Capítulo 24: Nubes de tormento
Estaba roto, destrozado. Viviendo en una pesadilla de la que no había forma de despertar. Miraba por la ventana y se le escapaban suspiros arrancados de lo más hondo de su alma, sumido en un dolor sordo y profundo, sintiendo como si se desangrara sin remedio. Se sentía morir pero no moría, vivía ahogándose en la desesperación. Jeremías daba vueltas por la casa de Rafaela, fijándose en cada mínimo detalle y sin parar de pensar en ella. Como las plantas de gerberas y zinnias que tenía en la ventana que daba al patio, que ahora había regado él para que siguieran vivas; quizá con el deber de mantener vivo lo que quedara de ella. Igual que ahora se sentía en la obligación de cuidar de Fabi y de Thor.
Había entrado en la habitación de Rafaela, mirándolo todo como si fuera un santuario sagrado. La veía a ella allí; en la cama blanca sin hacer, en los montones de ropa que tenía en una silla y en el armario abierto, el peine que desenredaba su larga cabellera, las viejas zapatillas de lona que llevaba el día que se conocieron, el libro en la mesita de noche con una lista de la compra por marcapáginas, una cestilla llena de cosas como colgantes, llaveros y chapas, y caramelos de limón. Todo con su esencia, intacto, como si las cosas estuvieran esperándola. Descubrió una libreta con un jilguero pintado en la primera página, y una foto Polaroid de ella. Su largo pelo castaño cobrizo al viento, una gran sonrisa de dientes blancos, la piel suave con una estela de pecas en la nariz y las mejillas, los ojos oscuros brillantes de felicidad ligeramente achinados. Estaba sentada en un muro bajo de piedras, y al fondo tenía un campo de naranjos, los colores intensos con la luz del sol. Y detrás de la foto, escrito por ella con un bolígrafo negro, la frase: «los pequeños momentos de felicidad hacen que la vida valga la pena». Jeremías se quedó petrificado, sin poder quitar sus ojos de la fotografía; perdiéndose en su imagen, recorriéndola mentalmente, acariciando el papel como si acariciase su piel. Y una flecha que se le metía más hondo en la herida, en lo más profundo del corazón. «¿Por qué duele tanto?», le había preguntado a Nora, y ella había dicho: «Porque era real. La amabas». No se había dado cuenta de cuánto la quería hasta que ya no estaba con él.
Salió de la habitación con los ojos nublados y la fotografía aún en la mano.
—Joder —se le escapó, con un suspiro desgarrado. «Rafaela, por qué me has hecho esto», pensó. Mirando las nubes altas del cielo, blancas e impolutas, pensando en la muerte y en el cielo. Él nunca había creído en el más allá, o al menos decía que cuando lo viera creería en él. Pero cuando muere alguien querido quieres aferrarte a algo, y piensas como consuelo que pueda estar allá, en algún sitio, convertido en otra cosa, quizá velando por ti; te gustaría creer que ha dejado este mundo por otro mejor. Aunque pensando fríamente no puedas saberlo, haya unos que crean en su existencia y otros que no, no se puede saber quién tiene razón. Lo único que podía saber con certeza era que Rafaela no estaba allí con él, y el pensamiento de que nunca volvería a verla en carne y hueso frente a él, que no podría tocarla, lo martirizaba. Se dio cuenta de cuántas cosas les habían quedado por hacer, por decir, por vivir; nunca le había preguntado por su familia, o amigos, ni qué pensaba sobre la muerte u otras cosas, no habían hablado de sentimientos, ni de recuerdos de la infancia o sueños para el futuro. Tuvo la sensación de que no la había mirado lo suficiente, que tendría que haber memorizado más cada detalle suyo, que tendría que haberle cogido la mano, haberla abrazado o haberle dicho cuánto le encantaban sus ojos de café.
Y sintiendo todo ese profundo dolor, pensó que no podría sobrevivir con eso. No podía, no lo soportaba, aunque pensaba que se lo merecía. Miró la pistola, que había dejado en la mesita después de sacarla de la bolsa de Nora. La cogió y la sopesó un momento, pensando qué se sentiría al ser atravesado por una bala y morir; también se preguntó si había sido una pistola la que le arrebató la vida a Rafaela. Dejar de existir, simplemente, no volver a sentir nada, abandonar la vida. Rafaela no quería eso, nadie querría eso; todo el mundo debería querer vivir y luchar por ello. Porque la vida es algo grande. Pero hay momentos en los que parece que todo motivo para vivir ha desaparecido, que la vida no tiene sentido, que todo está nublado por un velo de amargura. Y así estaba Jeremías en aquel momento.
Cargó la pistola, intentó sujetarla sin que le temblara el pulso y se preguntó si tendría valor para apretar el gatillo, con el cañón pegado a sus sienes. Si de verdad existía el cielo, deseó morir y reencontrarse con Rafaela en algún lugar mejor. Aunque quizá ese lugar mejor no existía, solo podía estar seguro de la vida en la tierra; pero aún así, si muriera, no podría lamentarse.
Amargos pensamientos se adueñaban de su mente, como las nubes oscuras de tormenta se estaban adueñando del cielo. No pasó mucho tiempo antes de que se escuchara un trueno lejano y las gotas de lluvia comenzaran a caer, repiqueteando en los cristales. Jeremías echó un vistazo por la ventana, viéndose a sí mismo reflejado entre gotas de agua que caían como lágrimas. Como si ahora el cielo llorara todo lo que él no podía, y en sus labios casi apareció un asomo de sonrisa, irónica, amarga, dolorosa. Suspiró hondamente.
