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Capítulo 22: Un plazo de tres días


Lunes, 19h, esquina de la calle Alfajor. Si no entregan al toro, no volverán a ver a la chica.

Así decía la última nota que habían recibido, el ultimátum. Jeremías estaba desesperado, con la nota en la mano, dando vueltas y más vueltas en el salón de la Agencia, pasándose las manos por el cuello, metiéndolas en los bolsillos o retorciéndoselas. Absorto en una nube negra que se había apoderado de su cabeza.

—Kere, para; me vas a marear —Nora estaba en uno de los sillones, frente al ordenador, con un café a su lado y un montón de papeles.

—¡No puedo hacer nada! —dijo Kere, tirándose en otro sillón.

—Encontraremos una solución.

—¡Necesitamos la solución ya, Nora! ¡El lunes es dentro de tres días! ¡La van a matar!

La angustia, la amargura y la impotencia se hacían patentes en el tono de Jeremías. Mientras se pasaba las manos por el ya desordenado cabello, Nora lo miró con una expresión indefinible. A ella también le afectaba la situación, por la misión, por Rafaela y por Jeremías. Pero no sabía qué hacer para ayudarlo.

Aunque bien podían confiar en que solo fuera un farol. Que no matarían a Rafaela, y que de un modo u otro conseguirían llegar hasta ellos y que la librearan, si no lo hacían antes. Debían mantener a Thor a salvo y estar en constante alerta.

Tenían a un agente vigilando en casa de Rafaela, un puesto que se iban turnando, por si aparecía algo por allí. Mientras tanto, otros trataban de seguir pistas, pero no encontraban el rastro de Rafaela ni el de sus captores.

Cada momento que pasaba confiaban en que hubiera algo nuevo, alguna noticia esperanzadora, pero por ahora lo único que podían seguir haciendo era esperar y resistir.

***

Así pasaron uno, dos, tres días. Era lunes. Y no tenían nada nuevo, salvo la amenaza de que si no entregaban al toro no volverían a ver a la chica. Jeremías estaba fuera de sí, encerrado en un callejón sin salida.

—¡Voy a ir! —dijo de pronto.

Nora se estaba temiendo alguna cosa así por su parte, por eso no le había quitado el ojo de encima; habían estado todo el tiempo en la agencia, trabajando, durmiendo, comiendo y dando vueltas.

—Ni se te ocurra —rebatió ella—. Jeremías, no hagas ninguna locura.

—Nora, no me puedes decir eso cuando estoy en un callejón sin salida que me va a volver loco. A horas de saber si van a... hacerle algo a Rafaela —no quería pronunciar «matar».

—Pero de todas formas no podemos darles al toro.

—¡Ya lo sé, no vamos a darles al toro! Por eso está aquí, para que lo defendamos. Pero tengo que ir al sitio de la cita, ¿y si la traen con ellos para soltarla cuando les demos al toro?

—¡Puede ser una trampa!

—¡¡Claro que es una trampa!! Pero si ella está allí tengo que hacer lo posible, me da igual lo que me hagan a mí.

—Joder, Kere...

Nora se veía en un trance. Como amiga, no podía consentir que Jeremías hiciera una locura, debía evitar que se lanzara en uno de sus arrebatos desesperados al peligro. Pero si de todas formas iba a hacerlo, no lo iba a dejar solo.

Cuando llegó la hora impuesta, en el sitio citado, Jeremías y Nora estaban en un coche, observando. Con prudencia, a una cierta distancia, llevando capuchas y gafas oscuras; el plan era simplemente ver qué ocurría sin ser descubiertos. Jeremías, para calmar los nervios, se estaba fumando el tercer cigarrillo del día.

En la esquina había un hombre enfundado, ocultando su rostro; parado y esperando. Y nada más, o eso habría pensado cualquiera. Pero Jeremías se fijó en un coche que estaba estacionado cerca, con los cristales negros, y se lo señaló a Nora, pensando que podría ser parte de la banda que los esperaba. Pero ni rastro de Rafaela.

