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Capítulo 4

Había llegado el día. Lucien estaba algo asustado por lo que saldría de aquella cena. Mientras se abotonaba la camisa, se miraba al espejo advirtiendo que ya no era el joven que comenzó en la industria del cine con ánimos de ser el mejor. Era conocido, había ganado un Oscar, y otros muchos premios, y su cuenta bancaria se había engrosado más de lo que hubiese imaginado en el pasado. Sin embargo, estaba solo.

De Meg dependerían muchas cosas. Por eso tenía miedo de hablar con ella: le haría una propuesta, y también le tenía una sorpresa. Más bien se trataba de algo para su hijo Jude, aquel niño que le robó su corazón cinco años atrás. Le parecía que fue ayer las veces que practicaba el español en casa de Meg.

En una de las sesiones, la amiga de Meg, quien a veces cuidaba a Jude, estaba ocupada y la adolescente de la puerta contigua que hacía las veces de niñera ocasional, estaba estudiando para unos exámenes. Meg, con algo de pena, lo recibió diciéndole que su hijo estaba en la casa y aunque dormía, era probable que se despertara en la tarde para su merienda y jugar un poco.

―No hay problema ―le respondió Lucien con una sonrisa indulgente. Ya conocía al pequeño y le agradaba aunque tampoco habían compartido tanto tiempo juntos, como hasta entonces.

En ese momento creía que le gustaban los niños, como a casi todo el mundo, pero desde una posición distante, sin pensar que un día tendría los suyos. Esa tarde, no obstante, todo cambió para él.

Luego de una hora de práctica, los llantos de Jude advirtieron a Meg de que ya había despertado.

―Lo siento. ―La joven continuaba apenada, pues Lucien le pagaba por horas y se suponía que no invirtiese el tiempo en nada más que en practicarle a él.

Meg se ausentó por unos minutos, le cambió el pañal y luego regresó con el bebé de un año en brazos. Ya daba unos pasitos, pero aún no caminaba por sí mismo.

―Enseguida vuelvo ―se excusó Meg, quien lo llevaba cargado―. Iré un momento a buscarle su compota.

―Por favor, no te apresures ―le dijo él, enamorado de aquellos ojos brillantes y de la sonrisa que el niño le dedicaba. Era rollizo y fuerte―. Si quieres puedes dejarlo aquí conmigo en el sofá, yo lo cuidaré mientras vas a la cocina.

Meg asintió, pues el niño pesaba bastante y apenas podía con él. Lo dejó en el sofá y se marchó. Al cabo de unos segundos, Lucien y el pequeño ya eran mejores amigos. El actor lo tenía sobre sus rodillas e incluso se ofreció para darle su compota.

―Soy hijo único ―le explicó a Meg―, mi madre también, así que no he conocido eso de tener sobrinos o primos o hermanos… Mis amigos tampoco tienen niños.

―Tal vez un día tengas tus propios hijos. Son una bendición, pero también hay que tener vocación para la paternidad.

―Creo que la tengo ―respondió Lucien jugando al avioncito cargado de compota de manzana.

Esa tarde terminaron de practicar con Jude entre ellos. A Lucien no le importó las interrupciones ni que el niño diera palmas contra el guión que él llevaba en las manos. ¡Era demasiado divertido y adorable y no podía disgustarse con él! Ni siquiera se molestó cuando ensució sus pantalones de compota.

Cuando terminaron, Meg colocó al niño en el suelo y este se quedó paradito sujeto a la mesa de centro, como muchas veces hacía. Sin embargo, esa tarde, Jude se soltó y dio sus primeros pasos sin ayuda alguna. Meg quedó asombrada cuando lo vio caminar y Lucien fue testigo de ese histórico momento. Ese día supo con absoluta seguridad que quería ser padre.

Meg moría de nervios y el pulso le temblaba intentando delinear sus ojos. Jude ya estaba en casa de su amigo y la joven madre aprovechó el tiempo libre para alistarse. No sabía qué usar para esa noche, pero finalmente optó por un vestido de color vino tinto hasta la rodilla de falda ancha. No era demasiado elegante, pues Lucien le precisó que cenarían en su casa de Beverly Hills, pero sí hermoso. No era de diseñador, pero tampoco comenzaría a utilizar prendas de esa clase solo por salir con Lucien.

