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Prólogo

El ulular de las alarmas se arrastraba como un aullido distante por los pasillos de piedra del palacio, reverberando contra las paredes cubiertas con enredaderas, que trepaban por las grietas hasta envolverlo todo. Lignarion ajustó el broche de su coraza con dedos temblorosos; el metal, frío contra su piel sudorosa era como un recordatorio de lo vulnerable que era la carne bajo la armadura. La luz vacilante de las lámparas de aceite parpadeaba, arrojando sombras inquietas en los corredores y reflejando en los rostros tensos de los soldados un miedo mayor que su determinación.

El aire estaba pesado con el olor a muerte y hojas marchitas, un aroma extraño que se aferraba a la garganta de Lignarion. El suelo bajo sus pies crujía, húmedo y pegajoso, marcado por quienes habían caído antes. Sangre seca y fresca se mezclaba en el pavimento de piedra: hombres de valor, soldados con nombres, amigos que ahora yacían inmóviles y fríos.

Lignarion apartó la mirada de uno de los cuerpos: un rostro familiar con los ojos vidriosos y fríos, perdidos en el vacío. Recordó los días antes de la amenaza, cuando las noches se llenaban de calor, vino y bromas entre camaradas. De eso, ya no quedaba nada.

Todo lo que importaba ahora era correr, aunque el miedo susurrara que ya todo estaba perdido.

Los hombres de su pelotón contemplaban los cadáveres que se amontonaban en los recovecos con preocupación.

—¡Cuidado! —gritó Sir Bryndor Ironwood, el líder de pelotón—. No podemos ir corriendo hasta los aposentos de Lord Thalion Drenhyr. Esa cosa nos está esperando. ¡Piénsenlo, podredumbre!

Lignarion tragó saliva y miró a su alrededor. ¿Dónde estaban los refuerzos de la Casa Vyrelis? Prometieron apoyar la defensa del palacio, pero no había rastro de ellos.

Lignarion y los demás solados iban tan rápido como era posible sin ser imprudente, casi al trote. Las armaduras tintineaban. Ahora eran apenas dos docenas de hombres, entre lanceros y caballería ligera, pero no disponían de infantería pesada. Lignarion habría dado cualquier cosa por contar con ella al frente de su pelotón.

Como fuera, el noble sabía que no hubiera sido muy útil la infantería pesada, no solo porque eran más lentos y no podrían llegar a tiempo a proteger al gran señor, que sin duda tendría su propia infantería pesada, sino porque la criatura a la que se enfrentaban los hubiera acabado con la misma facilidad que a cualquier otro soldado.

Sir Bryndor sacudió la cabeza y levantó el brazo, ordenando detenerse al girar por uno de los pasillos. Ya se encontraban a unos cuantos pasillos de las habitaciones de su señor. Pero delante, con la luz de la luna filtrándose por las ventanas, las paredes de mármol y raíces que crecían como si fueran parte de la roca misma, perfilaban diversos chispazos de sangre. Daba la impresión de que los cadáveres a los costados hubieran explotado.

«Por la luz de Diane», pensó con un escalofrío. Al final del pasillo, se alzaba un soldado suspendido en el aire como si una mano invisible lo levantara por la garganta mientras un hilo de sangre desfilaba por su costado derecho. El pecho del hombre se hinchaba de forma irregular, como si le faltara el aire.

Lignarion retrocedió por instinto, el cuerpo cayó con un sonido sordo. Luego, esos pasos... una secuencia que no encajaba en nada familiar. Su mente trató de aferrarse a cualquier explicación lógica, pero el ejército no lo había preparado para esto. Nada podía prepararlo para esto. El miedo le pesaba en el pecho como una armadura demasiado ajustada, aplastando su capacidad de respirar. ¿Cómo peleas contra algo que no puedes ver?
El pánico trepaba por su columna. Los soldados a su alrededor mantenían la compostura, pero él sentía que el suelo bajo sus pies se desmoronaba. Los pasos resonaban más fuertes, más cercanos.

