte que ella. Si no fuera porque sé que Pisínoe era solo una sirena, creería que lleva dentro una divinidad.
Zale lo miró con una pregunta clara en sus ojos confusos. Hermes sabía perfectamente lo que decía. El mismo Kayros se lo confesó antes de decidir hacer un trato con Ares para ir al pasado.
La divinidad que Hera había puesto en el interior de Zoe, la habría matado tarde o temprano. El hecho de acompañar a la joven humana desde su nacimiento, había acostumbrado a Zoe a la presencia divina en su interior, eso había hecho que su cuerpo se deteriorara más lentamente. Pero tarde o temprano, el poder de Hera habría terminado con su vida humana.
Tatiana llevaba la naturaleza de una sirena en su interior. Pero estaba muriendo. Poco a poco moría. Y cada vez, el instinto que llevaba en su interior la dominaba más.
Pero Pisínoe había sido solo una sirena. No tenía alma divina.
― No entiendo porque la eligió. ¿Por qué no se vinculó conmigo?
―Tu madre ya se había vinculado a Tatiana antes de que tu nacieras, muchacho ―confesó Hermes.
― ¿Tatiana es mayor que yo? ―preguntó asombrado.
Hermes negó con la cabeza.
― Es más complicado que eso.
A Zale le habría gustado hacer más preguntas. Más acerca de esa afirmación. Pero, por el contrario, eligió otra de muy distinta.
― Si salimos de esta con vida, ella tendrá que marcharse, ―Zale alzó los ojos hacia el dios―. ¿verdad?
Hermes abrió la boca esperando que con ello saliera alguna respuesta de ella. Pero no tenía ninguna. Cuando Zoe se enamoró de Zeus, la única razón por la que regresó al presente era porque Tatiana estaba en el pasado. No podía, ni quería alejarse de ella. Pero el caso de Tatiana ahora era muy distinto. Su hermana estaba en el presente, pero estaba casada, tenía un hijo y era inmortal. No sabía qué podría decidir Tatiana si tenía la oportunidad de quedarse.
Si Tatiana estaba enamorada de ese muchacho, si existía la opción de quedarse, ¿se quedaría allí?
Seguramente, pensó Hermes. Y él no volvería a verla nunca más. Tendría que dejarla marchar. Tendría que...
― ¿Ese de ahí no es Ares? ―Hermes se volvió hacia donde ahora miraba el tritón.
Le había dado unos instantes para contestar a su pregunta, pero era evidente que él tampoco había querido escuchar la respuesta que Hermes pudiera haberle dado. O quizás su silencio fue suficiente para el tritón.
***
A pocos metros, en la plaza del pueblo donde se concentraban algunos comerciantes y pueblerinos, Ares observaba con fingida indiferencia, a un herrero modelando espadas a golpes de martillo. Las chispas que desprendía el metal se movían como los fuegos artificiales, apagándose a centímetros del candente hierro naranja.
No había tenido intención de llegar al pueblo, pero uno de los sacerdotes que había salido en busca de agua al pozo, le aseguró que el pececito y el dios niñera habían ido allí a por alguna información de la que no sabía nada. No es que, al dios de la guerra, desterrado en múltiples ocasiones, le importara lo más mínimo. Pero no estaba dispuesto a pasar ni un solo día más en ese pueblo humano.
Su posición en el Olimpo lo había hecho soberbio, y las traiciones por las que había sido desterrado; solitario. Así que no era extraño que, por primera vez en siglos, o quizás en toda su existencia, estuviera viendo un pueblo humano. Había esperado muchas cosas, pero ninguna de ellas lo que fue en realidad;
Una sorpresa.
El mundo humano, las cosas que hacían, eran más fascinantes de lo que estaba dispuesto a admitir.
Ensimismado como estaba en observar lo que el herrero hacía con el pedazo de metal que dominaba cual Hefesto, no se abstuvo de permanecer en medio de la calle, ocasionando dificultades a los transeúntes. Entre ellos algún que otro empujón del que no hizo el menor caso. Hasta que uno de ellos logró que perdiera el equilibrio, consiguiendo que por poco le cayera encima al herrero y su espada a medio formar.
El dios que llevaba dentro, se enfureció tanto que sus instintos le llevaron a sujetar con fuerza al supuesto atacante para que no escapara.
― ¡Maldito torpe humano! ―gruñó.
El rostro del dios de la guerra pasó de la furia al asombro, para volver a enfurecerse.