—Maldita sea —exclamó, golpeando el volante. La espera se le hacía eterna, con los nervios como un cable de alta tensión.

Eran las 19:30, media hora después de lo citado. Unos esperaban y los otros también. Pero desde luego no había trazas de que alguien fuera a entregar al toro. La pregunta que carcomía a Jeremías era: ¿de verdad soltarían a Rafaela si lo hicieran?

El hombre apostado en la esquina dirigió una mirada hacia el coche negro aparcado, y su conductor hizo una seña negativa. Jeremías supo que se iban a ir, y con ellos su última esperanza de ver a Rafaela. Rápidamente, de forma impulsiva, echó mano a la puerta del coche para bajar e ir hacia ellos.

—¡Jeremías, ni se te ocurra! Por el amor de Dios, lo vas a echar todo por tierra.

—Nora, no hay nada que echar por tierra. Ya está por tierra —respondió él, con la voz alterada—. ¡El la última oportunidad de saber si Rafaela está ahí y tengo que hacer algo!

—Espera. Espera y confía en mí.

Y Nora se bajó del coche, se arregló la ropa y echó a andar con los aires de una mujer ocupada que sabe a dónde va. Jeremías se la quedó mirando, con una cierta expectación. En el momento en que el hombre de la esquina se dirigía hacia el coche, Nora cruzó y tropezó con él justo en la puerta del coche.

—¡Oh! Disculpe, lo siento muchísimo, es que llevo prisa —se disculpó, en el tono perfecto, como si fuera actriz profesional.

Y siguió su camino con paso acelerado, sin volver la vista atrás ni un instante. Una vez el hombre estuvo en el coche, este arrancó. Jeremías estuvo a punto de arrancar a su vez y seguirlos, cuando sonó su teléfono: era Nora.

—No los sigas —fue lo primero que le dijo.

—¿Por qué? ¿Qué has visto?

—No tienen a Rafaela en el coche. He podido mirar dentro mientras hacía como que me disculpaba; en los asientos traseros solo va otro hombre. Y no merece la pena seguirlos, estoy casi segura de que no van a ir a donde tengan a Rafaela; no son tontos.

Jeremías soltó un resoplido, en parte de frustración. Nora colgó, y tras diez minutos volvía al coche con Jeremías. Este estaba con la cabeza entre las manos, hundido, y Nora le puso una mano en el hombro sin decir nada. Pasaron unos minutos así, en silencio; sintiendo cómo se les había escapado una gran oportunidad, quizá la última.

—Kere —dijo suavemente la mujer, sacándolo de sus cavilaciones—. Deberíamos irnos.

Sin decir nada, con los ojos fijos al frente y la mandíbula apretada, Jeremías condujo hasta la APA, donde los dos agentes se bajaron.

—Voy a coger unas cosas y me voy a hacer guardia —dijo escuetamente.

—Suerte —le dijo Nora.

Así pues, cuando hubo metido unas cuantas cosas en su bolsa negra, entre ellas su pistola Hecker & Koch, se dirigió hacia el número 63 de la calle Alfajor, tras haber dejado recado de que le transmitieran cualquier novedad.

Allí volvía a estar; todo igual que siempre. Pero vacío. Dio una vuelta por la sala principal, salón y cocina, y se encontró con Fabi mirándolo de hito en hito. Con una mirada ligeramente acusadora.

—¿Crees que se han olvidado de ti, verdad? —le dijo Jeremías—. Bueno, yo no soy Rafaela pero supongo que puedo darte de comer.

Y así lo hizo, rellenando con comida su cuenco blanco con rayas azules en el borde, y la gallina se lanzó a devorarlo neurótica. Después el chico se sentó en el sofá, dirigiendo su mirada hacia la ventana, donde la cortina de fina tela roja dejaba una raja por la que ver el cielo con algunas nubes y los tejados de enfrente.