«Solo un hombre había derrotado a un Silvanox», pensó desesperado.

Deseaba que ese hombre apareciera.

Pero no lo hizo. En su lugar, Lignarion observó como Sir Bryndor bramó una orden que no escuchó debido al pánico y como todo el pelotón se amontonó para adoptar la formación Cúpula de Corteza: los escudos levantados y las lanzas en posición defensiva. Era una táctica impenetrable, o al menos debería serlo.

No había tiempo para heroísmos, Lignarion sabia la importancia de adoptar de inmediato una formación defensiva. Nadie podía quedar expuesto a un ataque del Silvanox, por muy buenos que fueran luchando.

Pero si no era suficiente...

«Oh, Deidad Inmortal, ayúdanos», pensó el noble. La tensión parecía hervir con toda la impaciencia que invadía a los soldados. Todos aguantaban la respiración, esperando el momento en el que la criatura invisible atacara. Empero, aun después de minutos en completo silencio, nunca hubo un ataque. ¿Se habría ido?

No había ningún tipo de movimiento y, por lo que Lignarion veía, parecía que no iba a llegar. Nadie se movió, aun así, ni después de varios minutos. Si la criatura los estaba esperando, seguirían así. Esto podía ganar tiempo para que el Gran Señor escapara o reforzara sus defensas.

Pero si el Silvanox se había marchado; mal asunto.

Muy, muy malo.

Sir Bryndor debía estar pensando lo mismo que él, pues comenzó a mirar en todas las direcciones con una expresión más que nerviosa, como suplicante. Pero claro, ¿cómo podías ver a alguien que era invisible?

—¡No podemos permitir que alcance a nuestro señor! —vocifero sir Bryndor—. ¡Por Diane! ¡Avancemos, hombres, hacia los aposentos de Lord Thalion! —dio un paso adelante, pero el resto de las soldados reaccionó un momento tarde.

Tan solo un momento tarde, donde la defensa tuvo un hueco en la formación.

Sir Bryndor se lanzó a un lado y esquivó por muy poco un corte que atravesó el aire. El suelo tembló con pasos que resonaron en la piedra cuando la criatura invisible se movió finalmente. ¡Nunca se había ido, estaba esperando a que perdieran la paciencia!

Los soldados perdieron la formación y, en un intento de defender al líder del pelotón, saltaron en bandada hacia donde se habían escuchado los pasos. Pero Lignarion no pudo moverse, paralizado por el pánico.

Y se maldijo por ello.

La primera cabeza cayó al suelo acompañada de un alarido desgarrador que resonaba en los muros. Pero no fue un corte limpio. Lignarion sintió un escalofrío recorrerle la columna al ver cómo la piel de su compañero se rasgaba sin razón aparente, como si una fuerza invisible estuviera desollándolo con precisión inhumana.

Jadeante, el noble dio unos pasos hacia atrás al tiempo que dos de sus compañeros recibían cortes casi paralelos en las gargantas. La única forma de enfrentarse a un Silvanox era en grupo, con la esperanza de golpearlo y mantenerlo acorralado. Pero siempre era inútil.

Bajo la noche, los cadáveres yacían apilados como montones de basura. Los soldados se habían visto forzados a huir, incluso el valeroso sir Bryndor había retrocedido, bramando ordenes ininteligibles entre el pánico, intentando convencer a todos que adoptaran una postura defensiva.

Lord Lignarion seguía sin poder moverse. Únicamente temblaba y sentía que la lanza se le resbalaba de las manos.

No era tanto el miedo lo que lo inmovilizaba, sino la vergüenza de su propio fracaso. A pesar de ser el séptimo hijo del gran señor de Cylendor, su rango no le otorgaba la misma relevancia que a sus hermanos mayores. Para muchos, no era más que otro noble menor jugando a ser soldado, apenas un paso por encima de los miembros de casas menores. Y, sin embargo, por su sangre, algunos soldados —una docena apenas que quedaban— se colocaron a su alrededor, formando un anillo de protección. No porque lo consideraran crucial, sino porque el peso de su linaje, aunque disminuido, aún exigía una mínima deferencia.