― Vaya, creí haberte dicho que cuidaras tu impertinencia ―gruñó. La joven, sujeta todavía por la fuerte mano, le devolvió la misma mirada furibunda.
― Y yo pensé que te marchabas.
Ares estaba a punto de contestar a su pequeña pulla cuando otra voz llamó su atención. Una que le era muy familiar.
― ¿Ares? ―El dios se inclinó para ver a la joven que se asomaba por detrás de la pequeña esclava.
― Pero si tenemos a la sirenita con nosotros.
Tatiana frunció el ceño, intentando ignorar las sarcásticas palabras del irritante dios tanto como pudo. Todavía no lo había perdonado por secuestrarla y engañar a su hermana.
― ¿Te importaría soltar a mi guía? ―le espetó. Ares alzó una ceja interrogativa, señalando con el mentón a la esclava en una incrédula referencia.
―¿Tu guía? No me parece este un buen momento para hacer turismo ―señaló. Tatiana puso los brazos en jarra.
― Quizás llegues a tener tiempo para eso si no la sueltas. Te interesa tanto como a mí que nos lleve donde nos tiene que llevar. Te lo aseguro.
Ares entrecerró los ojos, dudando un instante en ignorar a la joven. Pero muy a su pesar, estaba allí para que la sirenita regresara al presente, lo cual daría como resultado que él volviera al Olimpo definitivamente. Y después de lo que había presenciado, podía decir con seguridad que la joven sirenita no hacía las cosas porque sí.
Refunfuñando, Ares soltó a la pequeña doulos. Los ojos claros de la esclava le devolvieron una mirada envenenada que no le pasó por alto.
― ¿Dónde están Hermes y Zale?
Ares dejó escapar una carcajada.
― No soy yo el "dios niñera" aquí, bonita ―protestó―. La pregunta es qué haces tú sola... Bueno, más o menos sola ―continuó. La joven doulos frunció más el ceño ante el comentario.
― Eso me gustaría saber yo.
Tatiana se volvió sobre sus talones al escuchar la voz inconfundible de Hermes a sus espaldas. Zale lo acompañaba.
― Os buscaba ―dijo con firmeza.
―Te dije en la nota que...
― Ya. Que me quedara ―contestó por él―. Eso da igual ahora. Esto es más importante.
― De eso nada, ¿no puedes quedarte en un sitio quieta ni siquiera por una vez en tu...?
― Talila puede llevarnos a la puerta de la entrada al inframundo ―lo interrumpió.
Los ojos de Zale se abrieron de par en par al escuchar la afirmación de la joven.
― Conoces la leyenda.
Tatiana dirigió sus ojos a Zale por primera vez después de la tarde anterior, cuando la besó en la cabaña. No pudo evitar sonrojarse ante el recuerdo, lo que hizo que Zale se avergonzara también. El silencio incómodo fue interrumpido por Hermes, que no había pasado por alto el intercambio de miradas.
― ¿Cómo conoces la leyenda? ―gruñó. Tatiana se aclaró la garganta.
― Sí, el... el sacerdote Evan me la contó. Me dijo cómo podía ayudar... ―Tatiana sacudió la cabeza, y volvió a mirar a Zale ―. Me dijo cómo ayudarte.
― El niño antiguo... ―murmuró citando la leyenda que su padre le contaba.
― Tenemos que liberar al titan ―aseguró Tatiana.
Ares carraspeó.
― Genial, en el inframundo todavía no he estado.
― Pero ―puntualizó Zale con el ceño fruncido―, aunque encontremos la puerta, no conozco el modo de abrirla.
Tatiana esbozó una sonrisa ladeada.
― Yo sí.
***
El bosque más allá de Argos resultaba ser un laberinto de árboles idénticos. Tatiana ya había paseado por ese paisaje monótono y confuso. Encontró allí a Talila, la misma que conocía a la perfección la diferencia entre dos arboles iguales. Los guiaba a través de un sendero invisible, decorado por arbustos y troncos que parecían crecer en él al azar. Si no hubiese sido porque la pequeña doulos se detuvo después de otro árbol repetido, jamás habrían encontrado el punto exacto.
― Esto me resulta realmente familiar ―comentó Tatiana.
― Es como la sala de bucle ―recordó Hermes.
―Que lástima que aquí no puedas jugar a hacer desaparecer tu mano, ¿verdad Hermes?