Pensó en él nuevamente, mientras terminaba de usar el lápiz labial y se miró a los ojos. Lucía bien, aunque sabía que su estatura y peso promedios, su color de cabello negro y su rostro, en nada se parecían a las exuberantes bellezas con las que Lucien acostumbraba a salir. Intentó apartar aquellos pensamientos, y se sintió conforme por la imagen que le devolvía el espejo. No podía aparentar quién no era.

Justo a las ocho, Lucien pasó por ella para llevarla a la casa pues insistió en que Meg no condujera esa noche. La madre de Lucien continuaba de viaje, y él estaba instalado en la casa de Beverly Hills que él mismo había comprado cuando despegó en la industria del cine veinte años antes, siendo apenas un mozuelo.

―Estás preciosa. ―Lucien le sonrió y le dio un beso en la mejilla.

Meg se ruborizó de pies a cabeza, pero él pareció no notarlo. Aunque la había elogiado, las palabras salieron de sus labios con naturalidad. Meg lamentablemente no percibió esa sutileza, y la emoción fue embargando su corazón a medida que se acercaban a la casa creyendo que ahora sí tendrían una oportunidad.

―¿Y tu madre?

―Continúa de viaje ―respondió Lucien―. Se ha enterado del incendio por las noticias, pero por supuesto que no tiene inconveniente en que me quede en Beverly Hills por un tiempo. De cualquier manera, estoy pensando en comprar un hogar propio.

―¿No es demasiado pronto? Perdiste mucho con el fuego.

―Es cierto, pero necesito un hogar ―replicó él, quien tenía un pensamiento importante en la cabeza.

Meg no dijo nada más. Continuaron el trayecto en silencio hasta llegar a una verja de color dorado. El control de seguridad les permitió la entrada y luego de avanzar por un camino de tierra rodeado de jardines y plantas exóticas arribaron finalmente a la casa de tres pisos y ático, de fachada blanca y tejas.

Era la primera vez que Meg estaba allí, pero le gustó mucho. Las luces del jardín brindaban un ambiente mágico y Lucien la hizo pasar al interior. Su madre tenía buen gusto y todo estaba decorado con antigüedades y mobiliario de estilo.

―¡Oh! ―exclamó Meg admirada.

Sobre la chimenea de mármol había una pintura al óleo de los padres de Lucien junto a él cuando era muy joven. En la encimera estaban algunos de los premios que había ganado, incluyendo el Oscar. La joven se acercó para apreciar mejor la pintura. El Lucien adolescente se veía muy simpático con su expresión de suma seriedad y un impecable smoking.

―¿Te parece si cenamos en el exterior? ―propuso Lucien a sus espaldas.

La joven asintió y lo acompañó hasta una puerta de cristal que daba al jardín trasero. La piscina iluminada por sus focos se veía preciosa. En un gazebo de madera de color blanco, rodeado de rosas, había una mesa puesta para dos personas. Una botella de vino blanco reposaba en una cubeta con hielo.

Meg quedó deslumbrada con todo, y sonrió ampliamente al subir los peldaños que llevaban al gazebo. Lucien subió tras ella y luego la sentó en uno de los extremos.

―¡Cuánta belleza y elegancia! Este lugar parece sacado de una de tus películas ―comentó Meg, colocando la servilleta de tela sobre sus piernas.

―Mi madre ambientó el patio trasero para poder disfrutar del jardín en todo momento, inclusive durante una cena. Espero que te guste ―respondió él, tomando asiento también frente a la mujer.

Meg aprovechó para echarle una ojeada: llevaba una chaqueta y vestía debajo una camisa azul de mangas largas, pero no del todo abotonada, dejando al descubierto los vellos de su pecho. Esa noche estaba más atractivo que de costumbre, si acaso era posible.

―¿Por qué la cena? ―se atrevió a preguntar, un poco nerviosa.

―Hace mucho tiempo que somos amigos, Meg.

―¡Pero tienes tantos amigos, Lucien! ―repuso ella, no dejándose ganar por la ilusión que él despertaba con sus palabras―. Amigos importantes, con dinero; personas del mundo del espectáculo. Me sigue sorprendiendo que me hayas elegido a mí para compartir tu mesa esta noche. En todos los años que nos conocemos, jamás me habías invitado a cenar. Siempre aparecías en la casa, con comida, pero nunca…

―Tienes razón, y lo lamento ―afirmó, y por un momento recordó el pasado―. Mis novias siempre estaban celosas de ti, por eso prefería ser yo quien fuera a verlos, pero no dudes nunca del gran cariño que te profeso. ―Tomó su mano por encima de la mesa―. Las personas del mundo del espectáculo son compañeros. Amigos tengo pocos, y tú eres una de ellos.