Esto lo hizo sentirse aún más miserable.

De repente, el pasillo retumbó con el eco de cientos de pasos resonando al unísono. Como un coro al llamado de la Deidad Inmortal, los refuerzos llegaron rápidamente, bloqueando las entradas del corredor con sus escudos levantados y lanzas en ristre, listos para enfrentar la amenaza invisible.

Soldados de la Casa Vyrelis.

Los hombres recobraron algo de la confianza, pero Lignarion seguía sin poder mover un musculo. Sus manos temblaron tanto que la lanza resbaló por completo de sus dedos, golpeando el suelo con un ruido sordo. El pánico lo hundió en lo profundo de su ser.

Sir Bryndor, que milagrosamente solo presentaba unas heridas superficiales, se alzó con el escudo alto, mirando nerviosamente hacia cada rincón del pasillo, esperando un posible próximo ataque.

—¡Escúchame, criatura! —gritó sir Bryndor con la voz temblando en una rabia contenida, apretando su lanza como esperando el momento de usarla—. ¡No importa cuántos de nosotros mates, no importa cuán invisible seas, te encontraremos! ¡No escaparás para siempre! ¡No eres más que un cobarde escondido en las sombras!

Los soldados se miraron unos a otros, asustados, pero los otros lideres se aferraron a las palabras de sir Bryndor. Uno de los capitanes, un hombre alto y barbado, dio un paso hacia adelante, blandiendo una espada con fuerza.

—¡Ataca! ¡Tu próximo movimiento será tu final, monstruo! —rugió con una voz llena de furia—. No te esconderás de nosotros para siempre. ¡Cazar a tus presas desde las sombras solo te hace más débil, más despreciable!

Otro capitán, un hombre de hombros anchos y voz grave, levantó su hacha con determinación.

—¡Escóndete todo lo que quieras, pero al final te encontraremos! —vociferó—. ¡Nos prepararemos, y la próxima vez no habrá lugar para que corras, maldito!

El sonido de las amenazas resonó en las paredes de piedra, pero no hubo respuesta. Lignarion tomó nuevamente su lanza, sintiendo como el corazón bombeaba con urgencia, solo sintiendo el silencio del momento y el sudor resbalar por su frente, como si las sombras mismas se burlaran de la valentía de los soldados. Aun no sabían si la criatura estaba cerca, pero lo que si sabían era que, aunque el miedo los asfixiaba, no podían mostrar debilidad.

Lignarion continuó paralizado, era difícil dejar de ver los cadáveres que había en el suelo. Intentó concentrarse en los charcos de sangre, en sus entrenamientos le habían dicho que la criatura podía dejar huellas, pero entre tanta gente, era difícil diferenciar las huellas aliadas a enemigas.

Pero las amenazas de sus compañeros no se habían detenido, en su lugar, parecían ser mucho más fuertes. Por lo menos eso servía para controlar sus nervios. Tal vez podrían salir de esta. Entre todos podrían matarlo, de algún modo.

Justo en ese momento, un hombre avanzó entre los soldados, vestido con una túnica verde oscura que parecía moverse como si el viento la acariciara. Pero Lignarion notó que no había viento, y pese a ello, la túnica seguía moviéndose. Alrededor de la cabeza del hombre había unas hojas doradas que brillaban con una luz tenue.

Aquel hombre era un Syldeo; aquellos que controlaban las plantas.

El Syldeo avanzó con paso firme entre los charcos de sangre, sin importarle manchar sus sandalias de madera, hasta quedar al frente de la formación. Todos los soldados le cedieron el paso.

El hombre sostenía una pequeña planta, de raíces largas y delgadas que parecían retorcerse buscando algo en el aire, el Syldeo la acerco al suelo ensangrentado. Las hojas de un color verde vibrante brillaron intensamente durante unos segundos, antes de comenzar a marchitarse.

—Se ha ido —dijo el Syldeo, alzando la voz para que todos los soldados pudieran escuchar—. Está lejos, no detecto ninguna presencia hostil en el palacio. Ya no corremos peligro.