El aludido entornó los ojos fulminando al dios de la guerra con la mirada. Por desgracia, no pudo evitar sonrojarse ante el vergonzoso recuerdo. Afrodita había usado ese truco en su templo mientras maquinaba su propio plan. El efecto bucle lo había fascinado tanto que no se abstuvo de jugar con él introduciendo una mano en el campo repetitivo para que apareciera al otro lado de la sala. No había sido el momento indicado para ello, y era otra de las cosas que Ares se empeñaba en recordar para avergonzarlo.
― Gracias, Talila ―los interrumpió Tatiana, ignorándolos por completo.
― Según la leyenda, Hades abrió el suelo y se llevó a Persefone al inframundo desde aquí.
Zale asintió ante la información de la doulos.
― Aquí está la puerta.
Con los brazos cruzados, Ares miró a un lado y a otro.
― ¿Dónde? Yo solo veo más árboles y arbustos.
― Imagino que tiene que haber algún tipo de cerradura ―aseguró Hermes paseándose por los alrededores.
― ¿Cómo diablos puedes asegurar que este es el sitio, esclava? ―gruñó Ares con cierto desprecio. La joven señaló el suelo a los pies del dios.
― Este es el único lugar donde no crece hierba en el suelo.
Tanto Ares como los demás, se pararon un instante para observar lo que la joven decía. No se habían percatado hasta ahora, pues el suelo estaba lleno de trozos de troncos secos y piedras, pero era cierto. Durante todo el trayecto, podían verse zarzas, algunas flores y musgo en las rocas, pero en ese lugar, no crecía nada.
― Según la leyenda, cuando Hades abrió la tierra, el fuego del inframundo se coló unos instantes, quemando su alrededor. Desde entonces, nada puede crecer en la zona donde el fuego del infierno tocó la tierra.
Zale frunció ligeramente el ceño.
― Mi padre se saltó esa parte al contarme la historia.
Tatiana observó curiosa el lugar. Introdujo una mano en el saco donde guardaba el diamante rojo y lo sacó. La forma hexagonal de la joya tenía que encajar en algún sitio. Recordaba los dibujos en el templo. El diamante rojo era la llave, y necesitaba una cerradura.
Zale observó con curiosidad el diamante que Tatiana sujetaba en su mano. Cuando la vio por primera vez, creía que el azar la había traído allí para causarle problemas. Luego pensó que era una espía de aquellos que querían verlo muerto. Más tarde descubrió que había sido enviada para ayudarlo. Pero ahora sabía que nada de eso era la verdad.
Incluso antes de que naciera, el destino de Tatiana estaba ligado al suyo. Nada había sido producto del azar. Cada paso que ella daba estaba previsto. Todo estaba planeado. Excepto una cosa, quizás.
Tatiana lo miró en ese instante. El diamante empezó a brillar en su palma. No necesitaba hablar para que la entendiera. Habían encontrado el modo de terminar con todo. Con su maldición y con la de ella. Se había pasado la vida huyendo para salvar su vida y la de los que amaba. Se había alejado del mundo para proteger lo que quedaba de su familia. Pero la respuesta no estaba en huir.
Su padre le había explicado que el niño antiguo viajó por todo el mundo para encontrar lo que ahora estaban a punto de abrir. Pero en su lugar lo que halló fue un motivo.
Entonces no comprendió porqué había dejado de buscar su libertad. El niño antiguo había huido toda su vida para encontrar la puerta al infierno, y cuando la encontró, dejó de buscar. Ahora que él estaba delante de la puerta, viendo la llave brillar, entendía por qué.
Había huido toda su vida por sí mismo. Pero solo existe una razón para luchar.
Zale sonrió a Tatiana al comprenderlo.
Había encontrado su motivo. Ella era su razón para luchar.
― La cerradura ―murmuró la joven rozando con la mano una piedra en el suelo. Apartó la roca con los dedos, dejando un agujero con la misma forma.
El diamante brilló más. Los oscuros ojos de la sirena estaban fijos en él.
― Tiana...
La advertencia del dios mensajero murió en cuanto los dedos que sujetaban el diamante lo soltaron con cuidado. Las puntas del hexágono encajaron a la perfección, brillando todavía más. Tatiana tuvo que apartarse cuando el rojo del diamante se calentó a una velocidad pasmosa.
Zale se acercó a ella en un impulso, apartándola del diamante. Los bordes de la cerradura empezaron a resquebrajarse, avanzando en una sucesión de rojas grietas candentes.
Las voces alrededor morían con el vibrante sonido del suelo al romperse. Cada vez más trozos se entrelazaban a los ya rotos, y uno tras otro, comenzaron a hundirse.
