EPÍLOGO
Thorn... No, Bram hundió la pala con un golpe decidido, sintiendo el crujir de las raíces debajo de la tierra blanda. El sonido seco y satisfactorio del metal desgarrando el suelo reverberó a través de sus brazos, mientras un viento suave agitaba las flores de custosyl que bordeaban el campo. El sol se alzaba alto en el cielo, su luz bañaba las colinas de Brumaalta con un resplandor dorado. Las flores, resistentes y vibrantes, brillaban bajo el calor, protegiendo al pueblo de las enredaderas que alguna vez fueron una amenaza constante.
Él levantó otro montículo de tierra, arrojándolo con facilidad hacia el borde del campo. Su respiración era profunda pero tranquila, el sudor goteaba levemente por su frente mientras sus músculos trabajaban con la precisión de años de rutina. Todo estaba en calma. No quedaba rastro del caos que alguna vez amenazó su vida. Aquí, bajo el cielo despejado, el tiempo parecía haber perdido su urgencia, pero Bram sabía que la paz no era más que el fruto de sus decisiones. Sus manos, curtidas por el trabajo, ahora mantenían al mundo en equilibrio, no una espada.
«Así es como debería ser», pensó, mirando las custosyl que se balanceaban suavemente al viento, una danza tranquila que solo los que vivían en armonía con la tierra podían apreciar.
—¡Señor, Bram! —El grito agudo y alegre de Elia rompió la quietud.
Giró el cabeza justo a tiempo para ver a la joven correr hacía él, sus pies levantaron polvo en el camino espejado. Sus mejillas sonrosadas brillaron bajo el sol mientras el frufrú de sus faldas se sacudía con el viento. Había pasado años para que se acostumbraran a su nuevo nombre.
Bram dejó la pala a un lado y se inclinó, apoyando un codo en la rodilla mientras la observaba acercarse. La energía inagotable de los jóvenes siempre le sorprendía. ¿En qué momento la inocente niña se había marchado y había dado paso a esa joven que robaba corazones de los demás niños?
—Señor Bram, ¡escuché una canción nueva! —jadeó, con una amplia sonrisa iluminando su rostro—. ¡El buhonero me la cantó! Es sobre el Vidente de las Sombras y cómo mató al Silvanox.
El título resonó en su mente como una melodía distante, una que había elegido dejar atrás. Habían pasado años de eso. Bram miró a Elia con paciencia, esbozando una sonrisa El mundo nunca sabría la verdad, y eso estaba bien.
—Una nueva canción, ¿eh? —murmuró con un tono bajo pero cálido, ladeando la cabeza—. ¿Y cómo va esa canción? A ver, cántamela.
Los ojos de la joven se iluminaron y sin dudarlo, comenzó a tararear la melodía mientras movía los pies al ritmo.
En las sombras luchó Lignarion audaz,
Su espada cortó la oscuridad tenaz.
Contra el Silvanox que no podía ver, en la cripta negra lo hizo caer.
De fuego eran sus ojos, de trueno su voz,
El Vidente de las Sombras, valiente y feroz.
Cuando Elia terminó, Bram dejó escapar una risa baja y profunda, que resonó en el aire calmado del campo. La joven lo miró con ojos llenos de orgullo por haber aprendido la canción, pero Bram negó con la cabeza lentamente, su sonrisa se ensanchó con un toque de ironía.
—Está mal contada, Elia —dijo, su voz arrastró las palabras como si saboreara cada una—. No fue así como sucedió.
Los ojos de Elia se abrieron de par en par, confusa pero fascinada. ¿Cómo podría estar mal contada una canción tan épica? A ella le fascinaban las canciones, quizá con los caminos como estaban ahora, podría cumplir su sueño de convertirse en una cantamundos.
—Déjame enseñarte la versión correcta, una que nunca has escuchado. —Bram se inclinó más cerca, bajando la voz, como si le estuviera revelando un secreto. Su tono, que solía ser sombrío y reservado, ahora tenía una chispa de travesura.
Y entonces, por primera vez en años, Bram empezó a cantar.
Lignarion bajó, y el suelo tembló,
Cada paso suyo la oscuridad quebró.
Con un grito de guerra, al viento cortó,
y docenas de guerreros él solo derrotó.
La cripta entera temblaba ante su pie,
El silvanox no pudo ni ver.