Un suspiro colectivo se escapó de las gargantas de los soldados. Algunos cayeron de rodillas, agotados por el esfuerzo y el miedo, mientras otros intercambiaban miradas de alivio. Pero no Lignarion. Todavía temblaba.

Había actuado como un crío durante toda la amenaza. ¿Y así era como esperaba imitar algún día las acciones del legendario el Vidente de las Sombras, el único que había derrotado a un Silvanox?

Lignarion y su pelotón se reagruparon tras la retirada del monstruo. Se dirigieron a los aposentos de lord Thalin Drenhyr, gran señor de Clyendor, mientras sus pasos estaban resonaban en los pasillos. Nadie se atrevía a romper el silencio, hasta que sir Bryndor finalmente se dirigió a él y habló en susurro.

—¿Crees que realmente se fue? —preguntó Sir Bryndor, mirando de reojo a Lignarion mientras su mano aferraba con fuerza el escudo.

El joven noble apretó los labios. Aun asentía la impotencia reflejada en sus manos entumecidas. Pero debía responder, aparentando más seguridad de la que tenía. Aunque, la preocupación en la mirada del sir Bryndor no era solo por el Silvanox, sino por algo más.

—No —respondió Lignarion en voz baja, pero firme—. Solo se fue por ahora. Lo que sea que esté buscando... no ha terminado aquí.

Sir Bryndor asintió, pero su mandíbula apretada reflejaba más que simple tensión.

—Los Vyrelis esperaron hasta el último segundo para intervenir —murmuró, con una mezcla de desprecio y precaución en su voz—. Trajeron a sus hombres desde las fronteras después de semanas de súplicas, pero ahora buscarán cualquier excusa para señalar la incompetencia en la defensa del palacio. Si algo sale mal, culparán a nuestros hombres por los fallos.

Lignarion miró a los soldados que lo rodeaban.

—Sus hombres intentaran regodearse de que espantaron a la criatura—dijo Lignarion—. Intentaran ganarse el favor del gran señor. Y si mi padre cae, los Vyrelis no tardarán en reclamar algo más que solo el control de la defensa.

Sir Bryndor asintió, endureciendo su mirada.

—Apresurémonos. Tenemos que asegurarnos que nuestro señor este bien.

Se encontraron con al menos dos docenas de soldados de infantería pesada cubriendo las puertas de madera tachonada con clavos de hierro y vigas reforzadas, bloqueando cualquier paso para que nadie pudiera acceder, aunque se tratara de alguien invisible.

Cuando se acercaron, los hombres no les permitieron un fácil acceso, sino comenzaron con unas exhaustivas revisiones a cada uno de los soldados, como un triste intento de controlar la situación. Y aunque el Syldeo hubo explicado que la amenaza había terminado, estos hombres no los dejaron pasar sino hasta que todos pasaran la revisión.

Al cruzar el umbral, Lignarion sintió cómo la tensión en el aire casi podía cortarse con un cuchillo. Las grandes casas se congregaban alrededor de una amplia mesa que mostraba un mapa detallado del palacio, con los nombres de las casas nobles inscritos y figuras de madera pintadas. Varios de esos nombres estaban tachados en rojo, junto a figurillas que yacían tumbadas.

Cuando la puerta se abrió, varios nobles dieron un respingo; algunos soltaron exclamaciones ahogadas, mientras otros llevaron la mano a sus espadas. Luego, sus ojos se apartaron rápidamente. Unos suspiros de alivio se escaparon, pero no faltó el desprecio velado que él ya conocía.

Los nobles, exhaustos, con ojeras como si no hubieran dormido en días, reanudaron sus debates acalorados. Algunos, como su hermano Caladrion y su hermana Isolde, le lanzaron miradas fugaces, pero nadie se detuvo en él. Ser el séptimo hijo de Lord Thalin era casi tan insignificante como ser de una de las casas menores. A veces, Lignarion sentía que ser soldado solo empeoraba su situación.