Tatiana sintió las manos de Zale sobre sus hombros, arrastrándola lejos del agujero que el diamante estaba formando en el suelo. Pero la tierra cedía bajo su peso, y pronto el calor los envolvió. Sintió la piel arder en un dolor insoportable. Y cuando creía que iba a morir, el suelo cedió por completo, engulléndolos a todos.
***
El agobiante olor cálido del suelo obligó a Tatiana a levantarse tan deprisa como sus adoloridas extremidades y su dudosa visión le permitieron. El suelo donde sus manos se apoyaban, estaba agrietado. La sequedad del ambiente era tal que, a pesar del calor, parecía imposible sudar.
Todo a su alrededor estaba completamente desierto. Una extensión de tierra infinita, limitada por un cielo rojizo rodeado por zonas de niebla. Intentaba respirar con cierta dificultad. El aire caliente le quemaba en la garganta. Pero nada de eso tenía importancia después de comprobar que había despertado de nuevo sola. Encontrarse sola en sitios peligrosos y extraños empezaba a ser una costumbre.
Olvidando el dolor de sus piernas, Tatiana avanzó un poco por la extensión de tierra. Sin duda alguna, se dijo, el inframundo era tal y como se había imaginado; una sauna extra grande.
― ¡Tiana!
La joven se volvió al escuchar su nombre. Pero como la primera vez que había mirado a su alrededor, no vio a nadie.
― Tiana, ¿dónde estás?
Sin duda alguna, era la voz de Hermes. Pero, ¿por qué no lo veía?
― ¡Hermes! ¡Estoy aquí! ―decidió decir. Dio un paso más hacia delante.
― ¡No te vemos! ―Ese era Zale, supo Tatiana al instante.
― No veo a nadie ―continuó ella, avanzando un paso más.
― ¿Hay alguna columna delante de ti? En este laberinto es bastante fácil que estés detrás de alguna de ellas ―aseguró Hermes.
Tatiana se detuvo, confusa ante la afirmación del dios. ¿Columnas? Donde ella estaba no había columnas. Avanzó otro paso.
― No veo ninguna columna. ¡Aquí no hay columnas! ―gritó, avanzando un paso más.
― ¿Cómo que no hay...? ―Pero la voz de Hermes se detuvo cuando otra lo interrumpió a la vez que Tatiana daba un paso más.
― ¡No te muevas! ―Ese era Ares, supo Tatiana al instante.
Detuvo su avance al sentir un escalofrío. Pero no importó demasiado, algo en el suelo pareció ceder bajo sus pies. En un impulso, se dejó caer hacia atrás, asustada. El grito inevitable pareció alterar a sus compañeros de viaje. Que la llamaron con desesperación.
Tatiana miró hacia delante, tumbada otra vez sobre el suelo. Sus pies colgaban en el aire, como si hubiesen atravesado el suelo. Seguía viendo delante de ella la extensión de tierra infinita, pero sus pies no parecían notarla. Con el corazón en un puño, recogió sus piernas para darse la vuelta y avanzar a gatas con las manos por delante. Palpando cada trozo de tierra ante ella.
― ¡Estoy bien! ―gritó al escuchar su nombre por quinta o sexta vez en unos poco segundos. Entonces sus manos dejaron de tocar el suelo―. Chicos, creo que tengo un problema.
Aferró ese borde con las manos, y poco a poco, con el cuerpo pegado al suelo, se asomó.
― ¿Qué ocurre? ¿Tiana? ―volvió a decir Hermes.
― Oh, cielos...
― Más bien infierno, sirenita ―La réplica de Ares facilitó la búsqueda del dios. A unos metros por debajo de ella, pero no muy abajo, Ares estaba sentado en otro borde de tierra.
―¿Cómo...? ―Ares señaló más abajo, por debajo de sus pies. Hermes y Zale eran puntos lejanos en el suelo, el suelo de verdad.
Desde su sitio al filo de su columna de tierra, Tatiana observó más allá de sus narices. Infinitas columnas, trozos de tierra, inundaban un lugar que parecía no tener fin. Un paisaje tan idéntico que desde el punto álgido donde ella se encontraba, parecía una extensión de tierra perfecta y uniforme.
― ¿Tatiana? ―preguntó Zale, llamando la atención de la joven. Ella miró hacia abajo.
― ¡Aquí arriba, chicos! ―ambos alzaron la cabeza hacia donde ellos estaban. Tanto ella como Ares, los saludaron desde sus respectivos sitios.
― Oh ―consiguió decir Zale.
― Bueno, sirenita ―prosiguió Ares―. ¿Alguna otra brillante idea?
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