Con su espada brillante las sombras rasgaron,
Y hasta el gran palacio de miedo crujió.
Con un solo golpe, al asesinó paró,
Y todo el reino en su nombre gritó.
Lignarion, el grande, nunca caerá.
Su voz, aunque no era la de un trovador, estaba llena de vida. Mientras cantaba, exageraba cada detalle, haciéndolo aún más grandioso que la versión de Elia. Cuando terminó, Elia lo miraba con los ojos llenos de asombro. Una nueva historia para su repertorio.
—Y eso que no te he contado como Lignarion El Audaz derrotó a un guiverno.
Elia abrió los ojos como platos. Bram rio entre dientes, dejándola ir corriendo hacia el pueblo para contarle a todos la nueva versión. Así comenzaban las grandes historias.
Bram se permitió una sonrisa melancólica. Había soñado con ser un héroe cuyo nombre sería cantado en las cortes, pero ahora entendía que solo había sido un sueño. Su verdadera hazaña permanecería oculta, su sacrificio sin alabanzas. Y estaba bien. Al final, su deber no era ser recordado, sino proteger a quienes amaba, aun sin que lo supieran. Nadie sabría que había absorbido el primer sello que retenía al Portador del Olvido, ni que esa fuerza seguía latiendo en su interior como una cicatriz invisible que perforaba su alma. Ya no era del todo humano; su vida se extendía más allá de lo mortal, una sombra silenciosa. Pero si su inmortalidad servía para cuidar esta tierra y mantener la paz, lo aceptaría en silencio.
Observó los caminos de Brumaalta, tan despejados y llenos de vida. Incluso habían comenzado a moverse más seguido entre los diferentes pueblos cercanos, conociendo a vecinos que nunca habían visto. Nunca los caminos del gran señor habían estado tan bien cuidados. Ya no había enredaderas peligrosas amenazando los hogares ni el constante temor de que la naturaleza descontrolada los reclamara.
Los regalos de Lignarion habían llegado a Brumaalta como promesas cumplidas: herramientas, flores, mercancías. Todo en honor a él, aunque su nombre no apareciera en los cantos.
—¡Bram! —La voz de Leandra resonó detrás de él, y cuando se giró, la vio caminando hacia él con una sonrisa en los labios y las manos en las caderas. El viento le agitaba el cabello oscuro, y su andar firme era el de siempre—. ¿Ahora cantando canciones? —le preguntó con una sonrisa burlona—. Si lo hubiera sabido antes, te habría hecho cantar para mí hace años.
Bram dejó escapar una risa baja y se acercó a ella, sintiendo la calidez que irradiaba su presencia. Leandra lo miró de reojo, y cuando él la tomó de la cintura, ella fingió molestia, pero no hizo esfuerzo por apartarse.
—Hoy me siento generoso —respondió él, acercándola un poco más—. Quizás incluso cante una canción para ti... pero tendrá que ser en privado.
Leandra lo golpeó suavemente en el brazo, riendo mientras sus ojos se llenaban de cariño.
—Siempre sabes cómo hacerme reír, Bram —dijo ella suavemente enfatizando en el nombre.
Bram le plantó un beso en la frente, sintiendo el calor de su piel contra la suya. Por un momento, el mundo pareció detenerse. El suave susurro del viento entre las flores y el crujido de sus botas sobre la tierra desaparecieron, dejándole solo a ella, y esa chispa de vida que siempre traía consigo. Pero incluso en medio de ese momento, una verdad incómoda persistía, escondida en lo más profundo de su mente: él viviría mucho más tiempo que ella. Mucho más tiempo que todos en Brumaalta.
Vería a quienes amaba vivir, envejecer y marcharse, mientras él quedaba atrás. Conocería el cambio, la ausencia, la soledad que acompaña el paso de incontables años. Pero en ese momento, mientras Leandra tironeaba de su manga, intentando sacudir la tierra de su ropa, nada de eso importaba. Cada día con ella era un regalo, y ese era el único mundo digno de ser salvado.
—¡Mira cómo te has puesto! —dijo ella, fingiendo indignación—. Cualquiera diría que has estado peleando con las enredaderas otra vez, y no ganando precisamente.
—Alguien tiene que hacerlo —respondió Bram, encogiéndose de hombros con una sonrisa—. O esas enredaderas vendrán por ti mientras duermes.