«Otro noble más jugando a ser guerrero», podía casi escuchar los pensamientos de los demás.

No podía culparlos en este momento; ninguno de ellos tenía cabeza para asuntos familiares o para un joven sin brillo como él. Durante semanas, sus pensamientos habían girado en torno a una sola pregunta: ¿quién de ellos sería el siguiente objetivo del Silvanox?

En el centro de la mesa se encontraba su padre, lord Thalin Drenhyr, el Gran Señor del reino de Clyendor. Era un hombre avanzado en años, cuyos dedos esqueléticos se aferraban con fuerza a su bastón. Su expresión era grave mientras los consejeros y nobles a su alrededor discutían frenéticamente en un caos cuidadosamente contenido. A su lado, sentada en una alta silla tallada, estaba lady Aelyra Drenhyr, la madre de Lignarion. Aelyra, anciana y casi ciega, mantenía la espalda recta con una dignidad inquebrantable a pesar de su fragilidad.

El Lord comandante de los Caballeros del Roble—la guardia personal de la Casa Drenhyr—vestía una armadura de placas de acero pulido adornada con filigranas de hojas y enredaderas que recorrían el metal. En su pecho brillaba el blasón de la gran casa: una hoja de roble y una espada cruzadas. Tras una señal del Gran Señor, el comandante levantó el brazo, obligando a todos en la sala a guardar silencio.

—Sir Bryndor, ¿informe de la situación? —dijo el Gran Señor en un tono sorprendentemente confiado.

—Lord Alaric Stormwind ha caído.

Inmediatamente los nobles parecieron derrumbarse mentalmente. Ninguno reaccionó, simplemente tenían unas miradas perdidas. Uno de ellos, tachó el nombre de Lord Alaric en el mapa y derrumbó su figura de madera.

«Una casa menor ha caído», pensó intentando controlar el temblor de sus manos.

El único heredero de los Stormwind era apenas un infante de dos años el cual había perdido a sus padres en menos de dos semanas. Esa casa estaba al borde de la ruina, condenada a caer.

—¿Por qué matar a unos nobles sin importancia? —preguntó su hermano, lord Caladrion Drenhyr, llevándose una mano a su rostro sudoroso—. Sin poder político, sin gran número de fuerzas. Solamente un noble comerciante. ¿Cuál es el patrón en todo esto?

Lignarion también estaba conmocionado. Cuando los incidentes comenzaron, todos habían supuesto que la criatura planeaba una guerra de casas, producto del caos para desestabilizar el poder del reino. Luego, pensaban que simplemente planeaba acabar con las grandes casas. Pero ahora parecía que solo asesinaba a nobles al azar, sin relaciones entre ellos. ¿Qué era lo que estaba pasando?

A través del salón, Lord Gerion Vyrelis, un hombre de hombros anchos y rostro curtido por cicatrices intercambió una mirada cargada de significado con Lord Erdan Faelorin, cuya figura delgada contrastaba con la elegancia de sus vestimentas.

A pesar del caos que los rodeaba, Lignarion percibió con claridad que las tensiones entre las grandes casas permanecían intactas, como brasas ocultas bajo las cenizas, listas para avivarse en cualquier momento.

—Parece que los Stormwind han caído a pesar de la "protección" ofrecida. La ciudad de Sylvandor necesita a sus protectores en plena forma si no queremos que el caos se extienda—dijo lord Faelorin.

Gerion no respondió de inmediato. Lignarion vio la sonrisa helada de lady Eris Vyrelis, la esposa del general, quien se unió con sarcasmo.

—Espero que la próxima vez que los Faelorin negocien, lo hagan con más éxito que sus palabras vacías en tiempos de paz —replicó Gerion, entrecerrando los ojos—. No olvidemos que son las armas, no los tratados, los que mantiene a raya a ese monstruo.

Lady Yllara Lysiris, se acercó discretamente a lord Valysar mientras acariciaba sus rizos dorados, arquitecto influyente en el reino.