Debía superar aquello o se ahogaría, tenía que salir de aquel agujero negro sin fondo. Pero no había luz al final del túnel.
Había fracasado estrepitosamente, y no dejaba de recordarlo, martirizándose. Este era el fin de todo, había fracasado la misión, había fracasado protegiendo a Rafaela, había fracasado frente a la agencia, frente a la organización de mafiosos y frente a sí mismo. Nunca pensó que esto pudiera llegar a ocurrir, que pudieran arrebatarle tan fácilmente a la chica, de una forma tan cruel. ¿De verdad la habían matado? A veces se hacía esa pregunta, sin poder creerlo; ¿no sería quizá otro farol? Pero, parándose a pensar, ¿para qué iban a decirles que no la volverían a ver si era mentira? Terminaba frustrado consigo mismo por hacerse todas esas preguntas, divagaciones que no llevaban a ninguna parte, todo era inútil. Ya no había nada que pudiera hacer.
Seguía dando vueltas por el salón y la cocina de la casa, mientras a fuera caía la lluvia, monótona, constante, en una cadencia sin fin; las negras nubes oscurecían el cielo, dando un aire más tétrico como escenario para los pensamientos de Jeremías. Aún tenía la pistola en la mano sin darse cuenta. Paseando en círculos y pasándose los dedos por el pelo.
Había estado sobreviviendo a base de cigarrillos y tazas y tazas de café, negro e intenso. Abrió el frigorífico pensando que debería intentar comer algo, y se le revolvió el estómago viendo allí toda la comida que había dejado Rafaela. Decidió hacerse un sándwich con cualquier cosa; se lo comió sentado en la mesa de caoba, silencioso y pensativo, mientras Fabi lo miraba. La gallina seguía fielmente asentada en su nido, incubando unos huevos imaginarios, salvo cuando saltaba a darse un paseo o a pedir comida entre cloqueos. Ahora solo hizo un «cooc», bajito, lento y como tímido. Jeremías la miró.
—Aquí estamos, tú y yo solos —dijo en voz alta, que le sonó extraña—. Deprimente, ¿verdad? Jodidamente deprimente —suspiró para sí mismo—. ¿Pero qué hago hablando con una gallina clueca?
«Jeremías, vas a terminar decididamente mal», dijo una voz en su cabeza. ¿Hablaría Rafaela con Fabi cuando estaba sola? Sí, desde luego que sí, igual que hablaba con Thor y consigo misma. Sus pensamientos no dejaban de dirigirse a Rafaela, era algo que no podía evitar ni quitarse de encima. Si la veía en su mente, lo que le faltaba era que se le apareciera su fantasma.
Estaba cayendo la noche, y aun en la oscuridad se seguía escuchando el sonido de la lluvia, ahora más fina y suave mientras la tormenta se alejaba. Jeremías volvió a levantarse y a dar otra vuelta completa por la casa, no sabía por qué lo hacía, pero simplemente necesitaba hacerlo. En la calle no había absolutamente nada ni nadie, por más que vigilara, ninguna novedad aparecía.
Había subido a la buhardilla, donde se quedó un rato, cada vez sumido en mayor oscuridad, mirando las nubes a través de la ventana por la que una vez se colaron él y Nora. Estando así, le pareció escuchar algo. Quizás fuera simple imaginación suya, una mala jugada de la percepción en medio de aquel silencio, pero por si acaso empezó a bajar las escaleras manteniéndose atento. Y esta vez volvió a escuchar algo, que no había duda de que era real. Aferró con más fuerza la pistola que llevaba en su mano, todos sus nervios se tensaron y se puso en alerta, como un puma a punto de saltar sobre su presa. Alto y claro, el sonido de la puerta abrirse y cerrarse, y unos pasos en la tarima; sentía el corazón a mil golpeando en su pecho. El tiempo parecía eterno mientras bajaba escalón tras escalón sin hacer ruido, sin dejar de escuchar los que provenían de abajo. ¿Quién sería y qué querría? Nada bueno, pensó, a aquellas horas y en aquella situación, pero tampoco iba muy sigiloso; quizás porque creía que la casa estaba sola.
Dobló la esquina de golpe, levantando la pistola y dispuesto a enfrentarse con cualquier cosa. Pero lo que vio lo dejó totalmente congelado, como si lo hubieran convertido en piedra; absolutamente pasmado. Mirando a la persona que tenía delante sin dar crédito a sus ojos, hasta que al fin pudo pronunciar:
—Rafaela.
AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA
Vale, esto lo he publicado de prisa (urgentes peticiones de cierta calabaza), y casi ni me da tiempo. Y además me estoy muriendo mucho de calor :D). Pero así, si muero de calor, os dejaré con este capítulo y me reiré malignamente en el infierno JAJAJAJAJAJ. Ok, ya.
Buah es que, cuánto sufrimiento, ¿no?
¿Pero y ese final?
OH GOD y la virhen.
Venga esos comentarios, opiniones y de todo (comentad mucho, en el capítulo anterior no hay ni tres).
PD: Lyra tkm no me mates.
¡Nos vemos en el siguiente!
(si es que hay y no muero y desaparezco para siempre)
<3
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