Leandra rio, y su risa lo atravesó con una calidez pocas veces sentida. Sí, él duraría más que todos, incluso más que la joven Elia, que corría despreocupada por el campo. Aun así, mientras ese día durara, mientras la vida brotara a su alrededor, su larguísima existencia bien valía la pena.
Mientras caminaban, Leandra se apoyó en su brazo, su calidez reconfortante contra su costado. Sus pasos eran lentos, compartidos, y al sentirla tan cerca, Bram comprendió que era precisamente ese el instante que debía atesorar. Aunque su vida se extendiera más allá de la de ella, aunque un día tuviera que verla marcharse, aquello no lo debilitaba, sino que reforzaba su determinación de aprovechar el tiempo que tenían. No se trataba de negar lo inevitable, sino de vivirlo con intensidad. Su lugar estaba allí, a su lado, mientras el mundo florecía y cambiaba a su alrededor. En eso consistía, al fin y al cabo, el verdadero valor de su larga existencia.
Leandra lo miró con una sonrisa traviesa.
—Te has quedado muy callado, Bram. ¿En qué piensas? ¿En alguna batalla épica que tuviste con una rama hoy? —dijo ella, dándole un suave golpe en el brazo.
—En algo más importante que eso —respondió Bram, y sin más, la tomó por la cintura y la atrajo hacia él, plantándole un beso suave en los labios.
Leandra se sorprendió, pero no se apartó.
—¡Vaya, sí que es importante! —rio ella, sonrojándose ligeramente—. Cuidado, Bram, no vayas a hacerme sonrojar aquí, delante de las flores.
—Las flores no dicen nada —dijo Bram, soltando una carcajada y abrazándola más fuerte—. Pero si lo hicieran, te dirían lo afortunada que eres por tenerme.
Leandra le devolvió el golpe suave en el pecho, fingiendo estar ofendida.
—Y quién te crees que soy yo, ¿eh? ¿Acaso no soy yo la que te mantiene con vida aquí? —replicó ella, divertida—. Sin mí, esas flores ya te habrían reclamado como parte del campo.
Bram rio y continuó a su lado, pero su mente no tardó en desviarse hacia las promesas del pasado, en especial una que aún lo inquietaba. El rostro de Valten—su mejor amigo desde la infancia—surgió en su memoria como un eco distante, casi irreal. A él le había prometido convertirse en un héroe cuyas hazañas serían recordadas por generaciones, y Valten era la razón por la que ese sueño había cobrado vida.
—¿De verdad no me vas a decir en qué piensas? —preguntó Leandra, suavizando el tono de su voz, viéndolo pensativo.
Bram sonrió, más para ella que para sí mismo. Había creído en esas palabras con fervor juvenil. Había creído que su destino, su «mundo», significaba convertirse en ese héroe, ser recordado como los grandes de las historias, aquellos cuyas hazañas los inmortalizaban. Durante años, esa fue la promesa que lo mantuvo en pie, la que le dio fuerza. Ser un héroe no era solo una meta; era su propósito, su manera de honrar la memoria de Valten. Cada decisión que tomaba, cada acción, lo acercaba —o eso creía— a esa vida heroica que prometió a su amigo moribundo.
Leandra lo miró de reojo, notando su distracción, pero se limitó a darle un suave golpe en el brazo, sin preguntar, como si supiera que esas sombras debían disiparse por sí solas.
Y luego estaban las palabras de la Dama de la Noche Eterna, grabadas en su mente: «Sacrificarás tu mundo para salvar al mundo.» En aquel momento, esas palabras le habían pesado como una losa. Creyó que significaban renunciar a esa promesa, abandonar la idea de convertirse en el héroe de las leyendas, en alguien cuyo nombre sería recordado por generaciones. Lo sintió como una traición, no solo a Valten, sino a sí mismo y a todo lo que había soñado ser. Pensó que significaba abandonar el futuro que había imaginado: uno lleno de gloria y reconocimiento. Y, por ende, abandonar a su pueblo, a Leandra a su vida.
—Aún piensas en ello, ¿verdad? —susurró Leandra, su voz era suave pero firme.