—La caída de los Stormwind marca una tendencia preocupante —murmuró en un susurro la mujer bajita—. Si las defensas del reino siguen fallando, necesitaremos algo más que guerreros. Los constructores y sabios serán cruciales para reconstruir el orden.

Lord Valysar asintió, llevándose una mano a la barba canosa.

La tensión en la sala aumentó rápidamente. Lignarion sintió una náusea subirle al estómago. No podía entender cómo, incluso en ese momento crítico, los nobles continuaban con sus juegos de poder, buscando maneras de acusarse entre ellos. ¿Qué harían si realmente el reino caía en el caos?

—¿Pueden guardar un momento silencio? —gruñó su hermano, lord Caladrion—. ¿Qué sucedió con el monstruo, sir Bryndor? ¿Lo mataron?

Hubo un silencio esperanzador.

Sir Bryndor negó con la cabeza.

—Ha escapado.

—¿Escapado? —bufó Caladrion Drenhyr con su habitual mal humor—. Primero escaparía Lignarion que el silvanox. ¿Qué sucedió con él sir Bryndor?

—Luego de que matara a lord Alaric nos dirigimos corriendo a donde el gran señor, por si resultaba su siguiente objetivo. Pero nos encontramos al monstruo de camino. Luchamos contra él, incluso conseguimos acorralarlo. Pero luego desapareció. Se marchó del palacio.

Un informe que resultaba similar a cualquier otro informe del pasado.

Sin ninguna pista.

Pero antes de que pudiera añadir algo más, Gerion Vyrelis bufó.

—Mis hombres llegaron tan pronto como pudieron. Si la coordinación hubiera sido mejor, tal vez podríamos haber evitado más muertes —dijo, con una mirada acusadora dirigida tanto a Bryndor como a los Drenhyr.

—¿Estás sugiriendo que nuestras defensas han fallado por incompetencia, lord Gerion? —preguntó Caladrion Drenhyr con la mandíbula apretada y su furia apenas contenida.

Gerion se encogió de hombros.

—Solo digo que no hay espacio para errores en una guerra, ni en la protección de nuestro reino. Un segundo más, una falla en la coordinación, y perderemos más que una casa menor.

—No podemos seguir perdiendo hombres a este ritmo —interrumpió Eris—. Necesitamos una mejor estrategia, no solo más soldados. Tal vez es hora de recurrir a métodos más... creativos.

Lady Isolde Drenhyr, hermana de Lignarion, frunció el ceño, desconfiando de la propuesta. Su cabello castaño oscuro, normalmente cuidado, caía en mechones desordenados por la tensión del momento.

—¿Métodos creativos? —preguntó, claramente escéptica—. ¿Qué sugieres, lady Eris?

—Quizás los Syldeos de la Casa Lysiris podrían ayudarnos —respondió Eris con frialdad, apretando sus labios rojizos—. Podrían quizá dejar los estudios sobre las plantas y ayudar de manera más activa en las defensas como harían los soldados. He oído que algunas de sus plantas sirven para luchar.

—Mis estudios sobre el Silvanox continúan, lady Eris—dijo Yllara Lyrisis levantando la barbilla con elegancia—. No culpes a los Syldeos cuando las armas han demostrado ser insuficientes.

Nuevamente, hubo silencio.

El Lord comandante de los Caballeros del Roble frunció el ceño.

—¿Algún registro de bajas? —preguntó.

—Cincuenta hombres caídos, y podríamos tener más. Todavía no hemos terminado de revisar todo el palacio—respondió sir Bryndor.

Lady Serayne Drenhyr, la tercera hija de la Casa Drenhyr.

—Cincuenta soldados en una sola noche... No podemos soportar muchas más pérdidas como esta.

Su hermana tenía razón. No podían. Habían hecho todo lo posible por derrotar al Silvanox. Incluso habían retirado a hombre de la guarnición y la guardia de la ciudad para que protegiera el palacio, ocasionando que la ciudad fuera un hervidero de nervios.

—¿Ha habido noticias del Gran Consejo? —preguntó el Gran Señor al maestro de comunicaciones.