***

«En tres días se decidirá tu destino», esas palabras retumbaban en la cabeza de Rafaela. Según sus cuentas, ya habían pasado tres días. La chica de cabellera cobriza no paraba de dar vueltas y más vueltas, hasta cansarse y marearse, como algo obsesivo; pero no se daba cuenta de ello porque estaba absorta en sus cavilaciones. Y así estaba cuando escuchó el ya familiar sonido de abrirse la puerta y aparecieron dos de los esbirros.

—¿Otra vez el teatrillo de atarme? —preguntó ella.

Efectivamente, otra vez venían a atarle las manos a la silla y vendarle los ojos. No se resistió, era un gasto de energía inútil, y además solo la ataban el rato que aparecía el misterioso individuo a hablarle. Y allí estaba.

—Han pasado tres días —dijo la voz, escalofriante, arrastrando las palabras. Como Rafaela no respondió nada, prosiguió—. Lamentablemente para ti, tus amigos no han querido avenirse a un trato. ¿O quizás no son tus amigos? Porque al parecer les importas bien poco, te han abandonado a la muerte sin preocuparse lo más mínimo.

Las palabras eran como pequeños aguijones en una herida abierta. Pero Rafaela apretó los dientes, no podía dejar que sus palabras hicieran mella alguna; todo eso era mentira y lo sabía. Era mentira, Jeremías nunca la abandonaría... o eso quería creer. Lo cierto era que estaba sola y abandonada.

Una risa fría y vacía la sacó de sus pensamientos, un sonido que se apagó sin eco entre las paredes.

—¿No lo ves? Te has quedado sola. Pero como yo sí cumplo con mi palabra, ahora tengo que hacer mi parte del trato; no me han dado lo que quiero, así que toca que mueras.

Lo dijo sin más, sin sentimiento alguno en la voz. Pero si lo hubiera dicho con lástima habría sido falso, Rafaela sabía que estaban dispuestos a matarla con total impunidad, casi disfrutando con ello. O al menos estaría disfrutando de aquel momento, como el gato que juega con el ratón antes de comérselo. Rafaela reunió todo el valor que pudo y replicó en un tono que pretendía ser socarrón:

—Así que me va a matar sin más, ¿no?

—Justo.

—Y si voy a morir, supongo que da igual si me responde a unas preguntas. ¿Elías Gorrender es el líder de toda esta mierda?

—Vaya, vaya... —oyó que murmuraba.

—¿Es usted? Por eso no deja que le vea la cara, porque ya se la he visto. Además, su voz me quiere sonar. ¿Es cierto?

—Todo parece encajar en tu teoría —Rafaela habría dado lo que fuera por verle la cara en aquel momento. ¿Había acertado? ¿Elías Gorrender, el que la había invitado a su fiesta, era el mismo que gobernaba aquella organización secreta? El mismo, quizá, que estaba a punto de acabar con su vida.

—Antes de morir me gustaría entender esto. ¿Por qué lo hacen? ¿Qué quieren?

—Hay cosas que es mejor que no sepa nadie aunque esté a punto de dejar este mundo —fue la fría respuesta.

—Supongo que no puedo pedir ninguna última concesión...

—No. Reza lo que sepas, estás a punto de morir.

Rafaela cerró los ojos y vio pasar toda su vida a mil revoluciones. Todo lo que dejaba atrás y todo lo que nunca podría hacer ni vivir. Las personas que no podría volver a abrazar. Simplemente cerró los ojos, contuvo la respiración y esperó.



NO, BASTA, QUÉ ESTÁ PASANDO.

Escribir el final de este capítulo me mató. Pero es que escribir el siguiente... uf, no, por dios. Me duele, me quema. 

"Jeremías nunca la abandonaría... o eso quería creer. Lo cierto era que estaba sola y abandonada.", esta sería una de las frases que como lectora marcaría. Tipo, tengo la necesidad de tener mi libro en físico y llenarlo de marcadores jnbhgvabsj.

Vale, emmm. Voy a proceder a intentar respirar, y a esconderme en una cuevecita para que no me encontréis... casi tengo miedo de preguntar, pero igual comentad qué os ha parecido.

Nada más que decir, nos vemos en el siguiente con más y peor :D.

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