Meg retiró su mano cuando se acercaron los empleados de Lucien. Les sirvieron el vino blanco, y uno de ellos les colocó la crema de espárragos que olía deliciosa. Luego, se marcharon discretamente.

―Meg, siempre te estaré muy agradecido por salvarme mi vida. Me ayudaste a ganar mi primer Oscar; has sido mi confidente todos estos años y la verdad es que te debo muchísimo.

Ella continuaba sin comprender el rumbo de la charla, pero luego de tomar un par de cucharadas de la crema, se atrevió a responder.

―Yo te debo mucho más a ti, Lucien. Te conocí en el peor momento de mi vida y me extendiste la mano. De no ser por ti, no habría podido sustentar a mi hijo.

Él negó con la cabeza.

―Lo hubieses hecho de cualquier manera, estoy seguro de eso. Eres una mujer muy fuerte, Meg.

―Tal vez, pero estaba a punto de derrumbarme cuando apareciste tú ―continuó―. Ayudarte en aquella película que luego fue un éxito fue solo el comienzo. Amo el trabajo que realizo como actriz de doblaje. Nunca pensé que ese fuera mi camino, pero tú lo vislumbraste con tu inteligencia.

―Sé que eres capaz de lograr lo que te propongas, Meg. ―Aquellos ojos la miraban de una manera inquietante.

―Gracias, Lucien ―carraspeó―, pero siempre estaré en deuda contigo. Además, has sido genial con mi hijo, y eso tiene un gran valor para mí.

―Sabes que lo quiero mucho, Meg, a ti y a tu hijo y respecto a él te tengo una sorpresa.

Meg no entendía a qué se refería hasta que Lucien extrajo del bolsillo interior de su chaqueta unos documentos que le puso a Meg delante.

―Son 100.000 dólares ―le anunció―. Es un fideicomiso a nombre Jude al que podrá acceder cuando sea mayor de edad.

Meg se llevó las manos a la boca, asombrada.

―¡Es mucho dinero! ―exclamó.

―Es menos del que podría darle, pero no es bueno que un joven de dieciocho años tenga tanto dinero a su haber, así que decidí que fuera una suma como esta, que me parece muy razonable. Hacía mucho tiempo que lo pensaba hacer. Es para sufragar sus estudios universitarios.

―¡Lucien! ―Meg todavía no salía de su asombro.

―Es algo que ya había decidido y creí que había llegado el momento de retribuirles. He comprendido que la vida es demasiado frágil y que debo proteger a las personas que quiero.

―No sé qué decirte, Lucien. ¡Eres muy generoso!

Meg estaba muy emocionada. Se terminaron de tomar la crema en silencio, y poco tiempo después el servicio apareció para retirar el plato y servir el filete de pescado a la francesa, acompañado de puré de patatas y vegetales al vapor.

―Hay algo más que quiero decirte, Meg ―le confesó él como si la pausa jamás hubiese sucedido ―. Lo que sucedió con el fuego y mi hogar me hizo reflexionar. Me percaté de que deseo lograr mi sueño de ser padre y no pretendo posponerlo más.

―Eso es bueno. ―Meg se puso algo nerviosa, aquella cena sin embargo no parecía la cita que ella había imaginado. Lucien estaba cada vez más serio, y sabía que le hablaría de algo importante.

―Estuve valorando mis opciones, y me he decidido por la maternidad subrogada. He investigado sobre el tema e incluso fui a una clínica para informarme mejor.

―No sabía que hubieses avanzado tanto…

―Pues sí, es mi gran sueño; los óvulos los obtendré de una donadora anónima, pero estoy buscando a la madre de alquiler. Las leyes de la maternidad subrogada exigen que sea una mujer joven, que ya sea madre y que goce de buena salud.

―Hay agencias que se dedican a encontrar mujeres dispuestas a ello… ―comentó Meg, despreocupada.

―Lo sé, pero no quisiera que fuera una desconocida. Como quiera que sea albergará a mi hijo por nueve meses, y desearía que se tratase de alguien con quien tuviera un vínculo especial.

Meg estuvo a punto de ahogarse con un pedazo de pescado, al sospechar la naturaleza de la charla y lo que iría a decirle después.

―¿Me has traído aquí para eso? ―balbució, comprendiendo al fin que no era una cita, sino una simple propuesta de negocios.