El Maestro de Comunicaciones, cuya expresión reflejaba cansancio y preocupación, dio un paso al frente e hizo una reverencia que dejaba ver los pliegues arrugados de su túnica desaliñada.

—Si, mi señor —respondió con voz tensa.

La sala contuvo el aliento. Los nobles se inclinaron hacia adelante, expectantes.

—¿Y bien? —preguntó lord Caladrion Drenhyr con impaciencia, cruzando los brazos—. ¿Qué han dicho? ¿Por fin se dignan a responder a nuestras suplicas?

El maestro tragó saliva antes de continuar.

—El Gran Consejo ha decidido enviarnos... algunos soldados de refuerzo.

Un murmullo de descontento recorrió la sala. Los nobles intercambiaron miradas de incredulidad y frustración.

—¿Soldados? —exclamó lady Isolde Drenhyr, la hermana de Lignarion—. ¡Necesitamos más que imples soldados para que nos protejan!

—Esto es una burla —gruñó Lord Caladrion Drenhyr—. Deberían enviarnos a los Hacedores de Sangre o a los Domadores del Viento.

El maestro de comunicaciones bajo la mirada, apretando los puños con impotencia.

—Lo lamento, mis señores. El Gran Consejo afirma que sus recursos están limitados. Los Domadores están desplegados en el norte de Edjhra y los Hacedores de Sangre protegen las fronteras orientales. No pueden enviarlos a nuestro reino en este momento.

—¡Esto es inaceptable! —escupió lord Caladrion—. ¿Acaso no ven la gravedad de nuestra situación? Hemos servido al Gran Consejo por generaciones luego de la Devastación. ¿Y no pueden enviarnos ayuda digna?

Lignarion pasó saliva. Estaba temblando, pero aun así dio un tímido paso adelante. Él tenía permitido hablar acá, claro, a nadie le agradaba cuando lo hacía, pero tenía permiso de su padre. Después de todo, seguía siendo un noble.

—Padre —comenzó con una voz apenas audible—, tal vez haya otra opción.

El silencio se apoderó de la sala, todos los ojos se volvieron hacia Lignarion. Algunas miradas eran de sorpresa, otras, como las de su hermano Caladrion, de fastidio. Había una regla tácita entre los nobles: las ideas radicales no provenían de los jóvenes inexpertos, mucho menos de aquellos considerados irrelevantes.

—¿Qué otra opción, Lignarion? —preguntó su padre, Lord Thalin Drenhyr con el tono cargado de paciencia gastada, como si dudara que algo bueno pudiera salir de la boca de su hijo más joven.

Lignarion sintió el peso del salón sobre sus hombros, pero respiró hondo, intentando controlar el temblor en sus manos.

—He oído historias.... Leyendas sobre un hombre que derrotó a un Silvanox hace treinta años. Sir Thorn, el vidente de las sombras. Si aún vive, podría ayudarnos.

Un murmullo recorrió la sala como un viento inquieto. Los nobles intercambiaron miradas cargadas de escepticismo; algunos parecían interesados, mientras otros mantenían la burla en sus ojos. Lady Isolde, su hermana, fue la primera en romper el silencio.

—¿Sir Thorn? —lady Isolde frunció el ceño—. Solo es un mito para inspirar a los niños.

—No es un mito —insistió Lignarion, sintiendo un poco más de confianza—. Hay registros que hablan de él. Tú le otorgaste el título de caballero, padre, cuando mató al Silvanox. Podría ser nuestra única esperanza.

El Gran Señor guardó silencio, y Lignarion vio algo en su padre que pocas veces había percibido: duda. No duda sobre su propuesta, sino duda sobre el reino mismo. El agotamiento del peso que cargaba.

—Nadie sabe que fue de sir Thorn—dijo su padre con una voz pesada—. No deseó tierras, ni un puesto en la guardia. Y aunque lo encontráramos, el hombre es demasiado mayor como para volver a luchar. Quizá incluso ya esté muerto.

—Pero podría ayudarnos.