Bram se detuvo un momento, apretando la mano de Leandra con más fuerza. Observó cómo el viento acariciaba las flores que protegían Brumaalta, esas pequeñas defensas que habían plantado con tanto cuidado. Sabía ahora, con los años sobre sus hombros y las realidades de la vida vividas, cuán equivocado había estado.
Se inclinó hacia Leandra, besándole la cabeza, y luego se apartó ligeramente para mirar el horizonte.
—Pensaba que ese era mi mundo —dijo en voz baja—. Que ser recordado en las canciones, ser un héroe en las leyendas... era lo que debía hacer.
Leandra lo miró de lado, con una sonrisa de comprensión en sus labios, pero sin decir nada, dejándolo continuar.
—Pero estaba equivocado. —Su voz era más firme esta vez, como si al decirlo en voz alta disipara finalmente esa creencia juvenil—. Mi mundo nunca fue ese. Mi mundo siempre ha sido esto... tú, Brumaalta, nuestra gente. No las canciones ni las estatuas. No la gloria.
Leandra se acercó, apoyando su cabeza en su hombro mientras caminaban. Bram sintió el calor familiar de su esposa, y en ese momento, comprendió algo más profundo. Sacrificar tu mundo... había sonado como una condena en aquel entonces. Pero ahora lo comprendía: nunca había sacrificado nada. Su verdadera misión siempre fue cuidar de su gente, asegurar su bienestar, incluso si eso significaba renunciar a la gloria que alguna vez creyó que lo definiría.
No había abandonado su mundo; simplemente, había descubierto cuál era realmente.
—Te tengo a ti —dijo Leandra en voz baja—. Y creo que eso es lo que importa, ¿no? Las canciones no te calientan en las noches frías, Bram. Me alegra que hayas soltado esa espada. Es la primera vez que te veo vivo en años.
Bram sonrió, recogiendo una piedra del suelo y lanzándola hacia las flores que bordeaban el camino. Gloria... esa palabra ya no tenía el mismo peso para él. Lo que importaba era que su pueblo prosperaba. Los caminos estaban despejados, la naturaleza estaba bajo control. Los niños reían, los ancianos caminaban sin temor, y todo eso existía porque él había tomado la decisión correcta, aunque no recibiera una canción en su nombre.
«Valten habría comprendido», pensó Bram, tal vez incluso lo habría respetado por ello.
Y con una sonrisa melancólica, Bram supo que el verdadero heroísmo no estaba en ser recordado, sino en proteger, en cuidar de aquellos que amabas, incluso si nunca se supiera tu nombre.
—Así que, ¿ahora me vas a decir que soy yo la que tiene que escribir una canción sobre ti? —bromeó Leandra, girándose para mirarlo a los ojos.
—Oh, no lo dudes —respondió Bram, inclinándose para darle un beso rápido en los labios—. Pero tal vez esa canción debería ser más sobre ti. Tú eres quien me mantienes vivo aquí, después de todo.
Leandra rio suavemente, sin apartarse.
Bram siguió caminando, esta vez con pasos más ligeros. Sabía que había sentido miedo antes de actuar, miedo de lo que podría perder, miedo de fallar. Pero había aprendido que los héroes no eran aquellos que no sentían miedo. Los héroes eran aquellos que, a pesar del miedo, seguían adelante. Aquellos que actuaban porque era lo correcto, aunque nadie más lo supiera.
Y que cualquiera, incluso un simple campesino como él, podía ser un héroe.
—¿Qué? ¿Qué te pasa ahora? —preguntó ella, dándole un pequeño empujón.
Bram rio y la tomó de la cintura nuevamente, esta vez inclinándose hacia ella para besarla con más firmeza.
—Nada. Solo que, por una vez, estoy feliz de ser quien soy.
Leandra lo miró, desconcertada, pero sonriendo de igual forma.
—Bueno, eso es un milagro. Quizá hasta el viento se detenga de asombro —respondió ella, burlándose suavemente.
Bram dejó escapar una última risa.
El viento sopló suavemente, levantando algunas hojas a su alrededor. Bram se detuvo una última vez, observando cómo el sol finalmente se ocultaba en el horizonte. El miedo, la duda, todas esas cosas que una vez lo habían asfixiado, ahora se disipaban con el aire fresco de la noche. No necesitaba ser el héroe de las canciones. Había hecho su parte. Había salvado lo que más le importaba.
Y en ese pensamiento, encontró una paz que no había sentido en años.
FIN
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