―Meg, eres muy importante para mí ―suplicó, tomándole de nuevo la mano―, quiero hacer esto contigo. Quiero formar parte del proceso desde el comienzo, pero no con una extraña… Por favor.

Meg retiró su mano con algo de brusquedad.

―¿Sabes lo que me estás pidiendo? ―No podía creerlo―. ¡Un embarazo es algo muy complicado, Lucien! No se trata de cuidar de tu perro por un año o de regar tus plantas, ¡es tener a un hijo! Los malestares, los riesgos, las náuseas, el hacer reposo…

―¡Te compensaré, Meg! ¡Te pagaré lo que me pidas! ―exclamó. Ella jamás lo había visto tan desesperado.

―Puedes buscar a cualquier otra, Lucien.

―No alguien con quien tenga una conexión; alguien con quien me sienta cómodo para ir a las consultas y visitar con frecuencia… Yo no lo veo como un negocio, si no como un proceso invaluable.

―Yo tampoco lo veo como un negocio, y no podría ponerle precio.

―He leído sobre el asunto, se suele pagar unos 30.000 dólares o más, dependiendo de cuántos hijos. Yo te pagaría lo que tú desees.

―No me has comprendido, Lucien. Si yo aceptara no podría cobrarte. No a ti. Eres… ―se detuvo―, eres alguien que quiero y a los amigos no se les cobra.

Lucien la miró a los ojos, conmovido.

―Sabía que dirías eso, pero no acudo a ti para ahorrarme el dinero.

―Has creado un fideicomiso a nombre de Jude, me siento presionada por eso. ¿Lo hiciste para que accediera a la maternidad subrogada?

―Por favor, Meg, me ofendes diciendo eso. Sabes cuánto amo a Jude y con una madre de alquiler cualquiera pagaría mucho menos dinero que el que he puesto en el fideicomiso.

―Lo siento ―susurró ella.

―El fideicomiso es un obsequio para Jude. Una garantía de que, si algo me sucediese, él tendría un dinero para utilizar cuando sea mayor. Respecto al otro asunto, eres libre de decidir si aceptas o no ser la madre subrogada de mi bebé. Como bien dijiste, puedo hallar a alguien más para que me rente su vientre, aunque te repito que me gustaría vivir esa experiencia contigo. ¡Te tengo mucha confianza, Meg!

Ella se quedó unos segundos pensativa, reflexionando. Estaba maravillada por su generosidad respecto a su hijo, pero un tanto decepcionada al pensar que Lucien la veía como a una amiga. La cena tuvo otro propósito del que ella imaginó, y eso le dolía. Por otra parte, decidir tener un hijo para él era asunto en extremo difícil.

―¿Me permites pensarlo unos días? ―le pidió.

―Por supuesto, es justo. Sé que la decisión no es fácil para ti. Solo quiero que sepas que cuidaré de ti y de Jude durante el embarazo. Asumiré todos los costos, incluso si dejas de trabajar. Ropa de maternidad, comida… En fin, lo que necesiten. Estaré a tu lado siempre, Meg, si decidieras hacerlo. Si piensas que es muy riesgoso para ti, aceptaré tu decisión y nuestra amistad continuará siendo la misma.

―Gracias.

―Si tienes alguna duda, podemos concertar una cita, sin compromiso, para que te expliquen el procedimiento.

―Sí, ya sé cómo es ―contestó ella, que había leído sobre el asunto―. El bebé no es mío. El embrión se implanta en mí.

―Sí, así es. Pero se alimentará a través de ti y tendrá su sangre, por eso deseo que sea alguien en quien confío y no una extraña. De cualquier manera, no insistiré más. Mi cariño por ti y por Jude seguirá siendo el mismo si me respondieras que no.

―Sé que tienes un buen corazón y eres un hombre justo ―respondió ella, acomodando sus cabellos con un poco de tensión―, y te repito que lo voy a pensar. Te agradezco lo que has hecho por Jude. ¡Un gesto muy hermoso que jamás olvidaré!

―No guarda relación alguna con lo que te he pedido esta noche. ―Volvió a asegurarle―. Siempre estaré en deuda contigo, decidas lo que decidas. ¿Está bien?

Meg asintió y lo miró a los ojos. Tenía deseos de llorar. En sus fantasías más recónditas se veía teniendo hijos con Lucien y formando una familia junto a Jude, pero en ningún momento pensó que él le pediría tamaño favor. ¡Tener un hijo que no fuera suyo! Era un sacrificio demasiado grande, y no estaba segura de poder complacerlo ni por todo el amor que le tenía.

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