—¿Y cómo propones encontrar a un fantasma? —Caladrion intervino con su habitual sarcasmo, cruzando los brazos mientras lo miraba con desprecio—. ¿Vas a seguir los rumores? ¿Buscar un mito que podría no existir mientras el reino se desmorona?

—He buscado pistas y he seguido los rumores. Creo que se dónde puedo encontrarlo. No tardaré más de dos meses, lo prometo. Solo necesito unos hombres para que me acompañen...

—¿Hombres? —interrumpió su hermano—. ¿Sabes que en dos meses tal vez ya no haya grandes casas que proteger? ¡Cada día que pasa, caen más soldados! No podemos darnos el lujo de perder a ninguno.

Un murmullo de acuerdo resonó por la sala, pero fue Erdan Faelorin, siempre calculador, quien habló.

—Es una idea arriesgada —admitió el maestro diplomático, cruzando sus manos frente a él—, pero en tiempos desesperados, a veces las apuestas arriesgadas son necesarias. Si lo que dice Lignarion es cierto, puede que esta sea la única opción que tengamos.

—¿Arriesgada? —interrumpió lady Isolde con frialdad—. Es una locura. ¿Buscar a un fantasma? Necesitamos fortalecer nuestras defensas con lo que tenemos, no basarnos en cuentos antiguos.

—Coincido —añadió lord Gerion Vyrelis, con una sonrisa cínica—. Solo un loco creería en tales historias. Si esta es nuestra mejor opción, entonces ya estamos perdidos.

—Entonces déjenme ir solo a buscarlo. No necesito hombres. No arriesgaré más vidas. Si fallo, solo habré perdido mi tiempo... y el mío no es tan valioso como el del resto aquí.

El salón cayó en un silencio tenso, y todos esperaron la respuesta del Gran Señor. Lignarion sintió los ojos de su padre sobre él, estudiándolo, sopesando la decisión. Después de lo que pareció una eternidad, Lord Thalin dejó escapar un suspiro. Un suspiro que parecía contener todo el peso de los años, las guerras y las decisiones imposibles que había tomado en su vida.

—Lignarion, hijo mío —comenzó, su voz no era ni severa ni alentadora, sino cargada de un cansancio profundo—, siempre has buscado probar tu valía. Tal vez esta sea la última oportunidad que tenga para confiar en tu juicio.

Los ojos de su padre, apagados por la edad y la preocupación, se posaron en él, con una intensidad que casi lo desarmó.

—Podrás ir solo —dijo finalmente—. Ordenaré que te preparen un caballo. Pero escucha bien mis palabras: si no lo encuentras, si no vuelves con algo que sea de utilidad... mejor no regreses. El reino no puede soportar más fracasos, y yo tampoco.

Las palabras cayeron pesadas en el corazón de Lignarion. No eran meras instrucciones. Eran una despedida disfrazada de mandato. Y aunque lo había esperado, el impacto de la desconfianza de su padre lo atravesó como una daga.

—No te defraudaré, padre.

El Gran Señor lo miró un momento más antes de desviar la mirada, como si ya hubiera dado todo lo que podía ofrecer a su hijo menor.

—Que la Deidad Inmortal te acompañe, Lignarion —dijo finalmente, casi en un susurro—. Si no vuelves con sir Thorn, reza para que tengas algo mejor que cuentos de fantasmas.

Sin más, lord Thalin dirigió su atención a la sala.

—Mientras tanto, reforzaremos nuestras defensas. Llamen a todos los Syldeos que existan. Necesito esas plantas rastreando al Silvanox día y noche. No esperaremos sentados por un milagro.

El silencio volvió a llenar el salón, pero esta vez con una sensación de resignación solemne. Lignarion sintió una mezcla de alivio y desesperación. Había dado un paso adelante, y ahora toda la esperanza de su familia, y tal vez del reino, descansaba en esa misión imposible.

«Si Sir Thorn es real, él nos salvará», pensó mientras apretaba los puños, aferrándose a esa última esperanza.

Porque si no lo era, no habría salvación para nadie.

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